Peter había preguntado por el estado de Josie.
Josie estuvo presente durante el tiroteo.
La foto de Josie en el libro escolar que había visto durante la presentación de pruebas era la única marcada con DEJAR VIVIR.
Pero según su madre, lo que le había dicho a la policía no afectaría al caso. Según Diana, nada de lo que sabía Josie era suficientemente importante como para llamarla como testigo de la acusación.
Bajó la mirada mientras su mente repasaba los hechos una y otra vez, como el rebobinado de una cinta.
Una cinta que no tenía sentido.
La antigua escuela elemental que alojaba ahora al Instituto Sterling no tenía cafetería. Los niños comían en las clases, en sus mesas. Pero eso no se consideraba sano para adolescentes, de manera que la biblioteca se había convertido en una cafetería improvisada. Ya no había libros ni estanterías, pero en la alfombra todavía se veía el abecedario impreso, y un cartel del Gato con Botas colgado junto a las puertas dobles.
En la cafetería, Josie ya no se sentaba con sus amigos. No le parecía bien. Era como si faltara masa crítica y fueran a partirse, como un átomo sometido a presión. Se aislaba voluntariamente en una esquina de la biblioteca donde había unos salientes alfombrados en los que le gustaba imaginar a una maestra leyendo en voz alta a sus niños.
Ese día, al llegar a clase, las cámaras de televisión y los periodistas ya estaban esperando. Había que caminar entre ellos para llegar a la puerta principal. Durante la última semana habían desaparecido —sin duda habían tenido que cubrir alguna otra tragedia en algún otro lugar—, pero ahora acababan de regresar con redobladas fuerzas para informar sobre la comparecencia. Josie se preguntaba cómo iban a llegar a tiempo desde la escuela hacia el norte, hasta el juzgado. Se preguntaba cuántas veces más volverían a aparecer. ¿En el último día de clase? ¿En el aniversario del tiroteo? ¿En la graduación? Se imaginó el artículo que la revista
People
escribiría acerca de los sobrevivientes de la masacre del Instituto Sterling diez años después. ¿Dónde están ahora? ¿Estaría John Eberhard jugando al hockey otra vez, o siquiera caminando? ¿Los padres de Courtney se habrían ido de Sterling? ¿Dónde estaría Josie?
¿Y Peter?
Su madre era la jueza del caso. Aun sin hablar de ello con Josie —legalmente no podía—, no era algo que se pudiera obviar. Josie estaba atrapada entre el alivio de saber que su madre era la encargada del proceso, y un terror absoluto. Por un lado, sabía que su madre reconstruiría lo sucedido ese día, y eso quería decir que Josie no tendría que hablar de ello. Por otro lado, una vez que su madre hubiese empezado a reconstruir lo sucedido, ¿qué llegaría a descubrir?
Drew entró en la biblioteca. Lanzaba una naranja al aire y la atrapaba con la mano, una vez tras otra. Echó un vistazo a los estudiantes, que formaban pequeños grupos sobre la alfombra, con las bandejas de comida balanceándose sobre sus rodillas dobladas, y entonces localizó a Josie.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó, sentándose junto a ella.
—Nada.
—¿Te han atrapado los chacales?
Se refería a los periodistas de televisión.
—Conseguí dejarlos atrás.
—Ojalá se fueran todos a la mierda —dijo Drew.
Josie reclinó la cabeza contra la pared.
—Ojalá todo volviera a ser como antes.
—Quizá tras el juicio —dijo él mirándola—. Supongo que es extraño, ¿no?, quiero decir con tu madre y todo eso.
—No hablamos de ello. En realidad, no hablamos de nada.
Alcanzó la botella de agua y tomó un trago para que Drew no se diera cuenta de que le temblaba la mano.
—No está loco.
—¿Quién?
—Peter Houghton. Vi sus ojos ese día. Sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Drew, cállate —suspiró Josie.
—Bueno, es verdad. No importa lo que un abogado engreído diga para salvarlo.
—Creo que eso es algo que tendrá que decidir el jurado, no tú.
—Por el amor de Dios, Josie —replicó él—. No creo que justamente tú quieras defenderlo.
—No lo estoy defendiendo. Sólo te estoy diciendo cómo funciona el sistema legal.
—Bien, gracias, Marcia Clark. Pero eso no te importa cuando te están sacando una bala del hombro. O cuando tu mejor amigo, o tu novio, está desangrándose delante de…
Se calló de pronto porque a Josie se le cayó la botella de agua, mojándolos a los dos.
—Lo siento —dijo enjugando el estropicio con una servilleta.
Drew suspiró.
—Y yo. Estoy un poco nervioso con las cámaras y todo eso.
Arrancó un trozo de la servilleta mojada, se la metió en la boca y la escupió contra la espalda del chico obeso que tocaba la tuba en la banda de la escuela.
«Dios mío —pensó Josie—. No ha cambiado nada en absoluto».
Drew arrancó otro trozo de servilleta e hizo una bola con la mano.
—Para ya —dijo Josie.
—¿Por qué? —preguntó Drew encogiéndose de hombros—. Tú eras la que quería que todo volviera a ser como antes.
Había cuatro cámaras de televisión en la sala: de la ABC, la NBC, la CBS y la CNN. Y además, periodistas del
Time
, el
Newsweek
, el
New York Times
, el
Boston Globe
y de Associated Press. Los medios de comunicación se habían reunido con Alex en las oficinas la semana anterior, para que decidiese quién estaría representado en la sala mientras los demás esperaban fuera, en la escalera del palacio de justicia. Miraba las pequeñas luces rojas de las cámaras, que indicaban que estaban grabando, y oía el ruido de los bolígrafos sobre el papel a medida que los periodistas anotaban literalmente sus palabras. Peter Houghton se había convertido en un personaje, y, en consecuencia, Alex tendría sus quince minutos de fama. Quizá dieciséis, pensó. Ése sería el tiempo que le llevaría leer todos los cargos.
—Señor Houghton —dijo Alex—, con fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Courtney Ignatio. En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia…
Se quedó mirando el nombre.
—Matthew Royston.
Aunque leer esas palabras fuera pura rutina, algo que Alex podía hacer con los ojos cerrados, se centró en ellas, intentando mantener la voz equilibrada e igualada, dando énfasis al nombre de cada muerto. La sala estaba llena. Alex reconocía a los padres de los estudiantes y a algunos de los propios estudiantes. Una madre, una mujer a quien Alex no conocía ni de vista ni de nombre, estaba sentada en primera fila, detrás de la mesa de la defensa, sujetando una foto enmarcada de una chica sonriente.
Jordan McAfee estaba sentado al lado de su cliente, quien llevaba un traje naranja de presidiario y grilletes, y hacía todo lo posible por evitar la mirada de Alex, mientras ella leía los cargos.
—En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Justin Friedman…
—En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Christopher McPhee…
—En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Grace Murtaugh…
La mujer de la foto se puso en pie mientras Alex leía los cargos. Se inclinó sobre la barra que la separaba de Peter Houghton y su abogado, y le dio tal golpe a la fotografía que rompió el cristal.
—¿La recuerdas? —gritó la mujer con voz ahogada—. ¿Recuerdas a Grace?
McAfee se volvió sobresaltado, mientras Peter agachaba la cabeza, manteniendo los ojos fijos en la mesa.
Alex ya había tenido gente problemática en la sala, pero no recordaba que la hubiesen dejado sin respiración. El dolor de aquella madre parecía llenar todo el espacio de la sala y calentar al máximo las emociones de los demás espectadores.
Le empezaron a temblar las manos. Las deslizó bajo el banco para que nadie las viese.
—Señora —dijo—, voy a tener que pedirle que se siente…
—¿La miraste a la cara cuando le disparaste, bastardo?
«¿Lo hiciste?», pensó Alex.
—Señoría —exclamó McAfee.
La acusación ya había puesto en duda la capacidad de Alex para llevar el proceso de manera imparcial. Aunque no tenía que justificar sus decisiones ante nadie, acababa de decirles a los abogados que podía separar su implicación personal y profesional en ese caso. Había pensado que sería cuestión de no ver a Josie como a su hija, sino como a una de los centenares de chicos y chicas presentes durante el tiroteo. No se había dado cuenta de que, en realidad, era a sí misma a la que, en lugar de ver como juez, vería como otra madre.
«Puedes hacerlo —se dijo—. Sólo recuerda por qué estás aquí».
—Alguaciles —murmuró Alex, y dos fornidos guardas aferraron a la mujer por los brazos para acompañarla fuera de la sala.
—¡Te quemarás en el infierno! —gritó la mujer, mientras las cámaras de televisión la seguían por el pasillo.
Alex no la miró. Mantenía los ojos en Peter Houghton mientras su abogado estaba distraído.
—Señor McAfee —dijo ella.
—¿Sí, Señoría?
—Por favor, pida a su cliente que abra la mano.
—Lo siento, juez, pero creo que ya ha habido suficiente…
—Hágalo, abogado.
McAfee hizo un gesto a Peter, que levantó las muñecas esposadas y abrió los puños. En la palma de la mano de Peter brillaba un fragmento del cristal roto de la foto. Pálido, el abogado se lo quitó.
—Gracias, Señoría —murmuró.
—De nada.
Alex miró a la sala y se aclaró la garganta.
—Confío en que no habrá más arrebatos como ése, o me veré forzada a hacer desalojar al público.
Continuó leyendo los cargos en una sala tan silenciosa que podían oírse los latidos. Se percibía que la esperanza llenaba la sala.
—En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Madeleine Shaw. En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Edward McCabe. Se lo acusa de intento de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A y 629:1, por planear con premeditación un asesinato en primer grado, verbi gratia, disparando a Emma Alexis. Se lo acusa de posesión de armas de fuego en instalaciones escolares. Posesión de artefactos explosivos. Uso ilegal de un artefacto explosivo. Aceptar bienes robados, verbi gratia, armas de fuego.
Cuando Alex terminó, tenía la voz ronca.
—Señor McAfee —dijo—, ¿cómo se declara su cliente?
—Inocente de todos los cargos, Su Señoría.
Un murmullo se extendió por la sala como un virus, algo que siempre sucedía al oírse un alegato de no culpabilidad, y que a Alex siempre le parecía ridículo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer el acusado? ¿Declararse culpable?
—Dada la naturaleza de los cargos, no tiene derecho a libertad bajo fianza. Permanecerá bajo custodia del sheriff.
Alex disolvió la audiencia y se dirigió a su despacho. Una vez dentro, con la puerta cerrada, avanzó como una atleta que hubiese acabado una carrera a vida o muerte. Si estaba segura de algo era de su habilidad para juzgar con justicia. Pero si le había resultado tan duro en la comparecencia, ¿cómo reaccionaría cuando la acusación comenzase a detallar los sucesos de ese día?
—Eleanor —dijo Alex, apretando el botón del intercomunicador de su secretaria—, anule mis citas durante dos horas.
—Pero usted…
—Anúlelas —la cortó con sequedad.
Todavía veía las caras de los padres en la sala. Llevaban escrito en la cara lo que habían perdido, como una cicatriz colectiva.
Alex se quitó la toga y bajó la escalera trasera hasta el garaje. En lugar de detenerse a fumar, se metió en el coche. Condujo hasta la escuela elemental y aparcó en el carril de incendios. Había una furgoneta de televisión en el estacionamiento de los profesores. Alex se asustó al principio, pero luego se dio cuenta de que la matrícula era de Nueva York, y de que era improbable que alguien la reconociera sin la toga de juez.
La única persona con derecho a pedirle a Alex que se recusase a sí misma era Josie, pero Alex sabía que su hija lo entendería. Era el primer gran caso de Alex en el Tribunal Superior, el que podría cimentar su reputación allí. Además, era un modelo de comportamiento para la propia Josie, para que retomara su vida. Alex había intentado ignorar la razón oculta por la que estaba luchando por permanecer en ese caso, la que llevaba clavada como una espina, como una astilla, causándole dolor hiciera lo que hiciese: le resultaría más fácil enterarse de lo que había pasado su hija por la acusación y la defensa que por la propia Josie.
Entró en la oficina principal.
—Vengo a buscar a mi hija —dijo Alex.
La secretaria sacó un formulario para que lo llenase. Alex leyó ESTUDIANTE, HORA DE SALIDA, MOTIVO, HORA DE ENTRADA.
Josie Cormier
, escribió. 10:45.
Dentista
.
Sentía la mirada de la secretaria. Era evidente que la mujer se estaba preguntando por qué la jueza Cormier estaba delante de ella en lugar de estar en la sala, presidiendo la comparecencia de la cual todos querían noticias.
—Por favor, dígale a Josie que la espero en el coche —dijo Alex antes de salir de la oficina.
A los cinco minutos, su hija abrió la puerta del pasajero y se sentó en el coche.
—No llevo hierros.
—Tenía que pensar una excusa con rapidez —contestó Alex—. Ha sido lo primero que se me ha ocurrido.
—Entonces, ¿para qué has venido?
Alex se quedó mirando a Josie mientras ésta daba potencia al ventilador.
—¿Necesito una razón para almorzar con mi hija?
—Bueno, son las 10:30.
—Entonces estamos huyendo de clase.
—Como quieras —dijo Josie.
Alex puso el coche en marcha. Josie estaba junto a ella, pero era como si estuviesen en continentes distintos. Su hija se limitaba a mirar por la ventana, viendo cómo pasaba el mundo.
—¿Ya has terminado?