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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (46 page)

—Por aquí... Por aquí... —repitió el viejo cojo, ofreciéndoles el paso hacia el interior de la covacha.

Ya dentro, la sorpresa de Jovellanos y Twiss fue mayúscula. La covacha estaba decorada como una alcoba de buen gusto, presidida por una espléndida cama con dosel y todo. Un olor mezcla de absenta y calvados se imponía sobre la fetidez del resto de la nave, sin duda proveniente de las botellas y vasos que había en una mesa al lado de la cama. Recostado en esta, Jovellanos reconoció a Caetano, gordo, calvo y con el pelo al rape, de unos cincuenta años, vestido con un amplio camisón. Mantenía una pierna hinchada sobre un gran cojín. Debía de ser el único preso del mundo que padecía gota.

Caetano les saludó con un brillo especial en los ojos. Sus maneras eran educadas y su dicción esmerada, aunque con un ligero acento portugués. Ese era el hombre que mediante falsificaciones de moneda había traído de cabeza durante años a la ceca de Sevilla. Hasta que se descubrió que su pequeña fundición clandestina se hallaba en un sótano de la calle del Carbón, justo a cincuenta pasos de la sede de la Casa de la Moneda. No cabía la menor duda de que en la cárcel Caetano había encontrado un buen acomodo. Alguien de su inteligencia estaba destinado a ser amo incluso en el Purgatorio. Ante su mirada, solo en su territorio, ahora estaba la autoridad que había tenido el valor de encarcelarle. De sus palabras no se desprendía que guardase rencor hacia Jovellanos; muy al contrario, hizo gala de una gran amabilidad. Les ofreció asiento y licor, cosa esta última que ellos rechazaron con mucho tiento y decisión, más Jovellanos que Twiss.

Una vez sentados en sendas butacas lujosamente tapizadas, Jovellanos soslayó los comentarios de Caetano sobre los emocionantes tiempos pasados. Sabía que la verborrea de Caetano Nunes siempre estaba encaminada a conseguir un fin perverso. Así que fue derecho al asunto que los había llevado allí.

—Su mensajero me habló de una
solución
que usted me puede ofrecer para esclarecer los crímenes de los curas. Supongo que exigirá algo a cambio. ¿Qué le puedo dar que ya no tenga? En ciertos aspectos vive mejor que yo...

—Por favor, señor alcalde... —Caetano hizo un gesto de asco—. Qué manera tan descarnada de acometer un negocio. Ni siquiera un mercachifle del bazar de Estambul sería tan grosero.

—Discúlpele, Caetano —dijo Twiss con una sonrisa—. Es un hombre de leyes, que siempre están tasadas, y no de porcentajes comerciales, cuyas cuentas son más sutiles.

Caetano rió con tantas ganas que parecía hundirse por momentos en el mullido colchón que lo sustentaba. Luego, con gran esfuerzo, se incorporó y enderezó su rechoncho torso en el almohadón.

—Está bien. Ya que quiere ser tan directo, Caetano también lo será. Me dará oro y libertad —expuso Caetano, y a continuación calló para observar la reacción que se dibujaba en los rostros de Jovellanos y Twiss—. Se preguntarán qué clase de sujeto soy que antepone el oro a la libertad. Yo no soy un caballero como ustedes, que aprecian más los ideales filosóficos que el mundo que los genera. Soy un simple acuñador que sabe valorar los tesoros que guarda la tierra inerte. ¿Sabe cuál es mi sueño, señor alcalde? Viajar a Brasil y fundar una gran plantación de algodón. El algodón es la fibra del futuro. Deseo roturar los campos, sacar frutos de la nada como si hiciese moneda nueva a partir de un tosco mineral, a imitación de Dios con sus criaturas pensantes. Y usted puede proporcionármelo.

—Me sorprende su repentino amor al trabajo. Hasta para hacer prosperar una hacienda hace falta trabajar duro.

—No me ofenda, señor alcalde. Usted sabe que me expulsaron del seno de los Cinco Gremios Mayores porque les sugerí que con sus ganancias podrían fundar un banco de préstamos y ahorro. Y fíjese, ahora, imitándome, van a abrir un montepío. Yo no tengo cabida en este país, por eso necesito liquidez, para embarcarme en nuevas empresas lejos de aquí.

—¿Por qué no se pierde por los anchos campos de Castilla? Por lo que deduzco de esta cárcel, no creo que le resultase muy difícil conseguirlo... —comentó Twiss, pensando en el hombre de la cicatriz que entraba y salía a voluntad.

—Porque siempre sería un proscrito, señor Twiss. Si conociese bien esta tierra, sabría que siendo rico aunque honrado no dejaría de ser un sospechoso. Porque en este reino la riqueza nunca ha estado bien vista si se supone que se encuentra en manos indebidas.

—¿Qué términos me propone? —preguntó Jovellanos con impaciencia.

Caetano hizo una seña a Sotillo. Este se acercó a un aparador de estilo francés y sacó de un cajón un gran pliego de papel, pluma, tinta y lacre. Pasó el pliego a su jefe.

—En este papel —Caetano lo mostró ya escrito profusamente— pone que el Alcalde del Crimen de Sevilla, don Gaspar de Jovellanos Ramírez, asegura a Caetano Nunes un salvoconducto para viajar a las Indias junto con seis de sus hombres, y además le promete un tercio del oro que consiga a partir de la información que le proporcione.

—¿Oro? —preguntó Twiss, inquietándose y casi levantándose de la silla.

Caetano sonrió satisfecho.

—Veo que ignoran por completo cuál es la
solución
de esos crímenes...

Jovellanos se levantó de golpe. Con un gesto todo serio se puso su sombrero.

—No. No puedo aceptar algo así. Es un chantaje que envilecería mi profesión —dijo con cierta altivez.

—Posiblemente habrá más asesinatos... —comentó Caetano, desdeñoso.

—Vámonos, señor Twiss.

Pero Twiss no se levantó de su silla. Ni quería ni podía, ya que en ese momento su mente era presa de un vértigo de ideas. De la mano de Jovellanos, desarrollando la investigación de crímenes totalmente ajenos a sus intereses, intuía que había dado con el filón, con la veta que buscaba en Sevilla. Sabía que su labor era ahora cuando en realidad comenzaba, y que no podía salir de aquella cárcel con las manos vacías. Sabía que su misión ya estaba unida indisolublemente a los progresos que hiciese Jovellanos, de forma que no podía consentir que este reculase por absurdos prejuicios de hidalgo provinciano. Twiss se quedó fijo en Jovellanos, asintiendo insistentemente. Le decía en silencio que aceptase, que esa oportunidad no debía perderse.

Por fin, después de momentos de indecisión, Jovellanos volvió a sentarse. Caetano lo interpretó como una aceptación de sus términos, así que hizo otra señal al cojo. Sotillo acercó el papel a Jovellanos. Don Gaspar comenzó a leer el texto, pero como lo que iba descubriendo le desagradaba cada vez más, dejó de hacerlo y firmó sin pensárselo al lado de la exagerada y un tanto artificiosa rúbrica de Caetano. Luego Sotillo espolvoreó el secante de la tinta, a continuación derramó lacre calentado en una vela sobre el papel y por último imprimió un sello. ¡Un sello igual al de la Audiencia Real de Sevilla! Jovellanos se quedó estupefacto, y Twiss no pudo evitar una risita.

A indicación de Caetano, el viejo cojo salió de la covacha.

—Me gusta usted. Sabe de negocios... —dijo Caetano a Twiss; y acto seguido extrajo dos pistolas de debajo del almohadón en que reposaba, muy parecidas a las del inglés—. He oído de sus famosas pistolas. ¿A que estas son iguales que las suyas?

Twiss, sorprendido, se tentó debajo de su casaca, comprobando que las
suyas
no le faltaban. Después se acercó a la cama para observar mejor las otras.

—Unas buenas imitaciones —comentó.

—¡Ah, quién viviera en Inglaterra! Es un país industrioso y amante de las ciencias —Caetano alzó la voz con sarcasmo—. ¡Y donde se respeta la ley, señor alcalde...!

—Señor Caetano, ¿sabe a cuántos falsificadores de moneda ahorcó Isaac Newton?

Ante esta pregunta de Twiss, el interpelado se hizo el distraído y echó mano a una de las botellas de absenta.

En ese momento regresó Sotillo, precedido de otro tipo al que identificó como
Sentina.
Jovellanos y Twiss de inmediato advirtieron que debía de ser un marino o pescador; poseía todas las características propias de la gente de la mar, que tanto habían visto uno y otro en el puerto o en lejanas aguas profundas. Sentina iba ataviado con indumentaria marina, su piel estaba surcada de mil arrugas por el azote de los siete mares salobres, y lucía un tatuaje en forma de rosa de los vientos en el cuello, sobre la yugular.

—Señor alcalde, aquí tiene al hombre que le va a desvelar el misterio de esos estúpidos asesinatos —comentó Caetano—. Y digo
estúpidos
porque para robar oro no se necesita derramar tanta sangre, y menos de curas cuya penitencia estaba en seguir viviendo.

Jovellanos permaneció callado, pero Twiss no.

—Si parece que hay oro, mucho oro como supongo, ¿por qué no ha arreglado usted este asunto sin recurrir a nosotros? Permítame que dude de su generosidad...

—Se lo permito... —Caetano soltó dos carcajadas y echó otro trago de absenta—. ¿Es que piensa que no lo he intentado? Durante semanas mis hombres se han pateado todos los rincones de Sevilla. He registrado lupanares y posadas, he pegado a fulanas y a sus alcahuetes, he apaleado a mendigos para que hablasen, pero todo ha resultado inútil. Hubo momentos en que dudé de la historia de Sentina, aquí presente. Sin embargo, los hechos son tozudos. Cada sucesiva muerte me confirmaba que el asesino andaba por ahí, con el propósito de hurtarme la parte de un oro robado que, como todo el mundo sabe en Sevilla, me corresponde a mí por derecho de maestría.

Twiss volvió la cara a Jovellanos y le hizo un gesto con las cejas algo guasón, como diciendo que para ese hombre tan pagado de sí las normas del hampa debían ser leyes de derecho común. Twiss insistió.

—¿Y cómo deduce usted que existe una relación entre las muertes de los curas y ese oro?

—La historia de Sentina así lo demuestra. Por desgracia, a pesar de mi empeño, no he tenido más remedio que recurrir a ustedes. Forman una pareja con dos cerebros excepcionales, y poseen información que yo no poseo, así que no me queda otra alternativa que confiar en sus habilidades. Por supuesto, también confío en la palabra de caballero del señor alcalde, y en su rúbrica puesta en este papel...

Jovellanos salió de su quietud estatuaria y alzó una mano hacia Sentina. Le habló, señalándole de una manera reflexiva.

—¿Conoce usted al asesino?

—Claro, señor alcalde. Como el casco de un bote. Hubo un tiempo en que sentí verdadero aprecio por él. Pero ahora, aunque esté aquí rodeado y protegido de la peor leva de los puertos, se me encoge el corazón cada vez que veo una sombra que no está en su sitio, porque creo que es él.

—Cuéntenos...

El marino, nervioso, se acercó a la mesa, cogió un vaso y se sirvió de dos botellas, en lo que parecía ser una mezcla combustible. A continuación, lo primero que hizo fue dar el nombre de la criatura a la que más temía.

Dijo que se llamaba Lorenzo Ignacio Thiulen, hijo de un sueco y una española. Sentina le había conocido nueve años antes en el puerto de Cartagena, cuando embarcaban a los jesuitas para su expulsión. Muchos de esos infelices padres iban cansados, enfermos, desnutridos, y pronto la travesía por el Mediterráneo rumbo a los Estados Pontificios agravó sus penas. A pesar de los denodados esfuerzos de asistencia de Thiulen y otros hermanos más vigorosos —porque Thiulen era jesuita—, muchos murieron durante la navegación. Finalmente, el propio Thiulen cayó enfermo de fiebres y diarreas, de modo que el joven marino Sentina, que sentía admiración por un hombre de su reciedumbre, se puso a cuidarlo. Comido por la calentura, creyendo que había llegado su hora o sin darse cuenta de lo que decía, Thiulen contó su desdichada vida al joven que con tanto esmero le atendía.

Relató su vida misional en el Paraguay cuando apenas era un muchacho recién ordenado. Confesó que había sido feliz viviendo en la selva, yendo de misión en misión, predicando la fe, llevando la administración de las aldeas, enseñando oficios industriosos a los indios guaraníes. Se sintió tan enamorado de aquellas tierras que, en contra de sus votos, se procuró el amor de dos muchachas indias. Sin embargo, pronto se abatió la desgracia sobre aquella Arcadia equinoccial. Por lo estipulado en el Tratado de Permuta entre España y Portugal, a cambio de la colonia de Sacramento la primera potencia cedía a la segunda aquella parte del Paraguay que la Compañía de Jesús consideraba un territorio propio, el Reino de las Siete Misiones. Firmado y hecho. Desde Brasil los portugueses invadieron su presa y destruyeron cuanto encontraron a su paso. Muchos padres jesuitas se unieron a los guaraníes en una feroz resistencia que duró varios años, hasta que fueron derrotados.

Destruidos sus sueños y muertas violentamente sus muchachas indias, Lorenzo Ignacio Thiulen regresó al Viejo Mundo, a una gris vida dedicada a la docencia y a la escritura en la ciudad de Sevilla. Mas tampoco aquí podría encontrar la paz por mucho tiempo. En la Semana Santa de 1767 se produjo la expulsión de los jesuitas de todo el reino, y la confiscación de sus bienes. Como consecuencia, se vieron echados al mar precipitadamente en todas partes, en el inicio de un rosario de calamidades. A bordo del barco por el Mediterráneo, en su delirio febril, Thiulen juró que se vengaría de la Iglesia por no haberse opuesto a la inicua medida del rey Carlos, y en especial del papa. A toda costa debía restaurarse su reino selvático. Además confesó que la Compañía contaba con los medios suficientes para comprar espías y contratar asesinos que llevasen a cabo esa venganza general. Dijo que, en uno de sus edificios abandonados en Sevilla, sus hermanos habían logrado ocultar un fabuloso tesoro. Cientos de tejas de oro traídas de las Indias y hundidas en el Guadalquivir junto al galeón que las transportaba,
La Veracruz,
y que posteriormente habían sido rescatadas de forma clandestina.

La fuerte naturaleza de Thiulen, o su ansia de desquite, propició que sobreviviese a la enfermedad. De modo que una vez repuesto dio muestras a Sentina de no acordarse de lo que le había revelado en el coy del marinero. Solo llegó a reconocer que había hablado de fundar un nuevo reino de misiones en tierras de la Patagonia. Cuando las naves del destierro recalaron en el puerto de Bonifacio de Córcega, ambos se separaron. Años más tarde, en otra singladura, de nuevo el barco de Sentina ancló en Bonifacio. Se enteró de que algunos jesuitas allí confinados habían huido al interior de la isla y que se habían unido al rebelde Pascuale Paoli, que luchaba contra la dominación genovesa del litoral. Entre ellos destacaba por su crueldad y astucia el padre Thiulen, cuya sola mención entre los genoveses producía espanto. Transcurrió el tiempo, y Sentina se olvidó de ese asunto. Hasta que, estando en Sevilla, hacía pocos meses se había tropezado con Thiulen. Luego comenzaron los asesinatos.

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