—Me gustaría mucho volver a verte. ¿A ti no?
—Sí, claro, pero…
—¡De hecho, tienes derecho a pasar ante la casa donde trabajo! Encontraré un lugar tranquilo donde nadie nos moleste y me las arreglaré para hacértelo saber. Hasta pronto, Iker.
Traviesa, se alejó tras haberse puesto de nuevo en la cabeza el cesto con las tortas.
Hacer el inventario de aquella multitud de objetos almacenados en vastos edificios abandonados no parecía una tarea fácil. Iker había empezado haciendo que se abrieran las ventanas para disponer de luz suficiente. Luego, una prolongada fumigación había desinfectado los locales y, provisto de su material —que llevaba
Viento del Norte
—, el escriba había comenzado a seleccionar, a anotar y a describir.
Herramientas agrícolas, azadones, rastrillos, hoces o palas, instrumentos de albañilería, moldes para ladrillos, hachas de carpintero, vajilla de bronce, de piedra y de cerámica, cuchillos, cinceles, cestos, jarras e, incluso, juguetes de madera… Gran parte de la vida cotidiana de Kahum estaba allí representada. Un buen número de objetos merecían ser reparados y serían utilizables de nuevo.
Mientras procedía a la última selección del día, Iker descubrió un cuchillo con la hoja quebrada que llevaba profundamente grabados en la madera unos signos toscos pero legibles aún.
Formaban una palabra: «Rápido».
Durante unos segundos, el joven escriba se quedó atónito. Hubiera pertenecido o no a Cuchillo-afilado, aquel vestigio sólo podía proceder del barco que había llevado a Iker hacia el país de Punt.
—Majestad, estamos llegando a Asiut —anunció con gravedad el general Nesmontu—. Es tiempo aún de batirse en retirada.
La decimotercera provincia del Alto Egipto, cuyo emblema era un granado coronado por una víbora cornuda, se encontraba bajo la protección del chacal que guiaba al viajero por las peligrosas extensiones del desierto que se desbordaba hacia las tierras cultivadas. Allí, el valle se estrechaba, formando un verdadero cuello de botella. Quien quisiera reinar sobre Egipto debía controlar aquella posición estratégica, dominada por las tumbas de los nobles excavadas en el acantilado. Asiut era también un centro comercial, el punto donde desembocaban las pistas caravaneras procedentes de los oasis de Dakleh y de Khargeh. Up-uaut podía pagar a sus milicianos porque los comerciantes pagaban unas tasas muy superiores a lo razonable.
—La persona del faraón debe ser puesta en lugar seguro —estimó el Portador del sello, Sehotep—. Solicito, pues, su autorización para iniciar solo la negociación.
Numerosos barcos flanqueaban la flotilla real. Unos le cerraron el paso, otros le impidieron retroceder, y el resto, por fin, lo obligaron a acostar.
A proa de su bajel, Sesostris llevaba el
nemes
, el antiquísimo tocado que permitía al pensamiento del faraón cruzar los espacios. En su pecho lucía un pectoral con extrañas figuras.
Sobek el Protector se aproximó.
—¡Eso parece un arresto, majestad!
—Si el rebelde de Up-uaut pone la mano sobre el rey —prometió Nesmontu—, le destrozaré el cráneo.
—Iré solo a tierra —decidió Sesostris—. Si no regreso y si os atacan, intentad salir de esta ratonera.
Los milicianos que estaban en el muelle observaron con asombro al coloso que bajaba por la pasarela.
Instintivamente, algunos se inclinaron. Las hileras se abrieron para dejarle paso. Ninguno de los oficiales que habían recibido la orden de detener a Sesostris y de llevarlo al palacio del jefe de provincia se atrevió a intervenir.
Up-uaut había desplegado el conjunto de sus fuerzas. El rey advirtió que un poderoso y decidido ejército no habría bastado para obtener la victoria.
Curiosamente, se tenía la impresión de que Sesostris se había puesto a la cabeza de aquella bien alimentada y equipada milicia, cuyos miembros lo seguían con cierta confusión. La población de la provincia contemplaba el extraño espectáculo y no perdía de vista al indeseable huésped cuya cabeza emergía de un océano de soldados.
De pronto, Sesostris se detuvo.
—Tú, el de allí, ven a mi lado.
El rey señalaba a un boyero esquelético, tan flaco que se le veían las costillas. Con los cabellos hirsutos y un gastado taparrabos, se apoyaba en un nudoso garrote.
El infeliz miró tras él. Un soldado le golpeó el hombro.
—¡Te llama a ti, muchacho! Ve, pues.
Vacilante, el boyero se adelantó.
—Adapta tu paso al mío —le ordenó el rey.
El boyero había vivido tantos momentos difíciles en las marismas que aquella prueba no le pareció insuperable. Sin duda, el gigante era un gran personaje. Pero ¿qué importancia tenía aquello cuando no podía saciar su hambre y cada mañana era un sufrimiento más?
En el umbral de palacio, un hombre de nariz puntiaguda, muy rígido, sujetaba un cetro en la mano diestra y un largo bastón en la siniestra. Tras él, un sacerdote levantaba una enseña en la que se veía una estatua en madera de ébano del chacal Up-uaut, el «Abridor de los caminos», cuyo nombre había adoptado el jefe de provincia.
—No me satisface veros —dijo a Sesostris—. Ya me he enterado de la sumisión de dos cobardes, pero ni por un momento creáis que eso acarreará la mía. El dios que me protege conoce los secretos de las rutas del cielo y de la tierra. Gracias a él mi región es poderosa. Quien la ataque sufrirá una dolorosa derrota. Reinad sobre el Norte, pero no me molestéis en mi territorio.
—No eres digno de mandar —declaró el faraón.
—¿Cómo os atrevéis…?
El rey puso ante sí al boyero esquelético.
—¿Cómo te atreves tú a tolerar que un solo habitante de tu provincia sufra semejante miseria? Tus milicianos no carecen de nada, pero tus campesinos se mueren de hambre. Tú, que tan fuerte te crees, hasta el punto de desafiar al faraón, traicionas a Maat y desprecias a la población, cuya prosperidad debieras asegurar. ¿Quién va a aceptar combatir y morir por tan deplorable jefe? Sólo te queda una solución: reparar el mal que has cometido con el acuerdo del señor de las Dos Tierras.
—¡Que mi chacal protector destruya al agresor! —clamó el jefe de provincia.
La enseña se dirigió a Sesostris.
Todos vieron cómo se abrían las fauces del depredador. El monarca tocó su pectoral, en el que había representado un grifo derribando las fuerzas del caos y a los enemigos de Egipto. Llevando la doble corona simbolizaba la soberanía del faraón sobre los dos países, el del Norte y el del Sur.
Ante la general estupefacción, la cabeza del chacal se inclinó.
Up-uaut, el «Abridor de los caminos», acababa de reconocer a Sesostris como su señor.
Los milicianos dejaron caer sus armas al suelo.
Comprendiendo que ni uno solo de sus soldados lo obedecería ya, el jefe de provincia soltó su cetro y su bastón de mano.
—Cierto es que he utilizado las riquezas de mi provincia para equipar mi milicia, pero temía una invasión.
—¿Cómo el faraón va a invadir su propia tierra? Soy a la vez la unidad y la multiplicidad. La primera no impide la segunda, la segunda no puede existir sin la primera. Cuando esta comunión se establece, ningún boyero se sume en el desamparo.
—Ahorradme la vergüenza de un juicio y matadme de inmediato.
—¿Por qué voy a suprimir a un fiel servidor del reino?
Up-uaut se arrodilló ante el rey, luego levantó las manos en señal de veneración.
—Ante los habitantes de tu provincia —advirtió Sesostris— me has jurado fidelidad, y la palabra dada no se recupera. Te mantengo a la cabeza de esta región, y la harás prosperar de acuerdo con las directrices del gran tesorero Senankh. Por lo que a tus milicianos se refiere, serán puestos bajo el mando del general Nesmontu. >En adelante, tu única preocupación será el bienestar de tus administrados. Levántate y recupera los símbolos de tu dignidad.
—¡Larga vida a Sesostris! —gritó un miliciano, que fue imitado por sus colegas.
Y entre un concierto de aclamaciones, el rey y el jefe de provincia entraron en el palacio.
—Nunca, majestad, habría pensado que ejercieseis vuestro poder sobre el chacal Up-uaut.
—Ignoras que forma parte de las potencias que participan de los misterios de Osiris que el faraón celebra. ¿Tú, que estabas colocado bajo su protección sin conocer su verdadera naturaleza, eres el criminal que intenta destruir la acacia del gran dios?
El jefe de provincia se sintió tan desamparado que Sesostris no dudó de su sinceridad.
—Majestad, quien cometiese semejante fechoría vería aniquilado su nombre. Ahora bien, deseo que el mío perdure en mi morada de eternidad, donde, gracias a los ritos, me convertiré en un Osiris. Sé que su acacia simboliza la resurrección a la que aspiran los justos. Por vuestro nombre y por el de mis antepasados, que me maldecirían en caso de mentira, juro que no soy culpable.
Durante el banquete organizado para festejar el regreso de la provincia de Up-uaut al regazo del Egipto de Sesostris, la atmósfera fue raramente distendida, si se tenía en cuenta que se temía un sangriento conflicto. Invitado, junto con varios campesinos pobres, el esquelético boyero probaba platos con los que ni siquiera se hubiera atrevido a soñar.
—¿Cuáles son tus relaciones con tu vecino, el jefe de provincia Ukh? —preguntó el faraón a su nuevo servidor.
—Execrables, majestad. Nos repartimos un territorio que lleva el mismo nombre, el del Granado y de la Víbora cornuda, pero no hemos conseguido ponernos de acuerdo para reunir nuestras administraciones y nuestras milicias. Cada cual vela celosamente sobre su dominio, y muchas veces hemos estado a punto de enfrentarnos.
—¿Es capaz de comprender lo que tú has comprendido?
—¡Sin duda no, majestad! Ukh es orgulloso y tozudo. Para ser sincero, no me gustaría que mis milicianos se vieran metidos en un conflicto contra los suyos. ¡Habría muertos, muchos muertos!
—Intentaré evitarlo, pero debo seguir reunificando el país. Nuestra desunión ha permitido que una fuerza maléfica ataque la acacia de Osiris. Cuando las provincias vivan de nuevo en armonía, nuestras posibilidades de rechazar las tinieblas aumentarán notablemente.
Up-uaut agachó la cabeza.
—Ningún discurso habría podido convencerme de lo fundado de vuestra actuación, majestad. Lo habéis conseguido porque conocéis los caminos misteriosos que el chacal desvela. Como yo, Ukh se cree el más fuerte, y está muy aferrado a lo adquirido.
—Uno de los nombres del faraón es «El de la abeja» —recordó Sesostris—. Debe recordar que cada individuo cuenta y desempeña su papel en la fabricación del oro vegetal, pero también que la colmena es más importante que la abeja. Sin ella, sin la Gran Morada
(35)
donde cada egipcio encuentra su lugar, ni el cuerpo ni el espíritu podrían vivir.
El general Nesmontu estaba pasmado. Los milicianos de Up-uaut lo obedecían al pie de la letra, como si siempre hubiera sido su jefe. Ni un gesto de indisciplina, ni una protesta. Eran buenos profesionales deseosos de estar bien mandados y dar satisfacción.
Al unirse al consejo restringido que se celebraba en el barco del rey, el viejo soldado se preguntó si la insensata peregrinación deseada por el soberano llegaría hasta el final.
—¿No sería preciso propagar la noticia de la sumisión de Up-uaut? —sugirió Sehotep—. Soy consciente de que es la tarea de Medes y de que ya ha regresado a Menfis, pero podemos enviarle algunos mensajeros esperando que uno de ellos, por lo menos, llegue a buen puerto.
—Es inútil —consideró Sesostris—. Ninguno de los tres jefes de provincia con los que debemos enfrentarnos aún tendrá en cuenta el acontecimiento.
—Comparto la opinión del rey —aprobó Nesmontu—. Ukh es un animal, Djehuty es de granito y Khnum-Hotep un pretencioso que no renunciará a ninguna de sus prerrogativas. Es imposible discutir con esos tres.
—Sin duda, se sienten trastornados, de todos modos, por los éxitos del rey —objetó Sehotep—. La negociación no está forzosamente condenada al fracaso.
—Nuestra próxima etapa está muy cerca —recordó Sesostris—, puesto que se trata de la otra mitad de la provincia del Granado y de la Víbora cornuda. No perdamos tiempo en vanas discusiones.
—¿Deseáis un ataque masivo? —preguntó Nesmontu.
—Seguiremos utilizando mi método —decidió el faraón.
Con la cabeza coronada por una estrella de siete puntas y vistiendo una túnica que imitaba una piel de pantera constelada de estrellas de cinco puntas inscritas en un círculo, la joven sacerdotisa escribía las palabras de poder pronunciadas por la reina de Egipto, que había ido a presidir la cofradía de las siete Hator.
Su escritura era fina y precisa y su texto fue considerado digno de entrar en el tesoro de la comunidad femenina. Aquel «otro modo de decir», de acuerdo con la expresión ya consagrada, sería transmitido a las generaciones futuras para enriquecer su reflexión. Así, la tradición esotérica permanecía viva más allá de aquellas que la habían formulado en un momento de gracia.
Cuando las iniciadas abandonaron el templo siguiendo a la reina, confusos pensamientos se agitaron en el espíritu de la joven sacerdotisa. ¿Por qué le había predicho la soberana que debería abandonar el santuario para librar una peligrosa batalla? ¿Por qué el difunto superior de la cofradía masculina había hablado, también él, de terroríficos enemigos a los que debería enfrentarse?
Desde su adolescencia sólo la fascinaba el universo del templo. Comparado con los misterios que albergaba, el mundo exterior le parecía muy insípido. Y durante el aprendizaje de los jeroglíficos que le había enseñado una erudita sacerdotisa, se había sumergido, maravillada, en el juego de las fuerzas creadoras que revelaban las letras madre. Al escribir el nombre de las divinidades había descubierto su naturaleza secreta, como el de la diosa Hator, que significaba «el templo de Horus», el lugar sagrado donde brillaba la fulgurante luz de la iniciación. Además, en la primera parte del nombre, Hat, estaba incluida la noción de Verbo creador y nutricio. Las siete Hator alimentaban, precisamente, la luz por medio del Verbo en todas sus fórmulas, de la palabra ritual a la música.
Cada ascenso en grado había sido una dura prueba, tanto física como espiritual, pero la joven sacerdotisa no temía los esfuerzos ni el intenso trabajo necesario para seguir por aquel camino. ¿No eran, acaso, inagotables fuentes de alegría?