Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Caetano Nunes era tan astuto como cruel, y para vencerle había que ser más sagaz que él. En consecuencia, Jovellanos pensó que habría que hacer algo para sacar a Sentina de la Cárcel Real, e incluso de Sevilla. Ahora, a ojos de ese gordo portugués tan falso como un ducado de cobre, el marino había perdido todo su valor. En verdad que no se podría apostar por su vida ni un real. Y ello no rompía el pacto del documento que acababa de firmar, y que le obligaba por su honor, pues de ese detalle de estricta humanidad no se hablaba en absoluto.
De regreso a la Audiencia, Jovellanos y Twiss se encontraron a Fermín en el patio jugando con dos de los hijos de Fernández. Como era costumbre en muchos de los empleados públicos, Fernández vivía donde trabajaba. Él lo hacía en unas habitaciones de la parte trasera del edificio, insuficientes a todas luces para albergar a su numerosa prole. Esta circunstancia la aprovechaba a menudo la mujer del secretario, Rosario, para acercar algo de comida a Jovellanos cuando este se quedaba en su despacho trabajando a horas intempestivas. Rosario decía que de la misma olla de donde comían siete lo podían hacer ocho. Aunque a veces eran nueve, porque a Fermín se le trataba como si fuera de la familia. Y últimamente diez, ya que también había un plato para Twiss, a pesar de que el inglés comiese poco. Doña Rosario era sobrina de doña Amelia y no perdía ocasión de agradecer al jefe de su marido que hubiese acogido en su casa a su tía, viuda y sin hijos en Sevilla. Por su parte, Jovellanos aseguraba siempre que él era quien debía estar agradecido por los cuidados que le dispensaba la señora. Ponía orden y regularidad, y buenas dosis de afecto, en una casa y en una vida que por sus ocupaciones él descuidaría.
Cuando Jovellanos vio a Fermín con los otros muchachos tuvo una sensación agridulce. Se congratuló de que desde que sufriera la terrible experiencia con el
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en las ruinas de San Ildefonso procurara estar más cerca de él, y que así no anduviese perdido por esas calles en compañía de pihuelos. Pero también le amargó su ociosidad. Por enésima vez en aquellos días, Jovellanos se dijo que en cuanto saliesen de aquella pesadilla con la suficiente tranquilidad de ánimo debía encauzar su porvenir. Hizo una señal a Fermín para que se le acercase. Le preguntó si había comido, y contestó que sí, y además sacó un trozo de pan mordisqueado que guardaba como siempre bajo la camisa, junto a las piedras de su honda. A continuación le preguntó si conocía al cómico Antonio Barral, el del teatro El Coliseo.
—Pues claro, amo... —dudó antes de proseguir—. Hace mucho me subía con mis otros amigos, que ya no lo son, al tejado de El Coliseo. Y desde allí veíamos actuar a su compañía. Barral nos gustaba más que ninguno. Pero de eso hace ya mucho tiempo, amo...
Jovellanos y Twiss sonrieron, imaginándose qué entendería Fermín por «mucho tiempo». Acto seguido le explicaron que debía ir a la calle de San Eloy y vigilar la puerta del teatro, procurando no llamar la atención de sus guardianes, a fin de que siguiera los pasos de Barral por si se le ocurría pasear.
—Síguele y acuérdate de adonde va y con quién se ve, pero con precaución, Fermín —le advirtió su amo—. No te metas donde no puedas salir. Y en cuanto caiga la tarde regresa a casa.
—Sí, amo.
Dicho eso, Fermín dio un bote de alegría y salió corriendo con gran viveza en dirección a la plaza de San Francisco para cruzarla como una centella. Por supuesto que la vigilancia que pudiese llevar a cabo Fermín sobre Antonio Barral era momentánea. Jovellanos había pensado en los hermanos Rubio como los más apropiados para seguir los pasos de ese escurridizo actor. En este individuo había tomado cuerpo la mejor pista que poseían acerca del asesino, y no podían desaprovechar esa oportunidad.
Para él y Twiss estaba claro que debía de existir una relación entre Barral y Thiulen porque la razón no decía otra cosa. El primero ya había sido objeto de sospechas por sus habilidades con el disfraz, habilidad que podía haber enseñado a quien ellos temían. También por su más que seguro odio hacia el Santo Oficio, hacia la Iglesia toda. El segundo había sido visto al cabo de los años de destierro cerca de aquel, por alguien que le acusaba de aviesos planes, planes que encajaban con la sospecha. No podía ser una mera casualidad. Por otra parte, era lógico pensar que Thiulen no iba a llevar a cabo sus esforzados designios solo, sino que los ejecutaría al mando de un grupo de gente, adicta a sus ideas o tentada por la posibilidad de una sustanciosa recompensa. Puesto que a Thiulen ni siquiera los patibularios esbirros de Caetano habían logrado localizarle, era evidente que alguien le prestaba un refugio seguro. Quizá fuese Barral, o tal vez otro de sus compinches. Ya que había varios implicados, se hacía lícito pensar que Barral mantendría un regular contacto con sus compañeros, o con el propio Thiulen. Por ahí había que seguir rebuscando. La posibilidad de que el
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hubiese sido un solitario, circunstancia que tan bien había argumentado Mariana —pensó Jovellanos—, debía descartarse definitivamente por fuerza de las evidencias.
Había otra línea de investigación que ellos podían seguir, más activa que la simple espera de deslices o acontecimientos. Por boca de Sentina sabían que el objetivo prioritario de Thiulen en Sevilla era recuperar un tesoro oculto en uno de los edificios embargados a la Compañía de Jesús nueve años antes. Luego debían averiguar cuáles eran esas antiguas propiedades jesuíticas, registrarlas y, en caso de que el registro fuese estéril —que podía serlo, ya que Caetano habría tenido también esa idea y se les habría adelantado—, someterlas a una discreta pero intensa vigilancia. Tarde o temprano los facinerosos tendrían que acudir hacia el oro.
La pareja se dirigía hacia el ala que albergaba los archivos de la Audiencia cuando Fernández les salió al paso todo presuroso. El eficaz secretario dio cuenta a su jefe de las últimas novedades que habían llegado a la sede judicial, que hablaban mucho del enrarecimiento ambiental que estaba azotando a la ciudad. Una hacía referencia a un bulo que se había propagado de calle en calle como un incendio. Se decía que el Alcalde del Crimen había descubierto veneno en el pozo del corral del Agua. Se decía también que el asesino había envenenado todas las fuentes y los pozos de Sevilla, y que la autoridad se lo callaba por orden de Olavide para que el pueblo sufriese los peores padecimientos previos a la muerte. Mucha gente se lo estaba creyendo, y muchos se estaban acercando desde bien temprano al río para proveerse de su insalubre agua. Y la sequía, por otra parte, no favorecía en nada la situación. Como consecuencia, los aguadores callejeros eran acusados de extender el veneno en sus cántaros, de modo que en varias partes les habían corrido a pedradas. La otra noticia no era menos grave. Fray Diego José de Cádiz había dado un sermón a media mañana en el mercado de la plaza de la Encarnación. Había proferido infamias contra el rey y el asistente, enervando a la muchedumbre con vivas visiones de los castigos del infierno reservados a todos aquellos que no se rebelasen contra los impostores de la verdadera autoridad de Dios. Sin embargo, había advertido a la gente que aguardase, que ya recibirían todos la señal apropiada para decir basta.
—¿Estaba solo? —preguntó Jovellanos.
—Le acompañaban sus habituales acólitos. —Fernández hojeó entre sus papeles—. Aunque hay algún alguacil de la patrulla que afirma haber visto cerca de la plaza un coche ocupado por el conde del Águila y Gregorio Ruiz, como si esperasen a que su célebre huésped concluyese.
—No me lo puedo creer... —Jovellanos se llevó desalentado una mano a la frente.
—El conde está tomando su posición... —comentó Twiss.
—Y hay algo más, señor alcalde. Hagan el favor de seguirme...
Fernández condujo a unos expectantes Jovellanos y Twiss hacia un rincón del patio. Allí se encontraba el conocido como
carro de la muerte.
Varios alguaciles charlaban y fumaban a seis o siete pasos del carro, mientras que al lado de este se hallaba Chacho Pico, que comía de un mendrugo y un embutido con unas manos increíblemente sucias, y su sobrino Rodrigo Pico, que daba de beber de un cubo a la muía.
El carro de la muerte era el encargado de recoger los cadáveres que aparecían cada mañana tirados en las calles sin nadie que los hubiese reclamado. Tan macabra labor la realizaba desde hacía muchos años Chacho Pico, un tipo a quien incluso a los enterradores repugnaba tratar. Su presencia era de lo más asquerosa: se cubría con el chambergo negro de las alas más grandes que se conocía; siempre vestía, en invierno o en verano, con una casaca que arrastraba por el suelo, hecha con pellejos de animales de madriguera; su pelo gris, sucio hasta la negrura, le bajaba trenzado hasta la base de la espalda; su cara, picada de viruela y con abundante barba, se distinguía por una enorme nariz redonda y ancha, agujereada; y todo él siempre iba manchado de sangre seca y de otros humores que no se preocupaba de limpiar. Su sobrino se le parecía, aunque no portaba la costrosa zamarra donde habitualmente Chacho llevaba la comida de ambos. El carro de la muerte se anunciaba todas las mañanas por las calles haciendo sonar una campana. Si en algún lugar había aparecido un cuerpo, los vecinos del barrio se encargaban de avisar a Chacho Pico desde la lejanía con una señal convenida, sin atreverse a aproximarse a tan siniestro personaje. Entonces Chacho y su sobrino Rodrigo se acercaban con una fría parsimonia para recoger al nuevo
viajero,
se encontrase como se encontrase. Así era como se ganaban la vida tío y sobrino a cargo de la Audiencia, sin que les faltase trabajo.
Los alguaciles saludaron a Jovellanos y sus acompañantes cuando pasaron por delante de ellos. Después, no sin cierta desazón, don Gaspar saludó a los Pico, que le recibieron respetuosamente descubriéndose de sus enormes sombreros. Fernández echó mano a la lona que cubría la carga del carro y la levantó algo. Lo que mostraba no era muy agradable de ver. Había cinco cadáveres extendidos y amontonados: de dos ancianos que a todas luces parecían indigentes muertos de asco en la calle, y de tres jóvenes.
—¿Estudiantes? —preguntó Jovellanos señalando con el mentón a los tres jóvenes.
—Solo dos, señor alcalde. Uno de un manteísta y el otro de un colegial. Anoche hubo una buena reyerta cerca de la universidad.
—¿Qué es un manteísta?
—Luego se lo explico, Twiss.
—Fíjese bien en el tercero...
El secretario puso su mirada sobre un cadáver especialmente llamativo. Era joven, sí, pero jorobado, y no vestía el uniforme de los estudiantes, sino un traje oscuro a la francesa, limpio pero muy remendado. Las greñas negras que caían grasientas por su rostro apenas dejaban ver lo más interesante. Chacho Pico se apresuró a separárselas de su cuello, que estaba seccionado de oreja a oreja.
—Ese corte me ha llamado poderosamente la atención —explicó Fernández—, juraría que es igual al que presentaba el ciego Ventura en su pescuezo.
—Está sugiriendo... —preguntó Twiss algo azarado.
—Mucho me temo que Fernández haya acertado en su deducción —comentó Jovellanos bajando de inmediato la lona—. ¿Sabe quién era este pobre desdichado?
El secretario volvió a consultar los papeles de su carpeta.
—Le llamaban Guido. Guido el violinista. Era un napolitano que había llegado hacía años a Sevilla con una compañía de ópera bufa.
—Levantó sus ojos marrones de los papeles—. Por las razones que fuesen, se había quedado aquí, y se ganaba la vida miserablemente tocando por las calles y los corrales.
—Pidiendo, igual que Ventura... —murmuró Twiss.
—¿Dónde lo han encontrado?
A la pregunta de su jefe, Fernández quiso dar cumplida respuesta consultando de nuevo en el informe, pero Chacho Pico se le volvió a adelantar. El secretario no pudo evitar un gesto de desagrado.
—Cerca de la puerta de Triana, señor alcalde —la voz de Chacho salía envuelta en el aliento de la morcilla que se estaba comiendo—. Entre la muralla y la iglesia de la Magdalena. Allí las fulanas le dejaban pasar las noches al abrigo de un sombrajo. Cuando llegamos, varias de ellas le lloraban de rodillas y no quisieron apartarse cuando nosotros quisimos hacer nuestro trabajo. A mí y a Rodrigo nos ha costado más de un bofetón y varios arañazos hacernos con el cuerpo. ¡Se negaban a entregárnoslo en contra de la ley, señor alcalde...!
—Eso está por El Arenal...
—Así es, Twiss —confirmó Jovellanos con un tono reflexivo—. Y al final de la calle de San Eloy, cerca del teatro...
Twiss se alejó del carro de la muerte y de sus pringosos servidores, obligando a Jovellanos y a Fernández a seguirle.
—Se me ocurre que ese canalla de
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siente una especial aversión por los tarados —les dijo—. Parece odiar a las personas con algún defecto y que además vivan de la caridad pública. ¿Qué opina de esto, Jovellanos?
Antes de que su jefe abriese la boca, Fernández remachó esas palabras.
—No solo ha matado a los cuatro hombres de Iglesia que conocemos, sino quién sabe a cuántos más del común de la gente. Tendré que mirar en mis papeles cuántos hemos encontrado en el último año degollados así...
—¿Y no podría haber alguna relación entre ese jorobado y El Coliseo...? —se preguntó Twiss.
Ya libre de la atención de sus alguaciles, y de la presencia molesta de los Pico, Jovellanos se decidió a hablar claro y fuerte.
—Caballeros, los árboles no nos van a dejar ver el bosque. Me parece muy interesante lo que sugieren: degollados, tarados, pedigüeños y todo eso... Pero a mi juicio solo son la sangrienta bosta que esconde el verdadero pulso del corazón del asesino. Ahora tenemos entre manos una pista que parece convincente, donde se siente latir la última razón de ese villano. Arremanguémonos, pues, echemos los ojos en negro sobre blanco y acaso empezaremos ya a delimitar el bosque donde nos encontramos.
Los tres pasaron las siguientes horas encerrados en el inmenso archivo de la Audiencia Real. Pronto se dejaron cautivar por los montones de documentos que ante ellos iban apareciendo, de forma que parecían desterrados del tiempo y la ciudad que los acogía. Solo retornaron a su época momentáneamente cuando abrieron las ventanas para que se despejase algo el polvo acumulado durante tantos años. A través de ellas llegaron los toques de las campanas de la Giralda, que les señalaron el transcurrir del tiempo actual. Más tarde, Rosario, la simpática mujer de Fernández, les llevó unos bocados a modo de almuerzo. Aunque ello no les impidió seguir hojeando papeles mientras masticaban.