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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (50 page)

—¿No se lo conté en El Barril? Mira que no colaborar con la justicia... No tengo perdón de Dios...

Cerró los ojos y se persignó repetidas veces. Twiss señaló un bolsillo de la chupa de Jovellanos y a la barriga del preste Juan. Jovellanos comprendió y, de mala gana, pasó unas monedas a los dedos rollizos y ávidos del cura. Este las besó y se las guardó a través de la botonadura de su sotana.

—Para obras pías... —dijo bizqueando.

En ese momento Twiss advirtió un roto en su sotana; más bien un desgarro a un costado de su enorme panza que dejaba ver un camisón blanco, y que en El Barril no llevaba.

—¿Qué le ha pasado ahí? —le preguntó, antojándosele a Twiss que tajos parecidos a aquellos había visto ya demasiadas veces en Sevilla por obra de puñales y dagas.

—¿Qué...? ¿Esto? —El cura se lo observó al tiempo que se enrojecían todavía más sus carrillos—. Hijo mío, soy tan pobre que la sotana ya no me da más de sí. Bueno..., bien... ¿Qué quería saber, señor alcalde?

—Me gustaría saber los nombres de los caritativos cristianos que han llevado el ataúd.

El preste Juan empezó enumerando a los seis sujetos que habían cargado la caja del sochantre. Mientras lo hacía, dos de los alguaciles se asomaron por un callejón próximo, en actitud interrogativa. Jovellanos les hizo un ademán tranquilizador para que se alejasen.

Puesto que ninguno de los vecinos de Lista había querido participar en el entierro, habían tenido que acudir varios de sus amigos. Uno, el más conocido en la ciudad, era el actor Antonio Barral. Otro era el trabajador de la fundición, del que, por la descripción, Jovellanos supuso que se trataba del mismo que había salido en su defensa en el corral del Agua. Un tercero era un estibador del puerto, del que también se desconocía su nombre. Asimismo, aparecía el pintor Juan Espinal, del que todo el mundo sabía que era amigo de la familia Lista. El quinto era un médico de San Gregorio llamado Jacinto Horcajo, del que nadie hablaba bien. Y al último se le conocía por Sabas, un estudiante de la universidad con fama de pendenciero.

—Si hubieran visto ustedes la cara del párroco de San Isidoro al ver aparecer a semejante cortejo fúnebre... —se explicó el cura, que parecía disfrutar de tales peripecias—. Ha estado a punto de no dejarles pasar a su templo. Pero al final lo ha hecho por no agravar el escándalo. Yo creo que esta tarde ha ocurrido un milagro a la sombra de esa torre...

Señaló la torre de la iglesia y rió.

Jovellanos se quedó pensativo. Cuánto desconocía de aquella ciudad después de tantos años. Tramas, amistades secretas, habladurías e intereses inconfesables de cuya existencia él debería haber sabido para así desempeñar mejor su función. Había creído que con la sola razón bastaba para hacer prevalecer la ley, y ahora se daba cuenta de que la era de las luces necesitaba también del concurso de lo primario y lo oscuro para sobrevivir.

—¿Y qué me dice del violinista? —preguntó Twiss.

El preste Juan le observó de una manera extraña, con sus mofletes rojizos temblorosos, a punto de estallar en risas. Pero no lo hizo, sino que contestó.

—¡Ah...! Ese jorobado era otro del grupo de los que cantaban y tocaban en las tabernas. Era muy amigo del difunto Lista... Pero aun así, si hubiese sido el entierro de un familiar mío, yo no hubiese permitido que lo acompañase. Con esa giba grotesca, ese andar de animal herido y esa música napolitana... A ese sí que no lo ha dejado entrar el párroco en la iglesia. Cuando el cortejo llegó a San Isidoro ya no pude aguantar más y tuve que dejarme caer por aquí para borrar esa imagen de mis ojos con un vaso de vino. Ni el insigne Quevedo hubiese podido describir algo tan repugnante...

No pudo contener las carcajadas por más tiempo y las dejó escapar. Su inmensa panza negra subía y bajaba como una ballena en el mar. Jovellanos y Twiss le acompañaron en la risa. Lo hicieron con sinceridad, teniendo en cuenta que quizá el preste Juan no hubiese reaccionado tan alegremente si hubiese conocido la verdadera identidad del violinista.

—¿Era muy estrecha la amistad entre Lista y ese jorobado? —preguntó Jovellanos, al tiempo que borraba la mueca de sus labios risueños pasándose una manga por la boca.

—Ya lo creo, señor alcalde. Guido me lo contaba todo. Su sueño era fundar una compañía de ópera con Luis Lista. Sin embargo, este no se decidía. El muy rufián de sochantre se lamentaba de que no le hubiesen castrado a tiempo, para así haber conservado una voz digna de las mejores cortes. Pero decía que su suerte iba a cambiar pronto. Y ese era el motivo de las desavenencias entre ambos.

—¿En qué sentido? —insistió Twiss.

—¡Oh...! No vayan a creer que había una amistad de carácter sodomita entre los dos. Guido se quejaba de la relación que mantenía Luis con un sueco, argumentando que le alejaba de su arte con planes y promesas disparatadas. Trataba de convencerle de que la música debía seguir siendo lo principal en su vida. Para compensarle, el jorobado le había prometido casarse con la pequeña de sus hermanas... —las palabras se le atragantaron con las carcajadas—. ¡Bien que las tenía el hermano casadas a todas sin pasar por el altar...!

De nuevo aparecía Thiulen. Y de ese modo el círculo lógico se cerraba sobre el asesinato de Lista, y también sobre el de Guido. Picados por un interés absorbente, Jovellanos y Twiss se pegaron al preste Juan a ambos lados de su redonda humanidad. Este pareció alarmarse.

—¿Un sueco? ¿Le ha visto usted, padre? —inquirió Jovellanos.

—¡Cuándo se habrá visto a un sueco en Sevilla...! —Rió nervioso—. Yo creo que era un apodo particular que usaban para sí esos dos pendejos. Busquen al violinista y no me desmentirá.

Un breve silencio de la pareja inquietó sobremanera al cura.

—¿Y dónde deberíamos buscar al sueco? —preguntó Twiss de inmediato para no alarmarle más.

—Deberían buscar mejor a ese condenado de Sabas...

Twiss señaló el tajo abierto en su sotana.

—¿Por qué? ¿Es el tipo que le ha hecho eso?

—¡Quiten..., quiten...! —El preste Juan se zafó de ambos simplemente haciendo girar su barriga—. Cuatro reales no dan para tantas obras pías... Vayan con Dios...

Dicho eso, regresó al figón del que había salido minutos antes. Al introducirse en el local por su estrecho portillo obligó a retroceder con su barriga a otro cliente que salía.

Parecía evidente que, ya fuese por miedo o por interés, el preste Juan se callaba cosas en las que ni siquiera quería pensar. Pero a pesar de esta pequeña frustración, Jovellanos y Twiss se podían dar por satisfechos aquel día. Habían acumulado un gran torrente de información valiosa. Poco a poco durante la jornada, como si fuesen las rimas de una siniestra poesía, de un macabro vaticinio que abarcaba a todos los demás del piscator, todo comenzaba a casar.

Así se lo comentó Jovellanos a Twiss cuando cubrían los últimos metros antes de alcanzar la parroquia de San Isidoro.

—Era razonable que ocurriese, Gaspar —comentó Twiss con cara de indisimulado contento—. El tesón, la disciplina mental y la deducción empírica tarde o temprano tenían que dar sus frutos.

—Se olvida usted de la suerte.

—La suerte hay que ganársela.

—Sin embargo, todavía nos queda mucho por recorrer. Debemos reordenar nuestros conocimientos, acumular fuerzas morales y materiales y poner todos nuestros recursos a trabajar en objetivos ahora ya más nítidos. Tendremos que deliberar en el Alcázar...

—Eso será tentar a la suerte.

—No se lo discuto.

Rieron, y de ese modo llegaron a la plaza de San Isidoro. Estaba completamente desierta, sembrada por aquí y por allá de zapatos, sombreros o bastones, abandonado todo en el tumulto. El portón del templo se encontraba cerrado, y a unos pasos de él los cuatro alguaciles charlaban y fumaban.

Capítulo 20

A la mañana siguiente, lo primero que hizo Francisco de Bruna al ver a Jovellanos fue preguntarle por lo sucedido en la puerta de San Isidoro. Era poco menos que una exigencia de explicaciones. Durante la tarde anterior habían llegado al Alcázar noticias sobre rumores preocupantes que corrían por el vecindario acerca de que el Alcalde del Crimen había interrumpido con violencia un oficio religioso, nada menos que un funeral, provocando con sus alguaciles gran espanto entre los asistentes. Jovellanos dijo lamentar lo ocurrido, pero arguyó que se había hecho inevitable actuar así por causa de una fuerza mayor, que expondría en cuanto estuviesen reunidos todos los convocados.

—Evidentemente, es una maledicencia que han hecho correr nuestros adversarios —reflexionó en voz alta—. Fíjese qué clase de gente es con la que tenemos que vérnoslas, que no dudan en echar pólvora a la hoguera.

—Qué me va a contar, don Gaspar... Pero por eso mismo tenemos que andarnos con el mayor tiento de que seamos capaces —le advirtió Bruna.

—No sé si ello será posible. Por lo que luego le contaré, mucho me temo que puedan sobrevenir atropellos indeseados e incluso desatinos imprevistos.

Poco a poco, el cuarto de banderas fue acogiendo a todos aquellos que, de una u otra forma, estaban implicados en la investigación. En un grupo llegaron los capitanes Moya y Doncel, el teniente Gutiérrez con el brazo izquierdo en cabestrillo, el sargento Bustamante y los gemelos Rubio. A continuación lo hicieron los cuatro peruanos, discutiendo entre ellos como siempre. Luego Twiss, que acompañaba a Hogg, este con muletas y su pie derecho entablillado. Por último hizo acto de presencia doña Mariana, lo que provocó que todos los caballeros se levantasen de sus asientos, y que los que fumaban apagasen sus cigarros. Por su parte, Fermín, acurrucado en el jardín y a través de la ventana abierta, estaba atento a todo lo que se dijese. La mirada que encontró Jovellanos en el rostro de Mariana fue de alivio por ver que había salido con bien de la cárcel.

Sin dilaciones, Jovellanos pasó a exponer el asunto por el que se habían reunido. Relató los pasos que habían seguido él y Twiss hasta determinar quién era el asesino, los motivos que le impulsaban a actuar así, cuál era su modo de matar, y, probablemente, el significado simbólico que pretendía dar a su horrible proceder. Antes de pasar a decidir sobre las medidas a adoptar, hizo hincapié en qué situación se encontraba el asunto en el momento presente: era un momento de espera en el que Thiulen aguardaba la ocasión propicia para hacerse con el tesoro. Mientras tanto, había que esperar a que siguiesen los asesinatos, puesto que era patente que participaba mucha gente en ese plan. Muchos personajes de los que el jesuita se había valido desde su regreso a Sevilla, y muchos de entre ellos le sobraban. A unos simplemente los degollaba y a otros por su condición religiosa les cortaba la cabeza. Ahora ellos, que sabían quién era y lo que se proponía, debían adelantarse a sus propósitos.

Sin poder contener su agitación, Rafael Artola se levantó y esgrimió un puño.

—¡Debe declarar el estado de guerra en la ciudad, señor Bruna! —exclamó—. Debemos movilizar a toda la guarnición, tomar las calles como solo el ejército puede hacerlo y registrar casa por casa. ¡Es la única manera de capturar prontamente a ese jesuita!

—Sí..., y desnudar a todos los hombres mayores de cuarenta años, según la suposición del señor alcalde —comentó José de Herradura con ironía, echando un brazo por detrás del respaldo de su silla—. Y buscar aquel que tenga esas escarificaciones en su piel. Y, siempre que nos equivoquemos al no encontrar nada, pedir perdón...

Bruna acostumbraba a permanecer de pie en las reuniones. Previendo que degenerase esa nueva discusión entre Artola y Herradura, se separó de una de las ventanas y se colocó en medio de las sillas de ambos.

—Les ruego tranquilidad, caballeros. Especialmente a usted, señor Artola, le pido que sea juicioso. Solo nos faltaría actuar según piensa para sublevar de una vez por todas a la gente contra nosotros.

Al decir eso, Bruna miró significativamente a Jovellanos. Este asintió, dando a entender que se hacía cargo del mensaje. Artola se sentó refunfuñando. Mariana hizo oír su voz.

—Caballeros, precisamente ayer por la tarde estuve hablando con Su Eminencia sobre los desafueros que parecen recorrer las calles. Cada día que pasa la posición del cardenal se hace más insoportable. Sufre presiones por todos lados del arzobispado para que tome cartas en el asunto, para que mande un mensaje urgente a la Corte dando cuenta de la incapacidad del asistente y sus ayudantes en hacer soportable la vida de Sevilla. No sé cuántos días más podrá aguantar ese venerable anciano, pero les aseguro que...

En ese momento la puerta principal del cuarto se abrió con brusquedad y entró un Morico apresurado. Uno de los guardias volvió a cerrarla por fuera. Morico pidió disculpas entre jadeos por llegar tarde, ya que sus obligaciones médicas le habían entretenido en el hospital. Hogg negó a Twiss, queriendo decir con ello que Morico exageraba en su celo profesional. Twiss sonrió, no necesitaba de la intuición de Hogg para adivinar de dónde procedía. Por el hollín que manchaba su cara y sus manos, se veía que en su laboratorio se había ocupado de otros menesteres menos sanitarios.

Con fastidio por su parte, Jovellanos hubo de poner a Morico al tanto sobre lo tratado hasta entonces.

—¿Thiulen? —exclamó Morico levantándose de un salto del asiento nada más oír ese nombre de labios de Jovellanos—. ¿El
interfector
es Lorenzo Ignacio Thiulen...?

Para asombro de todos los presentes, el médico puso los ojos en blanco y cayó sin sentido, de tal suerte que se quedó sentado y despatarrado en su silla. De inmediato varios se arremolinaron a su alrededor. Trataron de reanimarle en vano. Gutiérrez incluso le abofeteó con su mano buena. Desesperada por la necedad de los hombres, Mariana se hizo con el maletín de Morico, extrajo un frasco con sales y, colándose entre tanto inútil, se lo pasó por debajo de la nariz.

Una vez recobrado el sentido, y con una copa de jerez en las manos, Morico explicó la razón de su desvanecimiento. Habló observado atentamente por los demás, que habían formado un corro en torno a él.

Resultaba que conocía a Thiulen; es más, que en un tiempo se había considerado amigo de él. No había muchos médicos en Sevilla, de modo que todos se relacionaban entre sí más o menos. Con Thiulen había establecido amistad en 1762, durante una estancia de ambos en Cádiz para asistir a las clases de cirugía que impartía el reputado cirujano Pedro Virgili en la Academia de la Armada. Thiulen había encontrado cierta resistencia por parte de sus superiores para que concurriese a dichas clases, pues consideraban que el oficio de cirujano no tenía nada que ver con la medicina, sino más bien con la práctica del carnicero. Pero él era un hombre obstinado, que alcanzaba cuanto se proponía.

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