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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (38 page)

—Me gustaría ver a Cepillo.

—No tienes suerte, pobre muchacho. Murió la noche pasada. ¿Eres de la familia?

—No, pero nos conocíamos y tenía que preguntarle algunas cosas.

—El viejo roñoso no charlará ya con nadie. En los últimos tiempos contaba cualquier cosa.

—¿De qué murió?

—¡De vejez, caramba! Sufría del corazón, de los pulmones, de los riñones… Todo estaba ya gastado. En eso tuvo suerte, no sufrió.

—¿Le tratabais?

—Lo menos posible, como los demás vecinos. Nos cansaba con sus historias de carpintero, y perdía ya la cabeza. Cuando no lo escuchábamos con atención, se volvía irascible, incluso.

—¿No le habrá visitado la policía justo antes de morir?

—¡La policía! Pero ¿qué había hecho?

—Nada, nada… Sólo era una pregunta.

La vecina le dirigió una mirada cómplice.

—¡De modo que el viejo estaba metido en algún lío! ¿No serás tú de la policía?

—No, sólo era un amigo.

—¡Demasiado joven para ser amigo de Cepillo!

Iker se batió en retirada. Le habría gustado entrar en la casa y registrarla, pero ¿para qué? El escriba no creía en una muerte natural. Y los asesinos del anciano habrían hecho desaparecer, sin duda, cualquier indicio comprometedor.

¿Y quién podía actuar con toda impunidad sino unos policías que obedecieran órdenes superiores y seguros de no ser molestados? El alcalde debía de estar al corriente. Y por encima del alcalde, un ministro. Y por encima del ministro, el protector de Kahum, el rey Sesostris.

Iker quería la verdad y la justicia. Gracias al mango del cuchillo tenía la prueba de la existencia del
Rápido
. Ahora bien, su principal testigo había desaparecido, y las autoridades le responderían que aquel modesto objeto no bastaba para abrir una investigación.

Los archivos de Kahum: allí y sólo allí estaban los documentos decisivos.

A la entrada del edificio había apostados dos centinelas pertenecientes a la policía municipal.

—¿Nombre y función?

—Iker, escriba.

—¿Autorización escrita para entrar en los locales?

—Sólo quiero ver al Conservador.

—Un momento.

El alto personaje aceptó recibir a Iker, cuya reputación no dejaba de aumentar. Reservado y puntilloso, el Conservador se mostró, sin embargo, afable.

—¿Qué deseas, Iker?

—Es bastante delicado. Se trata de una misión… digamos que discreta.

—Puedo comprenderlo, pero necesito mayores precisiones.

—Mi superior, Heremsaf, me ha enviado a consultar los archivos referentes a los astilleros. Le gustaría mucho verificar un detalle.

—¿Por qué no viene él mismo?

—Precisamente por discreción. Mi presencia aquí no extrañará a nadie, mientras que la suya…

El Conservador pareció convencido. Sin duda, no era la primera vez que se veía enfrentado con un caso como aquél, donde era importante no dejar rastro alguno.

—Comprendo, comprendo… Pero preferiría tener una nota firmada por Heremsaf.

—Tal vez no sea indispensable y…

—Para mis archivos personales, sí. Vuelve con la nota y te facilitaré la tarea.

—¿A quién le estás tomando el pelo, Iker, y qué oculta todo eso? —preguntó Heremsaf, presa de una fría cólera—. El Conservador de los archivos de Estado acaba de avisarme de que te has atrevido a utilizar mi nombre para una consulta ilegal. ¡Tú, en quien tenía toda la confianza!

—¿Me hubierais concedido una autorización como es debido?

La mirada de Heremsaf se hizo penetrante.

—¿No crees que es hora ya de decirme la verdad?

—Os devuelvo la pregunta.

—¡Vas demasiado lejos, Iker! ¡Yo no he intentado introducirme en los archivos!

—Vos me ordenasteis seleccionar los objetos amontonados en los antiguos almacenes, insistiendo en que ninguno escapara a mi atención.

—Es cierto, ¿y qué?

—¿No estaríais pensando en un mango de cuchillo en el que se grabó el nombre de un barco?

Heremsaf pareció sorprendido.

—¿El principal astillero de la región no está colocado bajo vuestra responsabilidad? —prosiguió Iker.

—¡En eso te equivocas! Se encarga el maestro de obras del Fayum.

—¿Y en lo del mango del cuchillo no me equivoco?

—¿Qué buscas exactamente?

—Maat, claro está.

—No vas a encontrarla mintiendo al Conservador.

—Si no tenéis nada que reprocharos, autorizadme a consultar los archivos.

—No es tan sencillo, y no tengo todos los poderes. Existen varios departamentos, y sólo el alcalde da el permiso para acceder al conjunto. Escúchame, Iker, estás en pleno ascenso, pero no tienes muchos amigos. Tu rigor y tu competencia hablan en tu favor; sin embargo, la excelencia del trabajo no basta, por sí sola, para garantizar una brillante carrera. Te es indispensable mi apoyo, y te lo concedo porque creo en tu porvenir. Aceptaré olvidar este momento de extravío siempre que no se repita. ¿Queda entendido?

—No, no queda entendido. No deseo una brillante carrera sino sólo la verdad y la justicia. Cueste lo que cueste, no renunciaré a esta búsqueda. Me niego a pensar que todo está podrido en este país. De lo contrario, significaría que Maat lo ha abandonado. Y en ese caso, ¿por qué seguir viviendo?

Sin que lo invitaran a ello, Iker salió del despacho de Heremsaf. Enviándolo hacia el alcalde, forzosamente cómplice de los asesinos del carpintero, su superior demostraba su propia culpabilidad. Pero ¿por qué Heremsaf lo había puesto tras la pista del mango de cuchillo? Comportándose así lo había ayudado. Negándole la autorización para consultar los archivos le impedía avanzar. ¿Cómo explicar unas actitudes tan contradictorias? Sin duda, Heremsaf, fiel aliado del alcalde, ignoraba la existencia del modesto objeto que revelaba el nombre de
El rápido
.

Iker sería destituido de cualquier cargo y expulsado de Kahum.

Sin embargo, regresaría y conseguiría obtener los documentos que necesitaba. Consciente de que su tarea resultaba imposible, caminó al azar.

—Pareces contrariado —murmuró la voz afrutada de Bina.

—Dificultades en mi oficio.

—¡Ni siquiera me habías visto! ¿No debieras distraerte un poco?

—No tengo ganas de divertirme.

—¡Ven, hablemos! He encontrado un lugar tranquilo, una casa vacía justo detrás de donde trabajo. Reúnete conmigo esta tarde, cuando se ponga el sol. Charlar te hará bien.

57

Al acercarse a la capital de la provincia de la Liebre, los paisajes se volvían suaves y encantadores. Todo allí hablaba de paz, de reposo y meditación.

A bordo del navío del rey sólo se pensaba en el enfrentamiento con el terrible Djehuty. Las noticias que acababa de recibir el general Nesmontu nada tenían de satisfactorias.

—El jefe de provincia dispone de un pequeño ejército bien pagado y formado por profesionales aguerridos —le reveló al faraón—. Además, Djehuty tiene fama de fino estratega.

—En ese caso —afirmó Sehotep— no será hostil a la negociación. Cuando Djehuty conozca que se nos han unido provincias consideradas intransigentes comprenderá que la lucha armada es inútil. Me ofrezco, pues, como embajador.

—Seguiremos utilizando mi método —decidió Sesostris.

Los tres miembros presentes de la Casa del Rey, el general Nesmontu, el Portador del sello Sehotep y Sobek el Protector, compartieron el mismo pensamiento: el monarca no evaluaba el peligro. Djehuty no era un mediocre, y no rendiría sus armas sin librar un combate devastador.

Sin embargo, la seguridad del faraón parecía inquebrantable. ¿No se parecía, acaso, a uno de aquellos artesanos geniales capaces de ejecutar el gesto adecuado en el momento adecuado? ¿Cómo no sentir confianza hacia aquel gigante que, desde su subida al trono de los vivos, no había dado ni un solo paso en falso?

Khemenu, «la ciudad de la Ogdóada» —la cofradía de ocho poderes creadores—, era a la vez la capital de la provincia de la Liebre y el lugar preferido por el dios Tot. Maestro de los jeroglíficos, «las palabras de Dios», Tot ofrecía a los iniciados la posibilidad de alcanzar el conocimiento. Revelándose en la forma de hoz de la luna, el símbolo más visible de la muerte y de la resurrección, insistía en la necesidad del acto cortante, al margen de la tibieza y del compromiso. El pico del ibis, el pájaro de Tot, no buscaba: encontraba.

Ejercer un justo gobierno del país sin el control de aquella provincia resultaría ilusorio. Aquel día Sesostris estaba a pie de obra.

—Majestad —intervino Sobek el Protector—, permitid que os acompañe.

—No será necesario.

En el río no había ningún navío de guerra, y en el muelle no se veía a soldado alguno.

—Increíble —murmuró Sehotep—. ¿Nos habrá hecho también el jefe de provincia Djehuty el favor de morirse?

Las maniobras de atraque se realizaron con tranquilidad, como si los recién llegados gozaran de toda la confianza de los responsables del puerto de Khemenu.

Al pie de la pasarela, un hombre flaco de rostro grave desenrolló un papiro cubierto de jeroglíficos en columnas en el que aparecía una sola figura raramente representada: un Osiris sentado, tocado con su corona de resurrección, que mantenía el cetro de Poder
(37)
y la llave de vida
(38)
; en su trono aparecía el símbolo de los millones de años, y a su alrededor había círculos ígneos que impedían acercarse a los profanos
(39)
.

—General Sepi… Por fortuna, regresaste de Asia sano y salvo.

—La tarea no fue fácil, majestad, pero me aproveché de la desorganización crónica de las tribus y los clanes.

—Justo tras tu entrada en el «Círculo de oro» de Abydos hubiera sido lamentable perderte.

—Gracias a esta iniciación la vida y la muerte son tan distintas que ya no se afrontan las pruebas del mismo modo.

Bajo la mirada estupefacta de los marineros de la flotilla real, el faraón y su hermano de espíritu se dieron un abrazo.

—¿Tus conclusiones, Sepi?

—Asia está bajo control. Nuestras tropas instaladas en Siquem han asfixiado el deseo de revuelta de los cananeos. Son tratados con justicia y comen hasta saciar su hambre. Algunos mantienen la nostalgia de un personaje extraño, el Anunciador, pero su desaparición parece haber arrastrado la de sus fieles. Sin embargo, no seamos ingenuos y no bajemos la guardia. Toda esta zona debe permanecer bajo estricta vigilancia. Sobre todo, que nuestra presencia militar se mantenga e incluso se refuerce. Temo la proliferación de una resistencia urbana capaz de fomentar disturbios esporádicos.

—Tu opinión me resulta muy valiosa, Sepi. ¿Qué ocurre con esta provincia?

—No lo sé. Regresé anteayer. ¡Djehuty me pareció muy cambiado! Está alegre, relajado, feliz de vivir.

—¿Dio la orden de atacarme?

—No concretamente. Me reveló que os reservaba una sorpresa y me pidió que os acogiera, solo, sin armas y sin soldados.

—¿Acaso has conseguido convencerlo y evitar un sangriento conflicto?

—No estoy convencido de ello, majestad. Desde que Djehuty me contrató no he dejado de intentar, con ligeras insinuaciones, que percibiera lo absurdo de su posición. Creer que lo he conseguido sería pura vanidad.

—¿A quién obedecerán los milicianos?

—A él; a mí, no.

—Pues bien, veamos esa sorpresa.

Por el camino que llevaba al palacio de Djehuty, los milicianos y los jóvenes de la provincia formaban una guardia de honor, agitando palmas.

Tan asombrado como Sesostris, el general Sepi condujo al monarca hasta la sala de audiencias.

Lujosamente vestidas y maquilladas con habilidad, las tres hijas de Djehuty mostraron su más hermosa sonrisa mientras se inclinaban ante el faraón.

Envuelto en un manto que le llegaba a los tobillos, su padre se levantó trabajosamente.

—Que vuestra majestad me perdone, soy víctima de dolorosos reumatismos y tengo siempre frío. No obstante, me queda aún suficiente salud para presentar el homenaje de mi provincia al rey del Alto y del Bajo Egipto.

Tres sillas de mano llevaron al faraón, al jefe de provincia y al general Sepi hasta el gran templo de Tot. En la fachada se erguía el coloso.

—He aquí la encarnación de vuestro
ka
, majestad —declaró Djehuty—. Os corresponde concederle la última luz que le dará vida para siempre.

Sepi ofreció a Sesostris una maza procedente de Abydos y consagrada durante la celebración de los misterios de Osiris. El rey la levantó, apuntando a los ojos, a la nariz, a las orejas y a la boca del coloso. A cada uno de sus gestos, un rayo luminoso brotó del extremo de la maza. La piedra fue recorrida por las vibraciones y todos advirtieron que una parte del
ka
real se hallaba presente desde aquel instante en la ciudad de Tot.

Aquel banquete se podía calificar de fastuoso: platos de excepcional refinamiento, un servicio sin fallos, una orquesta digna de la corte de Menfis, jóvenes bailarinas capaces de ejecutar las más acrobáticas figuras. De entre éstas, la más hermosa intercambiaba miradas cómplices con el Portador del sello Sehotep, muy sensible a sus encantos. Por toda vestimenta, la artista sólo llevaba un cinturón de cuentas.

Pero Djehuty advirtió que el faraón seguía frunciendo el entrecejo.

—Me gusta vivir bien, majestad, y estoy orgulloso de la prosperidad de esta provincia, lo que no me impide ser lúcido. Al concedernos una perfecta crecida habéis demostrado que erais el único digno de reinar sobre un Egipto reunificado. Habéis obtenido mi fidelidad, soy vuestro servidor. Ordenad y obedeceré.

—¿Estás informado de la desgracia que nos afecta?

—No, majestad.

Una mirada del general Sepi confirmó que Djehuty no mentía.

—El árbol sagrado de Osiris está gravemente enfermo —reveló el rey.

—¿El árbol de vida?

—Eso es, Djehuty.

El jefe de provincia apartó su plato de alabastro, en un gesto que denotaba que había perdido el apetito.

—¿Qué ocurre?

—Un maleficio.

—¿Sabréis conjurarlo?

—Libro ese combate a cada instante. En el momento en que hablamos, la degradación se ha detenido. Pero ¿por cuánto tiempo? La edificación de un templo y una morada de eternidad provocarán energía, y estoy convencido de que un Egipto de nuevo coherente nos ayudará a luchar. ¿Puedes jurarme que eres inocente y que no has participado en ninguna conspiración para destruir la acacia?

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