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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (45 page)

—Pero..., pero... ¿por qué habría de hacer tal cosa el asesino? ¿Por qué no iba a matar a Su Eminencia cuando le tuvo a su merced en la cama? Hubiese culminado su sed de crímenes contra los servidores de la Iglesia.

—¿Quién dice que esa sería su culminación? —se preguntó Twiss.

—Por todos los santos, ¿por qué entonces ha realizado esa mascarilla?

Jovellanos sacó su reloj y miró la hora. Se levantó.

—Don Cándido María, si supiésemos contestar a esos interrogantes, nos hallaríamos más cerca de ese canalla de lo que estamos —comentó con desaliento.

A continuación todos los visitantes se dispusieron a partir. Poco después avanzaban junto a Mariana a lo largo de un corredor de la casa. Por detrás Twiss aconsejaba a Trigueros la forma de explicarle al cardenal lo sucedido, despejando toda veleidad sobrenatural que acongojase más su ánimo. Además le advirtió que colocase siempre tres criados custodiando su alcoba bien despiertos, y que en ningún momento del día se le dejase solo. Mientras tanto, por delante, Jovellanos y Mariana hablaban de sus cosas y sus temores.

—¿Por qué tiene que entrar en la cárcel, Gaspar? ¿No sabe que usted corre allí un gran peligro? Haga que le lleven a Caetano a la Audiencia —se lamentaba Mariana ante esa inesperada eventualidad.

—No puede ser. Esa es su condición. Ignoro qué pueda decirme Caetano, pero si no es como él quiere no dirá nada. No es un sujeto pusilánime precisamente.

Mariana miró de reojo hacia atrás. Como viera que Twiss y el canónigo Trigueros se quedaban rezagados deliberando, aprovechó la ocasión para tirar de Jovellanos hacia un rincón en penumbras y besarlo.

—Cuánto deseo que no vaya... —suspiró ella después.

—No me lo ponga más difícil...

—Desde aquel día en la tertulia soy tan feliz a su lado, y sufro tanto cuando me falta. Usted es mi medicina, Gaspar. Hace días que me encuentro distinta, hasta creo que respiro mejor.

—Cada día descubro pinceladas más bellas en su rostro —dijo él observándola de hito en hito—. ¿Será esa palidez en torno a sus ojos?

Ella se ruborizó, reprimió una sonrisa, y se calló unas palabras que intuyó precipitadas. Después habló de forma algo aturdida.

—Pues tendré que tomar un poco de sol... ¿No le parece?

Aquella noche Jovellanos tardó mucho en dormirse a pesar de la infusión de valeriana que le había preparado doña Amelia. Más que el café que había tomado antes, lo que desvelaba sus sueños era el pensar en la impunidad con la que el
interfector
accedía a cualquier lugar. Era capaz de realizar una labor minuciosa sobre la cara de alguien que dormía sin que este sintiese nada y despertase. Doña Amelia había insistido mientras tomaba su infusión en que el asesino no era nada más que la manifestación de un espíritu maligno. No podía ser —pensaba él dando vueltas en la cama—, porque iba contra toda razón. Era alguien de carne y hueso, que había estado a un palmo de su nariz simulando ser el ciego Ventura, al que previamente había cortado el cuello. Y precisamente de ahí venía su gran temor. De que el asesino, para advertirle que él se acercaba demasiado a su persona, llegase al ser que más quería y le produjese daño. Mas no —se diría a altas horas de la noche—, nunca había atacado a mujeres. No había motivo en su mente retorcida para hacerlo con Mariana.

Jovellanos tardó en despertarse. Cuando llegó a la Audiencia ya eran las diez pasadas. Hacía un buen rato que Twiss estaba allí esperándole. Como de costumbre, Fernández abrió su carpeta y se dispuso a leer las denuncias y los partes del día anterior sobre incidentes que habían reportado las distintas patrullas de alguaciles. Con gran embarazo leyó la primera. Jovellanos, que firmaba los despachos del día, y Twiss, que hojeaba un libro de su biblioteca, volvieron sus ojos hacia el secretario sin dar crédito a lo que oían. Debían afrontar otro hecho que también parecía sobrenatural.

Poco después, de camino hacia la Cárcel Real, fueron intercambiando impresiones sobre el mismo. Se trataba de que en la Fábrica de Tabacos, poco antes de terminar la jornada, se había aparecido el difunto Federico Quesada a sus compañeros. En una de las salas de labores, en lo alto de una escalera, el antiguo capataz de los molinos se había dirigido con palabras y gestos a los presentes para infundirles ánimo. Alguna que otra cigarrera caería desmayada y varias de las gitanillas correrían despavoridas chillando de nave en nave. A pesar del desconcierto, poco después hubo alguien con la suficiente entereza para buscar a ese muerto revivido, aunque a la postre fue en vano. Se había desvanecido de forma tan misteriosa como había aparecido.

—Esto solo puede ser una broma de mal gusto, Richard...

—Quizá no. En las Antillas se dan a menudo casos parecidos. Los esclavos negros los llaman
zombies,
muertos vivientes que deambulan a su arbitrio.

Jovellanos se detuvo en medio de la plaza de San Francisco.

—Usted también bromea, ¿verdad? ¿No creerá un hombre ilustrado como usted en esas cosas?

Twiss se paró y regresó hablando.

—Solamente digo que existen fenómenos de la naturaleza que nuestros conocimientos limitados no pueden llegar a explicar. En México hay un fruto al que llaman
peyote
que bebido produce alucinaciones tan reales que no se llegan a distinguir las cosas materiales de las fantasías. Quién sabe si el organismo humano no es capaz de producir por sí mismo alguna sustancia parecida en una situación extrema. Los trabajadores de la fábrica están sometidos últimamente a una gran tensión, aparte de a los efluvios digamos que propicios del tabaco. Acaso este fenómeno se ha producido entre ellos. Algunos compañeros de Quesada estaban predispuestos a verle de nuevo vivo y lo han visto.

—¡Sí! ¡Eso es...! —gritó Jovellanos levantando los puños, de tal forma que llamó la atención de los demás viandantes—. Es usted genial, Twiss. ¡Un brebaje! Anoche me tomé una tisana para poder dormir mejor. Pudiera ser que el
interfector
hiciera lo propio con Su Eminencia para que no se despertase mientras componía la mascarilla de escayola. Bastaba con verterle el líquido por la boca entreabierta y...

—¡Cuidado...!

Twiss agarró a Jovellanos por la casaca y tiró de él violentamente. Lo apartó con la suficiente presteza para que uno de los varios carruajes que circulaban no se lo llevase por delante. Jovellanos estaba tan ensimismado en su idea que parecía no haberse dado cuenta de lo sucedido.

—Lo reconozco, Gaspar. No cabe duda de que ese es un buen hallazgo, aunque no deja de ser intranscendente por obvio. ¿No piensa que lleva su entusiasmo demasiado lejos?

Jovellanos asió a su vez la casaca de Twiss por las solapas y le atrajo también hacia sí.

—¿Es que no se da cuenta, inglés de cabeza fría? Usted mismo acaba de decirlo. La cerbatana del asesino, ¿de dónde proviene? Me resulta difícil imaginar que de Berbería o de Extremo Oriente. ¿Y su dardo emponzoñado? El
anima pinguis
no se conoce en el Viejo Mundo. ¿Y el brebaje que debió de dormir al cardenal Solís? No hay constancia de que en Europa haya una sustancia que origine un sueño tan profundo como el que tuvo, o un delirio como el que posteriormente padeció...

—¿Y esa que llaman adormidera, tan común por estas tierras?

—No, Richard. Es un narcótico muy flojo, para bebés. Se hubiese necesitado media botella de adormidera para atontar a un adulto como Su Eminencia, y ese sería mucho líquido para tragar sin que se despertase.

Twiss saludó con una reverencia exagerada con su tricornio en la mano a dos damiselas y a su ama que pasaban cerca, que los observaban como a bichos raros. Las jóvenes hicieron un mohín de desprecio y apresuraron el paso, aunque desde la lejanía se les oyeron unas risitas. Al mismo tiempo, el inglés interrumpió a Jovellanos con una pregunta. No para refutar su argumentación, sino para consolidarla. Porque se había dado cuenta de adonde quería ir a parar.

—¿Y qué me dice del cáñamo del Atlas, o de la amapola turca?

—Lleva razón en plantear esa observación —replicó Jovellanos con rapidez—. Pero aquí lo que importa es la secuencia. Y todo indica que las sustancias y artilugios con los que nos estamos enfrentando no proceden de este hemisferio, sino del otro. Sobre todo si tenemos en cuenta que Sevilla es puerta principal de ese
otro.
Apostaría lo que fuera a que el asesino ha estado en América o tiene relaciones muy estrechas con aquel continente.

—Lo confieso —añadió Twiss levantando las manos a la altura del pecho—. Yo he vivido varios años en las Indias. Pero a mí no me mire...

Jovellanos sonrió y echó a andar de nuevo. Fueron caminando entre aguadores, vendedores ambulantes y criados de compras.

—Ahora mismo se me ocurren varias personas que cumplen con ese presupuesto. Y no me gusta, Richard. No me gusta... —comentó Jovellanos con pesar.

—Igual le digo, Gaspar.

—Vamos a ver qué nos cuenta Caetano Nunes.

La Cárcel Real de Sevilla era un edificio enorme. Una de sus fachadas daba a la plaza de San Francisco, a no más de cien metros de la Audiencia. Su parte trasera reculaba en la plaza del Salvador, frente a la iglesia del mismo nombre, y su puerta principal se abría en la boca de la calle de las Sierpes. Su portada era suntuosa, ornada con los escudos real y el de la ciudad, los cuales estaban rematados por las estatuas de las virtudes: Fortaleza, Templanza y Justicia.

En realidad, en contra de tan excelsos ideales, se decía que la cárcel tenía tres puertas. Una del oro, otra de la plata y otra del cobre. Ya que eran estos metales los que servían para entrar o salir previo soborno con mayor o menor facilidad. Era la cárcel más grande y dura del reino, ni siquiera la de la Galera de Madrid se podía comparar. A pesar o precisamente por encontrarse en el centro de Sevilla, la cárcel componía un mundo aparte, secreto, tumultuoso y cruel, y que, sin embargo, inficionaba la ciudad desde dentro. Más que un presidio era un refugio para los delincuentes, donde los condenados imponían sus leyes particulares. Hasta habían llegado a constituir dos cofradías de penitentes que en Jueves Santo celebraban sus propias procesiones. Las mismas bandas que asolaban las callejas sevillanas se reproducían dentro con los mismos jefes. Ni siquiera las reformas emprendidas por Olavide y Jovellanos habían hecho mella en sus brutales y secretas reglas.

Al subir los escalones que conducían a la entrada principal, Jovellanos detuvo a Twiss.

—¿No pensará que no me he dado cuenta de que han intentado arrollarme con un coche hace un momento?

—¿Qué?

A Twiss se le erizaron los cabellos. No ya porque su acompañante se hubiese apercibido del incidente, sino porque hubiese sacado la conclusión de que había sido un intento de asesinato. Cosa que ahora a él, a la luz de sus palabras, se le aparecía como algo bastante verosímil. Esto dio que pensar a Twiss. Debía andarse con mucho cuidado frente a las suspicacias de Jovellanos; en el fondo no era tan despistado como parecía. Ahora que estaba a punto de entrar donde había deseado desde su llegada a Sevilla, y que se iba a encontrar con el tipo que a él más le había interesado ver, debía extremar su prudencia. Intentaría hacer buenas migas con Caetano, por si tenía que reclamar en algún momento su colaboración privadamente pero de forma subrepticia.

Poco después atravesaban el portón de la calle y otros dos más en el interior del edificio. Los carceleros eran sujetos desharrapados y malencarados, que en muy poco se distinguían de los convictos. El alcaide de la cárcel salió de su oficina a hablar con tan destacados visitantes. Jovellanos le explicó el motivo de su presencia allí, y el alcaide no puso ninguna objeción, como si Caetano ya le hubiese advertido de que recibiría visitas. Muy servicial, dispuso todo para que les acompañasen varios de sus hombres. Sin embargo, Jovellanos solo aceptó a uno de ellos, a aquel que les abriese y cerrase la última de las puertas.

Momentos más tarde, la última puerta con cerrojo se cerró a las espaldas de Jovellanos y Twiss. Ante ellos se extendía una de las alas del edificio que circundaban su patio central. La nave era de techo alto y abovedado, dividida por una larga fila de columnas. Penetraba la luz a través de unos ventanillos de arco casi pegados al techo y con gruesos barrotes, una luz que pronto se consumía en la suciedad de las paredes y del piso. Los presos se amontonaban sobre sendas filas de camastros de paja podrida, dormitando, charlando o jugando a la baraja. La mayoría apenas cubrían sus vergüenzas con andrajos de color indefinible. Una enfermiza hediondez los impregnaba a todos desde todas partes. A lo largo del lado opuesto de los camastros se extendían una serie de covachas conectadas entre sí, algunas de las cuales tenían bastos cortinajes de lona o aspillera cara a la nave, las más de las veces ocultando quién sabía qué.

De detrás del primer cortinaje la pareja oyó varias risotadas, y al acto la cara pintarrajeada de una mujer se asomó por un roto de la aspillera. De inmediato desapareció emitiendo un grito. Tras eso, un viejo cojo salió presto y renqueante de la covacha y se colocó delante de Jovellanos y Twiss. Les hizo una venia irónica, por la que casi cae al suelo.

—Soy Sotillo, señor alcalde. Llevo aquí veinte años por crímenes que ya ni se cometen...

—Supongo que sabe a qué he venido...

—Por supuesto. Por aquí... Por aquí... —gruñó Sotillo antes de emprender una marcha dificultosa.

Ellos le siguieron. Caminaron por un pasillo que se formaba entre la fila de columnas y las bocas de las covachas. Conforme avanzaban, los presos iban observando con ojos torvos a los dos visitantes, algunos de los cuales el propio Jovellanos había encerrado allí. No le cupo la menor duda de que todos estaban sobre aviso y que nadie se atrevería a desoír las órdenes de Caetano; de lo contrario, aventurarse por allí con Twiss hubiese sido un suicidio. Ambos se fijaron en una covacha abierta. En ella varios presos confeccionaban o remendaban las túnicas y estandartes que lucirían para la procesión de la próxima Semana Santa. Resultaba paradójico que esos tipos del peor jaez en aquel infierno mantuviesen tan viva su devoción.

Al alcanzar la última covacha, el tullido Sotillo se precipitó a traspasar su cortinaje, que no era tan grosero como los demás, sino de terciopelo verde. Al poco, tres sujetos vestidos bien, de villanos, salían de ella presurosos. Twiss se asombró al fijarse en uno: era el tipo con la cicatriz como una culebra en el rostro con el que había hablado junto a Hogg en una taberna del puerto.

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