Authors: Jorge Molist
Esta existencia suya, como la anterior setecientos años antes, no había sido ni dulce, ni bella, ni siquiera edificante, en mi opinión. Fueron vidas duras, marcadas por la violencia y la desdicha. Pero sus últimos momentos habían sido hermosos para un templario. Murió matando por su fe, en lucha contra los infieles, salvando la vida de sus compañeros de armas y en defensa de las reliquias de los mártires. ¿Qué más podía pedir un Pobre Caballero de Cristo?
Alicia organizó un funeral digno de un héroe. La capilla ardiente se montó en la sala capitular y el cadáver en el féretro estuvo custodiado en todo momento por cuatro caballeros con sus capas blancas con la cruz roja patriarcal sobre el hombro derecho. La misma que él besó en su muerte. A título póstumo, Arnau fue nombrado caballero y Alicia le dio el espaldarazo al cuerpo yacente. También yo fui nombrada dama del Temple; el anillo me daba derecho, aunque yo ya me consideraba parte de la orden desde el momento en que lanzándome al mar juré no abandonar a Oriol. Pero lo cierto es que todas aquellas ceremonias, que los asistentes se tomaban tan en serio, no dejaban de parecerme fantochadas. Lo único auténtico allí era el cadáver, el propio Arnau, él fue el último de los verdaderos templarios. Y era irónico que él, que dedicó su existencia a esa utopía, sólo hubiera podido vestir en vida la capa oscura reservada a los sargentos, mientras que los de procedencia noble o rica, sin más mérito que su nacimiento, lucían la blanca de caballero. Una payasada.
Aun así asistí emocionada a la ceremonia del funeral, al lado de Oriol, y fue allí donde me vino ese pensamiento. Era entonces, en aquel momento, cuando nuestra nave llegaba, al fin, a Ítaca. La aventura había concluido.
Voy a contar rápido esa parte porque es triste. Tan triste como la distancia que separa la realidad de los sueños.
Atrás quedaban los días de esta nuestra segunda infancia, los días de aventura, regalo póstumo de Enric. Muchas veces los amigos, los compañeros, los amantes irrepetibles en circunstancias excepcionales dejan de ser los adecuados al plantearnos el resto de nuestra vida. Yo aún le amo y él a mí. Hicimos un esfuerzo, pero el amor no debía de ser tanto como para tender un puente lo suficientemente largo sobre el abismo de nuestras diferencias.
Pienso que nuestra aventura nos había aproximado; yo ya no era la pija incapaz de andar descalza, si era preciso, en la vida. Aceptaba que las «Susis», que los apestados, tenían también derecho a vivir y a amar, aceptaba que había quien era capaz de darlo todo por amor, aunque ésa no fuera yo.
Él también cambió, ya no era el tipo radical, anarquista y contradictorio. Había encontrado el tesoro de su padre y con ello canceló una vieja deuda pendiente. Aún no sé cuál de los dos, padre o hijo, era acreedor y quién deudor. Pero estoy segura de que al cerrar ese capítulo, Oriol firmó una paz, que tampoco sé si fue con los demás, consigo mismo o con un recuerdo.
Desgraciadamente esos cambios no fueron suficientes, aún estábamos, él y yo, muy lejos. La vida nos había hecho andar caminos divergentes y nunca, por mucho que se intente, se vuelve atrás; el tiempo sólo se mueve en una dirección. La Costa Brava, la tormenta y el beso quedaban enterrados en las arenas del pasado.
Qué pena.
Y os preguntareis qué pasó con el tesoro. Pues aún no conozco su destino final y ciertamente me interesa poco, al menos en lo personal. No quiero ninguna de esas piezas para nada. Por muy artísticas, históricas o valiosas que puedan ser las arquetas. Y mucho menos su contenido. La idea de tener una de ellas decorando mi apartamento en Nueva York me da escalofríos. Suficiente he tenido con ese otro anillo, tan macabro como bello, con sus restos humanos engarzados en él.
Tampoco parece que Oriol, a pesar de su pasión por el medioevo, ambicione poseer ninguna de esas joyas históricas. Sólo quiere poder estudiarlas.
Él está convencido de que el tesoro fue la aventura vivida; ésa, y sólo ésa, era la herencia de Enric. Nada ni nadie en el mundo nos la podrá arrebatar. Y yo opino como él.
Como dice Kavafis:
Ítaca te ha dado el bello viaje
,
no tiene ya nada más que darte.
Y si la encuentras pobre
,
sabio como ahora eres gracias a tantas experiencias
,
sabrás entender lo que significan las Ítacas.
Pero no todos piensan igual.
La intervención de la policía hizo público el descubrimiento y eso abrió la caja de los truenos. La diócesis de Barcelona considera que tal hallazgo, hecho en el interior de una iglesia, le pertenece. Pero en su momento el templo era parte del monasterio de Santa Anna, del Santo Sepulcro, cuya orden tiene aún allí su sede en Catalunya, y sus derechos... Pero las reliquias y las arquetas que las contienen pertenecían a los templarios disueltos por el papa, que acordó, con el rey de Aragón, ceder las posesiones de éstos, las pocas que quedaban luego del expolio real, a la orden de San Juan del Hospital, que continúa activa en nuestros días bajo el nombre de orden de Malta, heredera legal de éstos.
Pero se trata de un tesoro artístico e histórico y el Estado español tiene potestad, aunque como pertenece al patrimonio cultural catalán, y ésa ha sido una de las transferencias del Estado central, la Generalitat tiene mucho que decir...
Y no hablemos de los sucesores auténticos y genuinos de los Pobres Caballeros de Cristo... Existen cientos de grupos que se autoproclaman ser los verdaderos herederos del Temple. Incluido el de Alicia.
Claro que el tesoro corresponde sólo a una de las provincias templarias; la que agrupaba los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia. Y eso limita los posibles herederos templarios. En Valencia la orden sucesora del Temple, por capricho de Jaime II, fue la de Montesa, que él hizo fundar. Pero el reino de Mallorca era en aquel entonces independiente de los otros dos reinos, y se extendía también por territorios catalanes y provenzales, hoy dentro del Estado francés. Luego grupos neotemplarios franceses podrían considerarse también beneficiarios...
Alicia es muy lista y no se ha querido meter en reclamaciones por herencias morales templarias... menudo avispero. Ha puesto su demanda en nombre de los descubridores del tesoro: Oriol y yo misma. Esa mujer tiene, en mi opinión, un inquietante interés por las reliquias, mayor incluso que por sus bellos contenedores materiales. No quiero, no me interesa averiguar por qué...
Como abogada, tengo gran curiosidad por saber cómo terminará todo este embrollo. Aunque si de algo estoy convencida es de que Alicia obtendrá una buena parte de lo que desea. Como siempre ha hecho.
Y aquí estoy, mirando como una tonta mi mano desnuda de anillos mientras el avión me devuelve a Nueva York. Sola. ¿Quién dijo que la vida era fácil?
Mi anillo de compromiso, con su impresionante solitario, se lo envié a Mike cuando lo mío con Oriol se puso al rojo. El otro, el hermoso anillo del rubí, el macho, el de la violencia marciana, el que brilla en su interior en estrella de seis puntas, el de la cruz templaria, el del hueso humano, el del resplandor sangriento, el que contiene ánimas en pena, ése, se lo di a Alicia.
Enric dijo en su carta que el anillo era para quien yo creyera que más lo merecía. Y eso me incluía a mí misma. «Debe de ser alguien muy fuerte de espíritu», decía su nota, «porque ese aro tiene vida y voluntad propias». En aquel momento no di importancia a esa advertencia, pero poco a poco he ido conociendo todo lo que el anillo conlleva. Me da miedo. Y quien lo merece es Alicia. Más que cualquier persona que yo conozca. Ella merece ser el gran maestre de los Nuevos Templarios. Ya lo era sin anillo y ahora lo es con el símbolo histórico de su posición. Además, ella sabe, mejor que nadie, a lo que se enfrenta y estoy segura de que si alguien es capaz de ser su propietario, ese alguien es Alicia.
Me sonrió cuando se lo di. No dijo entonces gracias, ni cortesías bobas tales como: «No por favor, Enric te lo dio a ti, quédatelo, es tuyo». Sólo se lo puso. Como si siempre hubiera sido de su propiedad. Pero me dio dos besos y un abrazo. Estoy segura de que muchas veces Alicia se ha soñado a sí misma como antiguo templario. En uno de sus corceles de combate, casco de acero, cota de malla, camino del campo de batalla, y con los huevos bien pegados entre la entrepierna y la silla de montar. Y detrás la sigue su escudero, también montado, portando sus armas y con un tercer caballo de guerra de repuesto. Y ese escudero hubiéramos podido ser cualquier otro. Cualquiera. Nadie tan noble, nadie con tanta autoridad como ella.
—Gracias —me dijo al rato de contemplárselo puesto.
Y así el anillo de la aventura abandonó mi mano marcando el fin del tiempo más maravilloso que he vivido en mi vida. Se acabó.
Y ahora voy de vuelta a Nueva York a continuar, pleito tras pleito, mi ascenso dentro del escalafón como brillante abogada. Mis padres dijeron que estarían esperándome en el aeropuerto y... ¡sorpresa! También me encontraré allí con Mike, feliz de que yo hubiera superado esa mala racha, con su anillo, el fabuloso solitario de brillos puros y honestos, promesa de una vida de lujos sin fin junto al retoño de una de las familias más ricas de Wall Street. Las cosas son así. No siempre el final es de película, desafortunadamente la realidad es como es.
Una vez encontrado el tesoro, una vez Arnau recibió sepultura en la misma iglesia de Santa Anna, después de aquellos días de felicidad loca, llegó el momento de la sensatez y de planificar el futuro.
Le dije, ven. Él me dijo, quédate. Le dije, tengo una carrera brillante en Nueva York. Él respondió, yo un empleo en Barcelona. Lo que tienes aquí lo puedes encontrar en cualquier lugar, repuse, seguro que obtendrás algo mejor en América. ¿Un investigador medievalista en Nueva York? Rió sin ganas. Tú en cambio sí que puedes ser una abogada brillante en Barcelona, añadió. Argumenté que en el bufete donde yo trabajaba estaban los mejores abogados del mundo, que en ningún otro lugar podría aprender tanto, llegar tan arriba. Ven tú, por favor. Atrévete a ser el señor de tu señora, anda no seas machista, le supliqué, nunca hubiera esperado eso de ti.
Él contestó con lágrimas en los ojos. No es eso, Cristina. Tú tienes alas, yo raíces. Yo pertenezco aquí. Ésta es mi cultura. Vivo por ella. No puedo irme. Quédate y llega conmigo, en Barcelona, lo más arriba que puedas.
Vino a despedirme al aeropuerto y tuvimos una última sesión de intentar persuadir el uno al otro. Pero todo terminó en un:
—Adiós, Oriol. Nos veremos pronto —mentí y aún no sé por qué—. Que encuentres la felicidad.
—Adiós, mi amor. Vuela con tus alas hasta tu ambición. Llega hasta donde nadie llegó.
¿Qué triste, verdad? Me he pasado el viaje llorando. He terminado con mis pañuelos de papel y con los del aseo.
Y ahora camino por el pasillo del JFK, el aeropuerto internacional de Nueva York. Allí tras el control de inmigración y la aduana me esperan mis padres y Mike, felices de ver regresar a su oveja descarriada.
Y atrás queda lo que pudo ser y lo que jamás será. Un gran amor. No un «amorcito». AMOR. Oriol fue el primero y, si mi familia se hubiera quedado en Barcelona, casi seguro que hubiera sido también el último. Pero hay que ser razonable. Hay que ser práctico.
¿Razonable? ¿Práctico? ¡¿Por qué?!
¿Por qué no puedo permitirme dar una segunda oportunidad a esa vida paralela? Mi corazón me pedía volver, mi razón se negaba a abandonar mi carrera en Nueva York. Pensé que quizá también pudiera triunfar profesionalmente en Barcelona. ¿Por qué no intentarlo? ¿Me quedaría por el resto de mi vida con la duda, con la pena?
Carpe diem
. ¿No había aprendido nada? Perdí negociando con Oriol, bien, pero a veces aceptar una derrota a tiempo conduce a una victoria. Tenía que intentarlo.
Y así es como di media vuelta. Dejé el equipaje, lo dejé todo. Todo. Y fui al mostrador a comprar un billete para el próximo avión a Barcelona.
—El señorito Oriol no está en casa —respondió la doncella.
—¿Sabe cuándo regresa? —inquirí nerviosa.
—No lo sé pero no será ni hoy ni mañana. Se ha ido de viaje sin decir cuándo vuelve.
Sentí el suelo moverse bajo mis pies y hubiera deseado que el maldito aeropuerto se hundiera conmigo dentro. ¡Qué decepción! Barcelona, tan llena antes de todo, era ahora un desierto, un completo vacío. Le faltaba lo único que ahora quería de ella. Me sentía desolada, abandonada, sin futuro.
¡Qué pronto se consolaba Oriol de mi ausencia! Un viaje. ¿Con una amiguita? ¿Quizá esa odalisca de la playa? Y yo que venía a sorprenderle, a ofrecerle mi vida, a dárselo todo, mi carrera profesional, mi amor... todo. ¡Qué estúpida! Sentía un nudo en la garganta, me había quedado muda al teléfono.
—Creo que dijo que se iba a Nueva York —añadió la mujer ante mi silencio.
Con un hilillo de voz le di las gracias y colgué.
«Nueva York», ¡Dios mío!, «Nueva York», me decía mientras buscaba un banco para sentarme. Otra vez notaba mis piernas débiles. ¡Él también quiere darlo todo por mí!
Miré unos momentos mis manos, ahora desanilladas, símbolo de una libertad que había decidido que valía mucho menos que el amor. Con un profundo suspiro, cerré los ojos y echando la cabeza hacia atrás en mi asiento, noté que mis labios se abrían en sonrisa feliz.
Vi la imagen de nuestra nave abandonando el puerto de Ítaca, velas blancas henchidas al viento, para correr juntos la aventura de la vida y soportar las pruebas y trabajos que los dioses nos impusieran. Los poemas de Kavafis y la música de Llach sonaban en mis oídos. Vi el mar azul de mediodía en la Costa Brava, y el de Tabarca; los bancos de salpas destellando al sol la plata y oro de sus escamas, entre la verde posidonia y la arena blanca, sentí la sal en mi boca y recordé mi primer beso, también la tormenta. Lo recordé a él, a mi primer amor. El último.
Pero una inoportuna voz en mi interior añadió:
—Quizá...
Fin
1
«Quimet del bar Pastis a ti ya no te veremos más...»
2
«Pero hay un hecho incomprensible: cada vez viene más gente.»
3
Adiós, Emilio, voy a morir. Es duro morir en primavera, ¿sabes?
4
Quiero que se ría. Quiero que se baile. Cuando me vayan a meter en el hoyo.