El árbol de vida (37 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Cepillo estaba en la segunda, que se parecía mucho a un taller, con pedazos de madera, herramientas y una mesa de carpintero. Pero el anciano no trabajaba ya. Con el pelo hirsuto, la espalda encorvada, el vientre hinchado, estaba sentado en una silla de alto respaldo y mantenía un bastón sobre cuyo pomo apoyaba el mentón. Miraba fijamente una sierra y una azuela de corto mango, indispensable para cepillar las tablas.

—Soy el escriba Iker y deseo hablar con vos.

—Mejor es olvidar el pasado, muchacho. Yo era el más ágil e infatigable en el trabajo, y ¡mira en qué me he convertido! Ni siquiera me atrevo ya a salir. La vejez es una gran desgracia.

—Todavía fabricáis maquetas como la de este barco.

Cepillo le echó una distraída mirada.

—Una diversión de impotente. Casi una vergüenza.

—Os equivocáis. Es magnífica.

—¿Dónde la encontrasteis?

—En el puesto del vendedor de juguetes.

—Me veo reducido a eso. Mi jubilación basta para alimentarme, pero ni mi cabeza ni mis manos aceptan esta decadencia.

—¿Trabajasteis en unos astilleros?

La pregunta de Iker enojó al anciano.

—¿Cómo te atreves a dudarlo? Es un paso obligado para cualquier carpintero que se precie de serlo.

—Entonces, participasteis en la construcción de muchos barcos.

—Grandes, pequeños, cargueros… Cuando aparecía una dificultad insuperable recurrían a mí.

Iker le mostró la maqueta.

—¿Este modelo reducido se inspira en algún barco que vierais nacer?

Cepillo palpó el objeto.

—¡Claro está! Un soberbio navío destinado al mar y no sólo al Nilo. Era tan fuerte que podía resistir varías tempestades.

—¿Recordáis su nombre?


El rápido
.

El joven escriba contuvo su alegría. ¡Por fin una pista seria!


El rápido
—repitió Cepillo—, fue mi último trabajo importante.

—¿Conocisteis al capitán y a la tripulación?

El anciano movió negativamente la cabeza.

—¿O sus nombres, al menos?

—En absoluto, y no me interesaban. Lo que yo quería era un casco de una robustez a toda prueba.

—¿Sabéis lo que ha sido de este barco?

—Lo ignoro.

—¿No os hablaron de su destino, el país de Punt?

—Sólo existe en la imaginación de los narradores, muchacho. Incluso
El rápido
hubiera sido incapaz de alcanzarlo.

—¿Quién era su propietario?

El anciano se extrañó.

—¡El faraón, claro está! ¿A quién quieres que pertenezca semejante barco?

—Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado: ¿os son familiares estos nombres?

—Nunca conocí a esa gente. No viven en Kahum ni en sus alrededores. Dime, muchacho, ¿a qué vienen esas preguntas?

—Conocí a los marineros de
El rápido
y me gustaría saber qué ha sido de ellos.

—Te bastará con consultar los archivos. Pero me viene a la memoria un detalle: no hice mi último trabajo en los astilleros, sino aquí mismo. Se trataba de un cofre de acacia tan hermoso como robusto. El comprador había hecho un encargo muy concreto y procuré respetar sus exigencias. ¡Un objeto de aquella calidad sólo podía estar destinado a un templo! Sin embargo, cuando el hombre vino a buscarlo, me reveló que necesitaba ese cofre para un largo viaje. Pensé en
El rápido
, pero sin duda me equivoqué.

—¿Quién era ese hombre?

—Un desconocido que estaba de paso y, puesto que había pagado generosamente y de antemano, no intenté informarme.

—¿Lo reconoceríais?

—No, mi vista disminuye día tras día. Era alto, creo.

—Mejor sería que no hablarais de nuestra conversación con nadie —sugirió Iker.

—¿Por qué?

—Suponed que
El rápido
se haya visto mezclado…

—No quiero suponer nada de nada, y no quiero oír nada ya. Ya sospechaba que tus preguntas no eran inocentes. Soy viejo y deseo morir tranquilo. Sal de mi casa y no vuelvas. En adelante encontrarás la puerta cerrada.

Iker no insistió, pero se prometió interrogar de nuevo al carpintero. Tenía que comunicarle muchas cosas aún.

El agente del libanés había espiado a Iker para saber si intentaba ponerse en contacto con un anciano artesano demasiado charlatán. A priori, no había peligro alguno, pues ¿quién iba a poner en la pista al joven escriba?

Pero fue necesario rendirse a la evidencia. Iker no iba a casa de Cepillo por una simple visita de cortesía.

Aunque muy improbable, aquella eventualidad se había contemplado.

De modo que el agente del libanés sabía cómo reaccionar.

56

—El Nilo está vacío —advirtió el general Nesmontu, incrédulo.

Al acercarse a Kis
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, la capital de la decimocuarta provincia del Alto Egipto, la flotilla de Sesostris aguardaba un recibimiento guerrero. Pero los navíos de combate del jefe local, Ukh, habían permanecido en el puerto, y el faraón desembarcó sin encontrar la menor oposición.

—Es forzosamente una trampa —estimó Sehotep—. Dejadme que vaya a explorar, majestad.

En el muelle no había ni un solo miliciano. El lugar parecía abandonado.

—La idea del Portador del sello es excelente —aprobó Sobek el Protector—. Le facilitaré una escolta.

—¿Quién respetaría a un rey cobarde? Seguidme.

Sesostris marchó en cabeza. Sobek no dejaba de escudriñar los alrededores, intentando adivinar de dónde provendría el ataque.

Hasta la entrada de la ciudad hubo tranquilidad.

En las calles no había ni una alma viviente. Puertas y ventanas estaban cerradas.

—¿Qué desgracia ha caído sobre esta ciudad? —preguntó Sehotep angustiado.

Finalmente, el rey divisó a los primeros habitantes.

Postrados, con la cabeza en la rodilla, parecían abrumados por la desesperación, incapaces de reaccionar.

Al acercarse a palacio, el suelo aparecía cubierto de armas. Los milicianos habían abandonado arcos, flechas, lanzas y espadas.

Sentado ante la puerta principal había un oficial postrado.

—¿Qué ocurre aquí? —interrogó Sobek.

El militar levantó unos ojos enrojecidos a fuerza de llanto.

—Nuestro jefe acaba de morir.

—¿Una revuelta?

—No, claro que no. ¿Quién se habría atrevido a rebelarse contra el señor Ukh? Ha muerto porque la serpiente sagrada de su provincia ha muerto, porque su jarra sagrada se ha roto, porque los campos están secos, porque los rebaños están enfermos… Y todo ello porque nuestro símbolo protector no cumple ya su función.

Sesostris se dirigió hacia el templo, dedicado a Hator. Civiles y militares se habían reunido en el exterior, acechando un signo de esperanza.

—¡Venerad al faraón! —clamó Nesmontu—. Sólo él pondrá fin a vuestras desgracias.

Todos se volvieron hacia el coloso. Acudió un sacerdote y se inclinó.

—Majestad, nuestra rebelión acaba de ser severamente castigada. Respetad nuestras vidas, os lo suplico.

—Nadie tiene nada que temer.

La sonrisa regresó a los labios de algunos habitantes de Kis. Si el faraón aceptara protegerlos, el mal se habría alejado.

—Debo mostraros el desastre, majestad.

Sesostris siguió al sacerdote hasta el interior del templo. En una capilla se conservaba el objeto más sagrado de la provincia, un papiro del que emergían dos plumas que enmarcaban un disco solar flanqueado por dos uraeus.

Una sola mirada bastaba para percibir la magnitud de la catástrofe.

El papiro se había ajado, el disco había perdido su fulgor y los ojos de las cobras no brillaban ya. En aquel símbolo, que llevaba el nombre de ukh, el mismo que el del jefe de provincia, la energía casi se había extinguido.

—Vamos a perecer todos —profetizó el sacerdote—. ¡Este lugar está maldito!

—Cálmate —ordenó el rey.

Sólo las dos plumas conservaban aún un poco de vigor. Encarnación del aire luminoso que circulaba por el universo y fecundaba los gérmenes de vida, ofrecían una postrera posibilidad de supervivencia.

—El cáncer corroe la acacia, y he aquí una de sus metástasis —advirtió el rey—. Concentrad vuestros pensamientos en el disco solar, vivid cada una de las palabras que voy a pronunciar, haced que reviva la potencia comulgando con el Verbo.

Sehotep, Nesmontu y Sobek se unieron a la palabra real para formar un ser de conocimiento.

La voz de Sesostris se elevó al recitar un himno al sol naciente.

—Aparece en la región de luz, ilumina de turquesa las Dos Tierras. Aleja las tinieblas, renace cada día, ven a la voz de quien pronuncia tu nombre. Único que permanece único, únete a tu símbolo, revela tu naturaleza sin traicionarla. Crea lo que es abajo como lo que es arriba. Llama viva en el interior de su ojo, sé el constructor, penetra en tu santuario.

Poco a poco, el papiro fue recuperándose. Luego, los ojos de las cobras enrojecieron como las brasas. Finalmente, el disco recuperó su brillo e iluminó la capilla.

—Ve a buscar a los sacerdotes —ordenó el monarca al general Nesmontu.

Cuando vieron la resurrección de su símbolo, los ritualistas se inclinaron ante el rey y comenzaron a cantar sus alabanzas.

—Nada de palabreo —interrumpió Sesostris—. Los ritos no se han celebrado correctamente, y vais a pagarlo muy caro. En vez de compadeceros a vosotros mismos, cumplid con rigor los servicios del alba, del mediodía y del ocaso. A la menor alerta, avisadme. En adelante, esta provincia pertenece al ser del faraón.

Al salir del templo, Sesostris fue aclamado por la población. De pronto, el regocijo se interrumpió y los curiosos se apartaron. Al momento aparecieron unos treinta policías que llevaban por la correa unos enormes perros. Formaban el cuerpo de élite de la milicia del difunto Ukh, y su comandante no parecía animado por las mejores intenciones.

—¡Nosotros no estamos dispuestos a inclinar la cabeza! Esta provincia era independiente y seguirá siéndolo.

—Deja de soltar estupideces —intervino Nesmontu—. Su majestad acaba de salvarla de la destrucción. En adelante, lo obedecerá.

—No necesitamos de ninguna autoridad exterior —se empecinó el comandante—. Me proclamo nuevo jefe de provincia y expulso a cualquier intruso de mi territorio.

—Rebelarse contra el faraón lleva a la muerte —recordó Sesostris—. Olvidaré tu locura pasajera, pero sométete ahora.

—Si dais un solo paso soltaré a los perros.

—No corráis riesgo alguno —le recomendó Sehotep al monarca—. No somos lo bastante numerosos para resistir. Entremos en el templo.

Sesostris se adelantó. El comandante y sus milicianos soltaron a los perros, que se abalanzaron hacia el rey.

Sobek quiso colocarse ante el soberano pero, con un gesto seco, éste se lo impidió.

A menos de un metro de su presa, los perros se apretujaron, dieron vueltas en redondo, mostraron los colmillos, lanzaron furiosos ladridos, pero se calmaron. Ya sólo formaban una apacible jauría cuyo macho dominante fue a mendigar una caricia antes de tenderse a los pies del rey.

—Estos animales saben quién soy. Tú, comandante indigno, no mereces darles órdenes.

Aterrado, el oficial intentó huir, pero dos de sus subordinados le partieron el cráneo de un garrotazo.

Mientras resonaban de nuevo las aclamaciones, Sesostris pensaba en la continuación de su combate. De la suerte de la acacia dependía la de todo Egipto, y era preciso esperar nuevas catástrofes.

Una certidumbre: quien había echado un maleficio sobre el árbol de Osiris no era Ukh. Ya sólo quedaban dos sospechosos: Djehuty, el jefe de la provincia de la Liebre, y Khnum-Hotep, el jefe de la provincia del Oryx.

La morada oficial atribuida a Iker, que constaba de una pequeña estancia para el culto a los antepasados, una modesta sala de recepción, una alcoba, aseos, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza, no era precisamente un palacio, pero sería agradable vivir en ella. Encalada recientemente, su mobiliario era escaso. Por fortuna, un establo cercano sólo albergaba a una vieja burra con la que
Viento del Norte
se puso rápidamente de acuerdo.

Dados los pocos bienes que poseía, el escriba no tardó mucho en trasladarse. Cuando terminaba de arreglarlo todo, un pobre tipo se presentó ante su puerta.

Con el pelo largo, mal afeitado, algo encorvado y flacucho, daba pena verlo.

—Soy el criado que os ha sido destinado oficialmente, dos horas dos veces por semana.

De momento, Iker sintió deseos de despedirlo y de arreglárselas solo. Pero el personaje no le resultaba desconocido.

—No, es increíble… ¿Eres tú, Sekari?

—Hum… Sí, soy yo.

—¿No me reconoces?

Aquel miserable se atrevió a mirar a su patrón.

—¡Iker… Vas tan bien vestido!

—¿Qué te ha sucedido?

—Los problemas habituales. Ahora, las cosas van mejor. ¿Aceptas emplearme?

—Para serte franco, me molesta un poco.

—Paga el ayuntamiento. Con una decena de casas para limpiar, algunas compras y chapuzas aquí y allá voy tirando.

—¿Dónde habitas?

—En una choza de un huerto. Lo cuido y tengo derecho a cosechar legumbres.

—Entra y tomemos una copa.

Los dos antiguos compañeros hablaron de sus aventuras en las minas del Sinaí, pero Iker no dio detalles sobre lo que le había ocurrido después de su separación.

—Hete aquí pues en la élite de los escribas —advirtió Sekari—, y con una hermosa carrera en perspectiva.

—No te fíes de las apariencias.

—¿Tienes problemas, acaso?

—Más tarde hablaremos de eso. Organízate a tu guisa, esta casa es también la tuya. Perdóname, me aguardan numerosas tareas.

Trabajando encarnizadamente, Iker consiguió calmarse. Tenía la prueba de que su pesadilla era real, de que
El rápido
había sido construido por un equipo de artesanos de Kahum y de que la embarcación sólo podía pertenecer al faraón Sesostris.

Nadie quería creer en la existencia del misterioso país de Punt, pero el joven sabía muy bien, por su parte, que aquél era el destino del navío a bordo del cual había estado a punto de perecer.

Iker se dirigió de nuevo a casa de Cepillo. Aquella vez iba a decírselo todo.

La puerta de su casa estaba cerrada.

El escriba llamó, pero nadie respondió. Una vecina se dirigió a él.

—¿Qué quieres?

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