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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (52 page)

Jovellanos y Twiss se encargaron de investigar a los otros. Visitaron al pintor Juan Espinal en su estudio de la calle de los Dados. Como había esperado Jovellanos, de las palabras del pintor no se desprendía nada que hiciese recaer sospechas sobre su persona. Simplemente había llevado la caja por fidelidad a la familia Lista.

—La madre de esas desdichadas fue mi ama de cría, señor alcalde —se explicó Espinal—, Estaba obligado a prestarles mi apoyo.

Al trabajador de la fundición tampoco le había animado algo más que la mera amistad hacia el difunto. Entre los humos del bronce líquido contestó a una pregunta de Twiss.

—Sí, señor. Por supuesto que el violinista Guido era el violinista Guido. ¿Quién otro iba a tocar de esa manera?

—Y su cara, ¿era la misma?

El trabajador dudó, algo aturdido.

—Sería... En realidad nadie se la ha visto entera con esas greñas que luce... —Rió.

Del estibador del puerto no pudieron averiguar siquiera el nombre. Parecía que cada porteador de la caja había ido a su avío, sin interesarle mucho quién le acompañaba dadas las circunstancias extraordinarias de aquel entierro. Preguntaron por él en los muelles y, por su descripción, unos pescadores les indicaron que posiblemente vivía en el barrio de Triana. Pero el otro lado del río estaba vedado para ellos desde los incidentes del castillo de San Jorge.

Un caso muy distinto era el del médico Jacinto Horcajo. Ya que por el momento no convenía que ellos le abordasen directamente, se limitaron a seguir sus pasos un par de veces y a preguntar por él en el vecindario y a gentes que tenían alguna relación con el hospital de San Gregorio, como monjas o empleados. Tenía fama de ser un individuo detestable, amargado por alguna causa, de quien los enfermos huían. Últimamente se mostraba más suspicaz que nunca, desatendiendo además sus obligaciones con inexplicables ausencias.

—¿No le parece un candidato excelente para hacer cualquier cosa con tal de que cambie su fortuna, Gaspar? —preguntó Twiss, estando ambos en los establos que servían de puesto de vigilancia a Artola y los suyos, observando la fachada del hospital.

—Me lo parece, Richard. Esperemos que Morico cambie pronto de opinión.

Por de pronto habrían de seguir solos las pesquisas.

Aquella mañana, pues, debían inquirir en la universidad acerca del bullanguero estudiante llamado Sabas. Sin embargo, cuando Twiss vio salir a Jovellanos de su casa acompañando a Mariana hacia la calesa, enseguida notó por su expresión que los planes habían cambiado.

Una vez acomodada Mariana en el interior del coche frente a sus damas, Jovellanos besó su mano con verdadero arrobo, mientras que los demás los contemplaban en silencio y subyugados. A continuación cerró la portezuela e hizo una señal a Guillén. El cochero azuzó a los caballos y la calesa se alejó. Jovellanos se quedó fijo en ella hasta que hubo desaparecido al doblar la esquina de la calle. Twiss sintió a su lado una punzada en el estómago. Sintió que esa felicidad que disfrutaban, y que abrumaba a todos a su alrededor, acaso los hados caprichosos y crueles del destino se la habían hurtado a él con Juana, a la que jamás volvería a ver.

Poco más tarde, la pareja de caballeros iba de camino de nuevo hacia la calle de las Armas, a su esquina con la de San Vicente. Era la dirección que había proporcionado Mariana.

La casa que allí poseían las hermanas Lista era muy pequeña. Más bien era un cuartucho a modo de dormitorio con un estrecho rincón adjunto donde hacer la comida. Estaba al final de una larga escalera, tan estrecha como dos zapatos enfilados. Sobresalía encaramada en lo alto de un amasijo de casas que, como racimos de puertas, ventanas y escaleras, iban a dar a un oscuro patio, tan reducido que no merecía el honor de llamarse corral. Se encontraron la puerta abierta y rota. Enfrente de la misma, bajo un ventanillo, se extendía un jergón de aspillera y paja. Las paredes estaban sucias a más no poder, y el suelo rebosaba de inmundicias y cucarachas. Solo una vela caída y apagada daba algo de lustre al lugar.

La pareja se miró. Eso había sido la madriguera de alguien. Se pusieron a observar el lugar. Jovellanos se asomó por el ventanillo, apenas más ancho que los hombros de una persona. Desde él se dominaba toda la calle de las Armas, especialmente el hospital de San Gregorio de los Ingleses. También la herrería y los establos de enfrente. Así se lo hizo notar a Twiss mientras este hurgaba por entre la basura de leños quemados o de restos de comida.

—Mucho me temo que Thiulen haya advertido la presencia de Artola allá abajo, en los establos, incluso la nuestra cuando estuvimos con él anteayer por la tarde —comentó Jovellanos—. Quizá no sea tan listo y confiaba en que no daríamos con este escondrijo. No obstante, ha tenido la suerte de sospechar algo inusual en la calle. Desde luego que esta es una excelente atalaya para estar bien alerta. Y en caso de peligro solo hay que saltar desde esta ventana a ese mar de tejados para poder escapar...

—Sus deducciones me asombran cada vez más, Jovellanos —dijo Twiss por detrás—. Se arriesga a suponer sin ninguna prueba material que aquí ha estado escondido Thiulen. Yo, en cambio, tengo evidencias tangibles de que, en efecto, Thiulen ha estado aquí, y que ha escapado por esa ventana, pero que no ha huido por culpa de nuestros hombres.

Jovellanos se giró todo intrigado. Twiss sostenía entre sus manos un pequeño libro, que hojeaba. Leyó señalando con un dedo el título de la primera página.

—De rege et de regis institutione.
Lo he encontrado debajo del jergón. ¿No es este un libro prohibido en los países católicos?

Jovellanos le arrancó el libro de las manos para cerciorarse por sí mismo de tal hallazgo. En efecto, era el libro prohibido del padre Mariana, que había sido quemado públicamente en París hacía un siglo y medio a raíz del asesinato del rey Enrique IV. Formaba parte de la plétora de obras escritas que abogaban por la licitud del tiranicidio, y que había sido una de las excusas de las que se había valido Carlos III para la expulsión de la Compañía.

A continuación Jovellanos sonrió a Twiss con una mirada incisiva y maliciosa.

—Usted también se arriesga a menudo en sus hipótesis. Este libro solo prueba que se olvidó de él a la hora de abandonar esta cueva, y en absoluto que se haya escabullido por esa ventana en lugar de por la escalera que acabamos de subir.

—¿Y la sangre? ¿Qué cree que significa esa sangre?

Twiss la señaló. Jovellanos se agachó para observarla mejor, asombrado. Dos pequeños charcos de sangre pisoteados y decenas de goterones rojos se extendían en el paso de la estrecha puerta, manchando las inmundicias y la leña quemada que antes le habían impedido distinguirla. Tocó un charco. La sangre todavía estaba pastosa debajo de una fina costra. No debía de hacer mucho que había sido derramada.

Acto seguido, cada uno aportando su parecer, sacaron las conclusiones lógicas pertinentes de aquel singular escenario. Thiulen no había descubierto a Artola y sus hombres, que, por otro lado, ignoraban su presencia en aquel lugar, sino que había sido sorprendido. No obstante, había tenido la habilidad de defenderse de su ignoto o ignotos atacantes, que en cierto modo estaban en desventaja al subir por aquella escalera para cabras. Herido el primer agresor, quizá con su daga de degollar, recogería rápidamente sus cosas y, en efecto, huiría por el ventanillo y sobre los tejados de las casas.

—¿Se da cuenta de lo que significa esto, Twiss? Alguien más que nosotros también va detrás de Lorenzo Ignacio Thiulen siguiendo un buen rastro. Por nuestro bien será mejor que no deduzcamos quién lo hace hasta que poseamos más datos.

—También significa que, ciertamente, ese hombre no es tan poderoso e inteligente como creíamos al principio.

—Pase lo que esté pasando con él, ello no nos beneficia —sentenció Jovellanos con un semblante adusto.

Bajaron a la herrería e indagaron. Los hombres del Alcázar confirmaron que la noche pasada había sucedido un altercado en la vecindad. Oyeron dos disparos y gritos, y gran movimiento de escándalo entre los vecinos. Artola salió con sus hombres a la calle a averiguar qué pasaba. Alarmados por la posibilidad de que quienes temían anduviesen por San Gregorio, acudieron allí empuñando sus sables. Pero nada anormal ocurría en el hospital, de modo que supusieron que todo había sido uno de los muchos incidentes de la noche sevillana.

Uno de los aprendices del herrero, que vivía en una de las casas del patio, confirmó las palabras de Artola. Por lo menos media docena de individuos habían asaltado aquella casucha de las alturas que todos creían abandonada. Después los vecinos observaron con espanto desde sus ventanas cómo retiraban a un herido mientras blasfemaban por su mala suerte.

Al calor de la fragua, Twiss pidió al muchacho que recordase algún detalle o algunas palabras que le hubiesen llamado la atención de aquellos sujetos.

—No eran precisamente unos currutacos, señor. Uno en especial creo que era el mismo demonio. No he podido dormir el resto de la noche pensando en él.

Se santiguó y describió a ese tipo. Hecho eso, Twiss soltó una maldición en inglés tan fuerte que hasta los caballos que se herraban cerca relincharon del susto. El sujeto no podía ser otro que Silva, el marido de Juana de Iradier y que estaba al servicio del inquisidor Gregorio Ruiz.

Jovellanos cogió de un brazo a Twiss y lo retiró de los oídos de los demás presentes llevándoselo al fondo de la herrería.

—¿No habrá bebido esta mañana, señor Twiss? Esa sería la peor noticia que podíamos esperar hoy...

Twiss se deshizo con algo de rabia de la presa que le atenazaba.

—¡Dejémonos de engañarnos por más tiempo, señor Jovellanos! Admitamos que Ruiz y Caetano Nunes han unido sus fuerzas. Ese falsificador falsario se dio cuenta de nuestra reacción cuando Sentina mencionó el teatro El Coliseo. A partir de ahí ha seguido el mismo proceso deductivo que nosotros. Antonio Barral le ha llevado a Luis Lista, y este a ese cobertizo de ahí enfrente.

—Pero Ruiz puede haber seguido su propio camino de pesquisas... —arguyó Jovellanos sin mucho convencimiento.

—Si así fuese, sería mucha casualidad que se hubiese adelantado a nosotros tan solo por unas horas. Y a estas alturas ya no creo en las casualidades. —Twiss se calló por un momento para observar cómo la oscuridad incipiente, que minutos antes había aparecido en el rostro de Jovellanos, se iba apoderando de él por completo—. Lo siento, Gaspar. Ese canalla de Caetano bien nos ha engañado. Supongo que habrá pactado también con Gregorio Ruiz las mismas condiciones que le hizo firmar a usted. Estará más seguro del éxito del Santo Oficio que del nuestro. En fin... Es una dificultad más que debemos tener en cuenta. A partir de ahora la cuestión que nos debe ocupar es averiguar en qué otra parte se oculta Thiulen.

Jovellanos se acercó apesadumbrado a donde se amontonaban hierros retorcidos y carbón. No supo por qué, pero aquella visión le recordó su tierra natal. Rompió su silencio con una voz quebrada.

—No, Richard... La cuestión es
¿quién
está escondiendo en este momento a Thiulen?

Dedicaron las horas siguientes a inspeccionar las otras dos casas propiedad de las hermanas Lista, por si Thiulen había ido de una a otra. Era bastante improbable que ello ocurriera, ya que en ese momento debía saber de sobra que quienes le buscaban, unos y otros, seguían el rastro del sochantre muerto. Pero había que intentarlo. No encontraron nada; esa ocurrencia descabellada no había pasado por su mente retorcida.

El resto de la tarde la pasaron en el hospital de la Caridad, cerciorándose de que Morico estaba dispuesto a colaborar. Confirmado ese supuesto, se dedicaron a aleccionar al médico sobre lo que debía decir y no decir a su colega Jacinto Horcajo. Aunque aquellos macabros sucesos excitaban la curiosidad intelectual de Morico, a la hora de tener que vérselas con sus posibles protagonistas se había revelado como una persona muy medrosa. De modo que exigió y consiguió que Jovellanos y Twiss le acompañasen a ver a Horcajo, con probabilidad un peligroso compinche del
interfector.

Por supuesto que la pareja se mantuvo al margen de la entrevista. Jovellanos y Twiss aguardaron en un callejón frente a la casa de Horcajo, muy temprano, cuando había cierta seguridad de encontrar al médico díscolo en algún lugar. Un perro tan grande como un ternero recibió a Morico en la puerta de la casa, dándole un susto de muerte. A continuación Horcajo hizo pasar al hombrecillo y cerró la puerta. Puesto que él y Morico se conocían de antiguo, la pareja esperaba que tan inesperada visita no levantase más suspicacias de las razonables en un hombre educado.

Al cabo de poco más de quince minutos, vieron salir del domicilio de Horcajo a un muy nervioso y lívido Morico. La primera impresión que les suscitó fue que las incontinentes emociones de aquel hombre le habían traicionado. Sin embargo, a pesar de su temblor y del sudor que bajaba por sus sienes, Morico parecía estar satisfecho de lo que había sucedido en el interior de aquella casa. Se acercó a ellos y, los tres juntos ya, se alejaron de la vecindad. Pasaron por delante de los dos soldados que vigilaban de día a Horcajo, sin saludarles.

Domingo Morico se explicó. Había seguido al pie de la letra las instrucciones que le habían impartido: presentarse en casa de Horcajo y ofrecerle un puesto de médico en el hospital de la Caridad, un puesto importante y tan remunerado que no podría rechazar sin confirmar sospechas.

—Llevaba razón el señor Twiss —comentó Morico—. Ha rechazado un puesto mejor pagado que una cátedra en Salamanca. Lo que significa que espera que su porvenir sea más venturoso todavía por medio de lo que nos tememos.

—Bien... Pero no podemos estar seguros al ciento por ciento por tan solo eso —comentó Jovellanos en medio del trío—. A cualquiera pondría en guardia una oferta tal. Tanto más si proviene de alguien como usted, Morico, perdóneme, alguien bastante
raro.
Horcajo no debe ignorar que trabaja para la Audiencia, a mi lado. ¿Ha comentado algo al respecto?

Morico se adelantó a sus acompañantes con pasos cortos y veloces, y fue explicándoles así, de soslayo y por delante, con una expresión granujienta.

—Por supuesto... Pero no por su propia iniciativa, cosa que le hubiese salvado ya que era lo más natural, sino que yo he tenido que sacar a colación el tema. Me he hecho el despistado, el
raro
como usted dice. Siguiendo las instrucciones del señor Twiss, he dejado caer que el Alcalde del Crimen sospecha de un depravado sexual como autor de los asesinatos, posición que he apoyado con una alambicada tesis doctoral referente a que un monstruo de esa catadura solo puede pertenecer a la alta nobleza. —Morico rió igual que un niño—. ¡Y ese iluso me ha dado la razón...! Y además, como había previsto Twiss, a continuación me ha dejado entreabierta la posibilidad de aceptar el puesto si circunstancias innominadas se lo permiten. ¡Como si de esa forma me estuviese dando las gracias por despejarle el temor a que el verdadero sentido de los asesinatos estuviese siendo investigado!

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