Iker lo sacudió.
—¿Qué pasa?… ¡Ah, eres tú!
—¿Hace tiempo que estás aquí?
—No mucho… Mi velada y mi noche han estado muy ocupadas, ya sabes lo que quiero decir. ¡Una verdadera arpía que no quería soltarme! Puesto que conocía el emplazamiento de mi choza, resultaba imposible refugiarme allí. Mi única posibilidad de escapar era ésta. Si exiges que me vaya…
—No, entra. Dormirás mejor en el interior.
Sekari bostezó y se desperezó.
—¡Caramba, tampoco tienes un aspecto muy fresco!
—He sido víctima de un robo.
—¿Qué te han quitado?
—Un marfil protector por el que sentía mucho apego.
—Muchos son aficionados a esas cosas, y por eso se venden caras.
—Perdóname, Sekari, he dormido mal y…
—¿Dudas en preguntarme si he sido el ladrón? No, no me habría atrevido a ponerme de nuevo ante ti. Pero haces bien desconfiando de todo el mundo. A mi entender, esta casa debería estar mejor protegida. Un buen cerrojo no vendrá mal. Y, además, intentaré informarme para saber si ofrecen este marfil en el mercado. ¿Qué forma tiene?
Iker hizo una descripción precisa.
—¿Ninguna sospecha? —preguntó Sekari.
—Ninguna.
—Esperemos que mis grandes orejas capten alguna información. ¿Estás seguro de que nadie intenta perjudicarte?
—¿Y si tomáramos un copioso desayuno?
—Temo que tu cocina esté vacía. Voy a buscar lo necesario.
Mientras Sekari se alejaba, Iker pensaba en su consejo: no confiar en nadie.
La tranquilidad y la relajación del libanés eran sólo apariencia. Para preservarlas, devoraba dos veces más pasteles que de ordinario. Algún día tendría que preocuparse de adelgazar un poco.
Una buena noticia de Kahum: como estaba previsto, en caso de necesidad, su agente había eliminado a un viejo carpintero demasiado charlatán. En cambio, la operación comercial que debía proporcionarle una posición clave en la alta sociedad de Menfis se retrasaba mucho por culpa de intermediarios mediocres a los que sustituiría sin tardanza.
Un soberbio cargamento de madera de cedro, procedente del Líbano, había llegado al puerto de Menfis. Quedaba por saber si los aduaneros se ocuparían o no de él.
El libanés se perfumó por tercera vez aquella mañana. Dentro de poco tiempo sabría si su interlocutor egipcio era un aliado o un enemigo.
Si se trataba de una celada, su suerte estaba echada: trabajos forzados a perpetuidad. La perspectiva lo aterrorizó. ¡Se habrían acabado el lujo, la hermosa villa y la buena carne! No soportaría semejante prueba.
El libanés se tranquilizó pensando en que su olfato nunca lo había engañado. Aquel egipcio estaba corrompido hasta el tuétano y sólo pensaba en enriquecerse.
Se inquietó de nuevo al comprobar que sus investigaciones para descubrir su identidad tardaban en dar fruto.
Su portero le anunció una visita.
El libanés tragó un pastel de dátiles, que chorreaba miel, y bajó de su terraza.
El hombre era uno de sus mejores sabuesos. Como aguador, se desplazaba sin cesar por los buenos barrios de Menfis. Afable, trababa amistad fácilmente y sabía hacer hablar a la gente. Excelente fisonomista, había observado, por orden del libanés, al egipcio que había salido de su morada tras su entrevista comercial.
—¿Has conseguido identificarlo?
—Creo que sí, señor.
Por el aire abrumado de su agente, el libanés temió una catástrofe.
—Es un pez gordo, un pez muy gordo.
—¿Estás seguro?
—Del todo seguro. Conozco un cartero que trabaja para palacio y al que le lleno a menudo la cantimplora. Y él se encargó de llevar un decreto real a los barrios de las afueras. Cuando yo acababa de llenar su cantimplora, tres hombres salieron de un edificio oficial. «Mira», me dijo, «el de en medio es mi patrón. Él redacta los decretos y los textos administrativos por orden del rey.» Reconocí en seguida al personaje. Era el que vos me pedisteis que siguiera.
El libanés se sintió mal.
Un pez demasiado gordo, en efecto. Él, el pescador, había caído en las redes de un íntimo de Sesostris. Sólo le quedaba ya huir antes de que llegara la policía.
—¿Sabes… su nombre?
—Se llama Medes. Dicen que es trabajador, ambicioso, que no tiene corazón y que se muestra implacable con su personal. Está casado y tiene dos hijos. Hizo carrera en las finanzas antes de ser nombrado para ese cargo de primera línea. Voy a seguir buscando, aunque con prudencia. Uno no se acerca a la ligera a un dignatario de esa talla.
El portero intervino de nuevo.
—Otro visitante, señor. Urgente e importante, según dice.
—¿Un policía?
—¡De ningún modo! Un hombre atezado, con el pelo revuelto, al que le cuesta expresarse.
El libanés se sintió aliviado. Aquel mocetón sólo podía ser el capitán del barco que transportaba el cargamento de madera preciosa.
—Que entre. Tú —ordenó al aguador—, sal por detrás.
Era necesario para su supervivencia que los miembros de su organización no se conocieran.
Una copa de zumo de algarrobo, azucarado y suave, se imponía. Dentro de unos instantes lo sabría.
El capitán parecía lo que era: un marino experto, incómodo en tierra firme y de palabra difícil.
—Ya está.
—¿Qué significa eso, capitán?
—Bueno… que ya está.
—¿El cargamento ha sido descargado o decomisado por la aduana?
—Bueno… sí y no.
El libanés estuvo a punto de estrangular al marino.
—¿Sí qué y no qué?
—No, no hemos visto la aduana. Sí, el cargamento ha sido descargado y depositado en el lugar previsto.
Medes mostró al portero el pequeño pedazo de cedro en el que estaba grabado el jeroglífico del árbol. El criado se inclinó e introdujo al visitante en el salón sobrecargado de muebles exóticos. En las mesas bajas había una verdadera exposición de pasteles y ánforas de vino. En el aire flotaba un perfume embriagador.
Con las mejillas enrojecidas y el pelo brillante, el libanés se mostró entusiasta.
—¡Querido amigo, queridísimo amigo! ¡Tengo una fabulosa noticia!
—Era nuestra última cita prevista —repuso Medes—. Si el negocio no se lleva a cabo, no volveremos a vernos.
—Precisamente, ya está.
—¿A medias o por completo?
—Por completo. Vos habéis cumplido vuestra parte del contrato y yo la mía. El cargamento está seguro.
—¿En qué lugar?
—¿Y si probáis una de las obras maestras que ha preparado mi pastelero? Apenas me atrevo a mostraros los vinos que me complace ofreceros: son los mejores caldos del Delta.
—Estoy aquí para hablar de negocios.
—Os equivocáis, os lo aseguro.
—No me hagáis perder el tiempo. ¿Dónde está este almacén?
El libanés se sentó y se sirvió una copa de vino blanco de Imau, cuyo sabor encantaba las papilas.
—Hace mucho tiempo ya que dejamos de ser niños. La primera etapa de nuestra colaboración ha terminado. Me felicito de que hayamos jugado limpio, tanto el uno como el otro. Vos tenéis la lista de los compradores, yo la situación del almacén. Lo uno por lo otro, ¿no creéis?
—No estás en una posición de fuerza. ¡No tardaré en descubrirlo!
—Es cierto. Pero, sin mí, nunca dispondréis de los contactos que llevan del Líbano a Menfis. Y en ese caso, ¿por qué enfrentarnos en vez de proseguir una colaboración que tan bien ha comenzado? Además, tengo una nueva proposición que haceros. Soy un comerciante, vos no. Ignoro a qué os dedicáis exactamente, pero por fuerza pertenecéis a la alta administración puesto que me habéis evitado un control aduanero. Vender esta madera a particulares acomodados, negociar partida a partida, obtener los mejores precios… Esa tarea no debe de apasionaros mucho. Podría comprometeros incluso. Yo estoy acostumbrado a ese tipo de gestiones. De modo que vos permaneceréis en la sombra.
—La idea no me disgusta. Supongo que no es gratuita.
El libanés levantó los ojos al cielo.
—Lamentablemente, nada lo es en este bajo mundo.
—Exige una nueva distribución de los beneficios, ¿no es cierto?
—La solicito.
—¿A saber?
—Mitad y mitad. Para mí las preocupaciones, para vos la tranquilidad.
—¡Olvidas mis intervenciones ante las autoridades!
—¡Ni por un instante! Sin vos, yo no existo.
Medes reflexionó.
—Dos tercios para mí, un tercio para ti.
—No desdeñéis mis gastos. Ni siquiera podéis imaginar el número de intermediarios que me son indispensables. Con toda sinceridad, mis beneficios no son extraordinarios. Pero me complace mucho tratar con vos y estoy convencido de que no nos limitaremos a eso.
—¿Otros proyectos?
—No es imposible.
Según sus observadores, Medes sabía que los equipos del libanés se habían comportado de un modo notable. Tenía, pues, la oportunidad de trabajar con un gran profesional, y una suerte como aquélla se pagaba.
—De acuerdo: mitad y mitad.
—No os decepcionaré. ¿Un poco de vino?
—Sellemos nuestro acuerdo.
Aficionado a los grandes caldos, Medes debió reconocer que su anfitrión no presumía.
—¿Seguís queriendo mantener el anonimato? —preguntó, untuoso, el libanés.
—Es preferible, tanto para ti como para mí. ¿Cuánto tiempo necesitarás para dar salida al cargamento?
—En cuanto me hayáis entregado la lista de los compradores, mis vendedores se pondrán manos a la obra.
—¿Tienes lo necesario para tomar nota?
El libanés supo apreciarlo: Medes no dejaba ningún documento redactado por su propia mano. Al dictado, el comerciante anotó los nombres y las direcciones de quince notables de Menfis.
—Dentro de un mes, aproximadamente —anunció el libanés—, podremos pensar en otra entrega.
—Quedamos para dentro de cinco semanas, durante la luna llena. Te traeré una nueva lista.
El libanés se dejó caer sobre unos mullidos almohadones. Acababa de cerrar uno de los negocios más rentables de su carrera, ¡y era sólo el principio! Vivir como los egipcios comenzaba a gustarle.
—No te relajes —recomendó una voz grave.
El libanés se levantó de un brinco.
—¡Vos! Pero… ¿cómo habéis entrado?
—¿Crees acaso que una simple puerta puede detenerme? —preguntó el Anunciador, cuya fina sonrisa daba estremecimientos—. ¿Has obtenido los resultados que esperábamos?
—¡Más de lo que esperábamos, maestro, mucho más!
—No presumas, amigo mío.
—El hombre que acaba de salir de mi casa se llama Medes. El faraón Sesostris le encarga la redacción de los decretos oficiales. Es, pues, uno de los personajes más importantes de la corte, ¡y lo tengo en mis manos! Sin embargo, su posición eminente no le basta. Quiere también enriquecerse. Y es mi socio en el tráfico de cedro y de pino.
—Excelente trabajo —reconoció el Anunciador.
—Medes no sabe que lo he identificado —prosiguió el libanés—. Naturalmente, ha efectuado sobre mí una investigación profunda y, forzosamente, ha decidido que mis organizaciones comerciales no tenían equivalente alguno. Así pues, me ha proporcionado una primera lista de clientes que me he comprometido a satisfacer.
—No has debido de olvidar, de paso, un aumento de tu remuneración.
—¿No es eso normal, maestro?
—No podría condenarte por ello. Tu contribución a nuestra causa aumentará al mismo ritmo.
—¡No lo dudéis!
—Debes ganarte la confianza del tal Medes —aconsejó el Anunciador—. Lograrlo supone varios buenos negocios que le satisfagan.
—Contad conmigo, conozco mi oficio. Medes se enriquecerá, y pronto.
—¿Y el incidente de Kahum?
—El charlatán no seguirá hablando.
—¿Te ha interrogado la policía?
—No, maestro. Pero el carpintero Cepillo comenzaba a chismear con el vecindario y con sus visitantes. Nuestro agente consideró que sus historias se hacían peligrosas y aplicó las consignas de seguridad.
—Perfecto, amigo mío. Sigue implantando tu organización y prosigue con tus esfuerzos.
—¡No lo dudéis, maestro!
—Cuida tu línea. Comer demasiado impide la reflexión; beber demasiado, la prudencia.
—El inventario ha terminado —declaró Iker.
—¿En una semana? ¡Has trabajado día y noche! —se asombró Heremsaf.
Al examinar el rollo de papiro cubierto por una escritura rápida pero muy legible no tardó en comprobar la excepcional calidad del trabajo realizado.
—El Melenudo se queja de que ha caído enfermo por exceso de horas extra —soltó Heremsaf.
—Lo lamento. Por eso le aconsejé que guardara cama mientras yo resolvía los últimos detalles. ¿No tenía prisa el alcalde?
—Claro, claro, pero ni él ni yo habíamos fijado un plazo tan corto.
—Creí entender que…
—Felicidades, muchacho. Acabas de hacer un gran favor a la municipalidad. Ahora debemos pensar en una nueva tarea. ¿Cuáles son tus preferencias?
Heremsaf conocía la respuesta: «Los archivos.»
Muy tranquilo, Iker fingió pensarlo.
—Me gustaría ser destinado al templo de Anubis.
—¿Del que yo soy intendente?
—Dadas vuestras múltiples obligaciones podría ser útil.
Por unos instantes, Heremsaf se preguntó si el muchacho le tomaba el pelo. Pero el tono era humilde, la palabra pausada y el comportamiento respetuoso.
—¿Acaso te has vuelto razonable por fin, Iker? Lo repito: siempre que olvides el pasado y sus espejismos tienes por delante una brillante carrera. Por mi lado, ya no recuerdo nuestro reciente altercado.
—Os lo agradezco.
Heremsaf seguía dudando de la sinceridad de Iker; sin embargo, su subordinado le parecía más bien convincente.
—El templo de Anubis no es una mala idea… tanto menos cuanto la biblioteca exige una seria reorganización. El bibliotecario murió el mes pasado y el aprendiz que ocupa ahora su cargo no tiene los conocimientos necesarios para seleccionar y ordenar los antiguos manuscritos.
—Mi amor por los libros se verá colmado —afirmó el escriba.
Construido al sur de Kahum, cerca de la muralla, el templo de Anubis era de modesto tamaño. Otra cosa ocurría con su biblioteca, venerable institución frecuentada por los eruditos de la ciudad. Al aprendiz no lo ofendió el nombramiento de Iker, muy al contrario: aliviado al ver que designaban por fin a un escriba de alto rango se adaptó a las tareas que le confió su nuevo patrón.