Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Después, como todo el mundo en Sevilla, descubrí los vaticinios del piscator, señor alcalde. Y me eché a temblar —terminó de explicarse Sentina—. A partir de entonces hice todo lo posible por abandonar esta maldita ciudad. Pero tuve problemas en el puerto y vine a parar a esta condenada cárcel. Por fortuna, el señor Caetano Nunes ha sido tan bondadoso que me ha protegido dentro de estos muros. Aunque le ruego, señor alcalde, que sea magnánimo conmigo y me libere. Mi delito no es grave, ya que debía comer. Le juro que abordaré el primer navío que vea y me iré al mar más apartado que haya.
Apuró el vaso y se sirvió otro, como si su estómago fuese un horno de cocer ladrillos.
—¿Por qué no acudió directamente a mí? —le preguntó Jovellanos.
—¿Qué me iba usted a dar en pago? Colaborar con la ley es gratis. En cambio, el señor Caetano me proporciona seguridad y garantías.
Dicho eso por parte de Sentina, el portugués se echó a reír desde su cama. Su esbirro Sotillo le imitó, así como Twiss. Jovellanos, en cambio, meditó. Por unos breves segundos cotejó la historia que acababa de oír con lo que él conocía sobre tan escabroso tema.
La expulsión de los jesuitas había sido propiciada por los ilustrados del reino. La Compañía de Jesús se había convertido en una orden incómoda para todo el mundo. Después del motín de Esquilache su situación aparecía insostenible como principal sospechosa de su instigación. La gota que colmaría el vaso sería el bulo atribuido a los jesuitas en el que se aseguraba que el rey Carlos en realidad era un bastardo, hijo de su madre Isabel de Farnesio y del cardenal Alberoni. Acuciado por sus ministros, por fin el ofendido monarca firmó la orden de expulsión, declarando como última justificación de su regia voluntad que lo hacía «por razones que me reservo en mi real pecho...». Todos los obispos del reino fueron consultados posteriormente, y muy pocos fueron los que pusieron algún reparo.
Aunque lo más terrible para esa multitud de desdichados estaba por llegar. Echados de sus conventos y de sus colegios con lo puesto y un breviario, tras calamitosas marchas, fueron concentrados en los puertos de Levante para ser trasladados a los Estados Pontificios. Sin embargo, el papa Clemente XIII no los dejaría desembarcar, teniendo que hacerlo después de muchas y amargas vicisitudes en las islas mayores del Mediterráneo. Luego llegó la ominosa disolución de la Compañía por el nuevo papa Clemente XIV, en su bula
Dominus et redentor noster.
Por consiguiente, viendo tanta humillación y oprobio caer sobre ellos, no era de extrañar que hubiese al menos uno, Thiulen, que se reservase en su oscuro y negro pecho la obsesión de un desquite.
Bien sabía Jovellanos por sus largos años de juez en Sevilla todo lo protervo que podía llegar a crecer en el alma humana; también todo lo sensible que podía desvanecerse de ella. Al fin y al cabo, Thiulen era un hombre tan arrastrado por las pasiones como todo hijo de madre. Por último, le vino a la memoria el vaticinio de
El Único Piscator
que sin duda hacía referencia a esa situación extrema.
El Papa en su Roma
escondido tras soez curia,
piedra que todo lo toma
al fin de toda centuria,
en llegando a tu suprema tiara
Némesis descubrirá su máscara.
Jovellanos hizo un gesto a Twiss, borrando la sonrisa que todavía perduraba en sus labios. Se levantaron, pidieron disculpas por unos momentos y salieron de la covacha. Caetano se arrellanó entre el almohadón y el colchón, todo satisfecho.
Ya fuera, la pareja se aproximó a una de las columnas. Se pusieron a hablar con voz muy baja, pegados uno al otro de tal forma que miraban sobre el hombro del compañero. Por un lado, cientos de ojos y oídos de los presos estaban atentos a lo que pudieran hacer o decir; por el otro, apenas dos pasos los separaban de la covacha y de su astuto morador. Era una medida prudente tomada por instinto.
—¿Qué opina de esto, señor Twiss?
—Todo parece encajar con lo que hasta ahora sabemos del
interfector.
—Me sorprende su seguridad. Pensaba que le pondría alguna pega, que le descubriría alguna inconsistencia...
—¿Por qué? Como dice Caetano, «los hechos son tozudos». Creíamos que el
interfector
ha podido vivir en las Indias. Sabemos que Thiulen lo ha hecho. Nos constaba que aquel era un tipo hábil y despiadado, el jesuita parece serlo también. Sospechábamos que el asesino siente un aprecio especial por las mujeres. Thiulen perdió a dos muchachas muy queridas, que quizá dejaron en su corazón un mandato de ternura hacia el otro sexo. Encontramos subyacente el odio hacia la Iglesia, el conocimiento de Sevilla...
—Se olvida de Mercurio Cantarini, el enigmático amigo de Mateo Berrocal y Andrés Palomino —le interrumpió Jovellanos—. Claro, usted no tiene por qué saberlo. Y yo lo he advertido hace poco. Gaspar Cantarini fue un legado papal que apoyó a san Ignacio de Loyola en los primeros tiempos de la Compañía. Sí, señor Twiss, parte del seudónimo que usaba el
interfector
en Los Isidros hacía referencia a los jesuitas. No puede ser una causalidad...
Twiss giró la cabeza levemente y observó de reojo a su interlocutor.
—¿Gaspar? Como usted... Eso sí que es una casualidad...
Jovellanos tartamudeó, aunque antes de reanudar su habla.
—¿Por qué no? Debe de ser una casualidad. De lo contrario... ¡Que la tierra me trague! El asesino habría previsto este punto de la investigación a fin de que, ahora y aquí, esa
casualidad
me dejase abrumado...
—Sí, tiene que serlo... —asintió Twiss para zanjar la cuestión—. Pasemos ahora al oro... ¿A qué espera Thiulen para rescatar ese oro? Porque me da la sensación de que todavía sigue escondido, de lo contrario, si fuese mínimamente sensato, no se habría
entretenido
anteanoche en matar a Lista.
Jovellanos se inquietó. Delante de sus ojos la cortina de terciopelo verde se movió, como si alguien presionase por el otro lado. Sin duda que el tullido Sotillo tenía apoyada su oreja en ella tratando de escuchar lo que no debía. Antes de replicar se protegió la boca con una mano.
—¿Por qué habría de haber una relación tan directa entre el oro y los asesinatos? Esos dos impulsos forman parte de un único plan: riqueza para la venganza, muertes para la venganza. Pero no tienen por qué interferirse uno en otro. Y menos con la desaparición de unos simples miembros del bajo clero. Además, ¿quién nos asegura que no ha conseguido ya el oro?
—¡Ah, señor Jovellanos! Sea más perspicaz en cuestión de dineros. Aunque el asesino tuviese en su poder un barco lleno de oro, ¿qué podría hacer con él en Sevilla de acuerdo a ese plan tan ambicioso que ha pergeñado? Nada. Necesitaría sacarlo de aquí para darle valor real. Y si ese plan es tan ambicioso, poseyendo ya el oro, ¿qué necesidad tendría de permanecer por más tiempo en una ciudad oscura y en decadencia como Sevilla? Ninguna. Yo que él me hubiese ido ya. Por otro lado, si Thiulen hubiese hecho circular una parte de ese oro, por pequeña que fuese, ¿no cree que el señor Caetano hubiese dado ya con él?
—Lleva razón. Quizá espera su oportunidad...
Se interrumpió. En ese momento Jovellanos, como deslumbrado por una idea, se despegó un poco de Twiss y echó las manos a sus brazos. Le agitó algo.
—¡Un barco lleno de oro! —Al punto se dio cuenta de que había levantado demasiado la voz, atrayendo sobre ellos de nuevo la atención de los presos y la agitación siniestra del cortinaje—. Su amigo, ese tal Berardi, el masón, ¿no se dedica a recuperar las cargas de los naufragios del Guadalquivir?
—No es mi amigo.
—Pues debería serlo. Porque quizá él nos podría ilustrar mucho sobre este asunto. Tal vez sepa del
interfector
más de lo que le contó en el cortijo... —Una sombra de pesar pasó por el rostro de Twiss porque las palabras de Jovellanos no dejaban de tener su fundamento—. Richard, un hombre solo, por muy formidable que sea, no rescata ni mueve un tesoro así como así. Necesita gente que le ayude. Acaso mucha gente. ¿Y quién nos dice que de entre esa gente no ha habido algunos incómodos, que se han puesto nerviosos o impacientes, o que simplemente sobraban, y que no han sido eliminados? ¿Y quién nos puede negar que tal vez los vaticinios, e incluso las decapitaciones, formen una ingeniosa charada para despistar a la ley, y que en realidad encubren una manera de quitar estorbos y socios? Señor Twiss, Berardi puede ser un socio de Thiulen. Tenga en cuenta sus ideas, digamos que
heterodoxas.
Twiss pensó que toda aquella argumentación de Jovellanos rezumaba sensatez y verosimilitud. En cierto modo él ya había llegado a términos parecidos respecto a Berardi por otros derroteros. Varias líneas de investigación confluían sobre el ingeniero como para que no tuviese nada que ver con todo aquello. Sin embargo, a él, Twiss, no le interesaba que Jovellanos indagase directamente por ahí, porque cabía la posibilidad de que lo suyo quedase al descubierto. Así pues, trató de quitar importancia a ese aspecto.
—Me resulta difícil creer... La masonería jamás se implicaría...
Jovellanos se despegó de Twiss y le advirtió con un dedo.
—La masonería está compuesta de hombres, y los hombres a veces buscan caminos tortuosos...
Inopinadamente, Jovellanos regresó a la covacha seguido de Twiss. El cojo, que estaba pegado al cortinaje, de la sorpresa cayó al suelo. La pareja volvió a tomar asiento.
—¡Ah, ya están de vuelta los caballeros! —exclamó Caetano—. Supongo que han debido de aquilatar el valor de la información que les he proporcionado. Veo satisfacción en sus ojos. Me complace. Caetano Nunes jamás proporciona oricalco en los negocios serios.
Estas palabras provocaron que surgiese la misma idea en Jovellanos y Twiss sin necesidad siquiera de hablarse. Bastó con que se cruzasen unas miradas; a tal punto había llegado su compenetración a esa altura de la investigación. Ya que iban a interrogar de nuevo a Sentina planteándole detalles muy concretos, debían procurar no delatarse a sí mismos con sus reacciones. Cualquier indicio podría servir a la aguda observación de Caetano para regalarle pistas que desconocía, y que convenía que siguiese desconociendo. Porque sin duda que las aprovecharía para quedarse con los tres tercios del botín.
—A ver, Sentina... —llamó Jovellanos la atención del marino, que, con el vaso de nuevo seco, se mantenía de pie como un bauprés agitado por una galerna—. ¿Qué aspecto físico tiene en la actualidad Thiulen?
Sentina le miró con ojos vidriosos.
—Como siempre, señor alcalde... Es un tipo normal, ni gordo ni flaco, pero sí fuerte.
—¿Es rubio? —Sentina negó con la cabeza igual que una vela desarbolada—. ¿No ha dicho que su padre era sueco?
—Sería un sueco del sur... Thiulen es tan moreno como usted y yo. Tiene que haber salido a su madre.
—¿Qué edad le echaría?
—A ver... Cuando yo le conocí tenía... Ya es mayor. Debe de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años... Pero conserva su casco como recién salido del astillero.
Twiss carraspeó para llamar su atención, y Sentina viró hacia él igual que si un golpe de una ola de absenta le hubiese obligado.
—¿En qué lugar le reconoció después de todos esos años?
Sentina parpadeó repetidas veces hasta que pudo recordar.
—Creo que en El Coliseo... ¿Verdad, señor Caetano? —El portugués asintió con la expresión de un querubín—. Había mucha gente para ver una comedia llamada
Los siete Infantes de Lara.
No me acordaría de su título si no fuese porque le vi a él allí. Ojalá que Thiulen no se haya fijado en mí, porque entonces mi pellejo no valdría ni un maravedí de a ocho...
Esa revelación actuó como un brutal mazazo en Jovellanos y Twiss. Sin embargo —pensaron simultáneamente—, bajo ningún concepto debían mirarse, aunque una fuerza terrible les impelía a ello. Por otro lado, ya habían pasado tres segundos y permanecían inmóviles, el tiempo suficiente para que Caetano empezase a sacar conclusiones. Había que actuar con naturalidad, había que decir algo, había que volver a preguntar lo que fuese con tal de que Caetano, que ya comenzaba a removerse inquieto en su lecho al cabo de los cinco segundos de silencio, no relacionase significativamente el teatro
El Coliseo, sus moradores, su singular jefe Barral, con Lorenzo Ignacio Thiulen. Hasta el mismo Sotillo, nervioso, dándose cuenta de que algo raro ocurría, no cesaba de llevar su mirada desde su jefe a la pareja de visitantes.
—Curioso individuo... —comentó Twiss transcurridos los siete segundos—. Parece que tiene querencias literarias. ¿No había dicho que escribía?
—Sí... En el barco me contó que había escrito una novela titulada... titulada... Es un título estúpido, y por eso me acordaré... —Sentina hizo memoria acudiendo de nuevo a la botella—. Se llamaba
La guerra de los animales contra los hombres...
¡Bah! También escribía poesías y otras futesas...
—¡Vaya, tenemos un poeta a quien le gusta el oro, cosa rara...! —exclamó Caetano con gran sorna.
Jovellanos y Twiss exhalaron el aire de sus pulmones imperceptiblemente. Si Caetano había advertido la importancia de ese detalle, lo disimulaba muy bien. El peligro parecía conjurado. No obstante, Jovellanos quiso perseverar en el despiste que había iniciado Twiss y formuló otra pregunta.
—¿Thiulen posee alguna marca con la que se le pueda identificar, viruelas, una cicatriz, un lunar...?
—Tiene tatuajes... —contestó Sentina señalándose el suyo del cuello—. Pero no como este, sino otros que parecen piel con costras. Por los brazos, por las piernas y el pecho. Yo me asusté cuando se los descubrí a Thiulen bañado en el sudor de las fiebres... Ese loco me dijo que se los habían hecho los indios, y que se llamaban esca..., esca...
—Escarificaciones... —apuntó Caetano.
Jovellanos y Twiss exageraron sus expresiones de asombro. Ese dato concordaba con el que les habían proporcionado las muchachas de Los Isidros. Parecía despejar cualquier duda sobre la identidad del
interfector.
Pero ahora no les importaba que Caetano se apercibiese de esa reacción, puesto que serviría para desviarle de la pista verdaderamente importante. El asesino no iba por ahí mostrando a cualquiera esas escarificaciones, de modo que seguir su rastro por ese camino sería como perder el tiempo. Y bien lo sabría Caetano, que con seguridad ya lo habría intentado.