El Arca de la Redención (110 page)

Read El Arca de la Redención Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Volyova lo despachó con un gesto cansado de la mano.

—Te creo. Pareces de ese tipo de hombres que terminan las cosas que empiezan, Clavain.

Él se rascó la barba.

—Entonces solo queda una cosa.

—¿Las armas? ¿Quién se queda con ellas al final? Bueno, no te preocupes. Ya he pensado en eso.

Clavain esperó y estudió la serie de curvas grises y abstractas que eran la forma encamada de la triunviro.

—Aquí tienes mi propuesta —dijo ella con un hilo de voz tan fino como el viento—. Y resulta que no es negociable. —Luego volvió la mirada otra vez a Antoinette—. Tú. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Bax —dijo Antoinette, casi tartamudeando con la respuesta.

—Mmm —dijo la triunviro como si aquello fuese lo menos interesante que había oído en su vida—. Y esa nave tuya..., ese mercancías... ¿De verdad es tan grande y rápida como se afirma?

La joven se encogió de hombros.

Supongo.

—Entonces también me la quedo. No la vas a necesitar una vez terminemos de evacuar el planeta. Pero será mejor que os aseguréis de terminar el trabajo antes de que me muera.

Clavain miró a Bax y luego volvió a mirar a la triunviro.

—¿Para qué quieres su nave, Ilia?

—Para alcanzar la gloria —dijo Volyova con tono despectivo—. La gloria y la redención. ¿Qué otra cosa te imaginabas?

Antoinette Bax estaba sentada sola en el puente de su nave, la nave que había sido suya y antes de su padre; la nave que había amado una vez y odiado otra, la nave que formaba parte de ella tanto como su propia piel, y sabía que aquella era la última vez. Para bien o para mal, ya nada sería lo mismo a partir de ese momento. Ya era hora de terminar el proceso que había comenzado con esa salida del Carrusel Nueva Copenhague para cumplir una ridícula y absurda promesa infantil. A pesar de toda su ridiculez, había sido una promesa nacida de la gentileza y el amor, y la había llevado al corazón de la guerra y al interior de la grande y abrumadora máquina de la historia misma. Si hubiera sabido, si hubiera tenido la más vaga idea de lo que iba a ocurrir, de cómo se vería enredada en la historia de Clavain, una historia que ya llevaba siglos en marcha antes de que ella naciera y que la arrancaría de su propio entorno y la lanzaría a años luz de su hogar y a décadas posteriores, entonces quizá se hubiera achicado. Quizá. Pero también era posible que hubiera mirado al miedo de frente y la hubiera embargado una determinación todavía más obstinada de hacer lo que se había prometido tantos años antes. Era, pensó Antoinette, muy, pero que muy posible que hubiera hecho precisamente eso. Una vez zorra tozuda, siempre zorra tozuda, y si ese no era su lema personal ya era hora de que lo adoptase. Su padre quizá no lo hubiera aprobado, pero estaba segura de que, en el fondo, él habría estado de acuerdo y quizá incluso la hubiera admirado por ello.

—¿Nave?

¿Sí, Antoinette?

—Está bien, ¿sabes? No me importa. Puedes seguir llamándome señorita.

—Solo era un número. —Bestia, o Lyle Merrick, para hablar con más propiedad, hizo una pausa—. Lo hice bastante bien, ¿no te parece?

—Papá tuvo razón al confiar en ti. Me cuidaste, ¿verdad?

—Lo mejor que pude. Que no fue tan bien como esperaba. Pero claro, tú tampoco me lo pusiste demasiado fácil. Supongo que era inevitable, dada la relación familiar. No se puede decir que tu padre fuera el más cauto de los individuos, y tú eres toda una astilla de ese palo.

—Sobrevivimos, nave —dijo Antoinette—. Aun así, sobrevivimos. Eso también tiene que contar, ¿no?

—Supongo.

Nave... Lyle...

—¿Antoinette?

—Sabes lo que quiere la triunviro, ¿no?

Merrick tardó varios segundos en responderle. Durante toda su vida se había imaginado que las pausas estaban insertadas en la conversación de la subpersona con fines cosméticos, pero ahora sabía que habían sido bastante reales. La simulación de Merrick experimentaba la conciencia a un ritmo muy parecido al del pensamiento humano normal, así que sus pausas indicaban una introspección genuina.

—Xavier me ha informado, sí.

Antoinette se alegró de que al menos no tuviera que ser ella la que revelase esa parte concreta del acuerdo.

—Cuando termine la evacuación, cuando hayamos sacado a tantas personas del planeta como podamos, la triunviro quiere utilizar el Ave de Tormenta. Dice que es para alcanzar la gloria y la redención. Parece una misión suicida, Lyle.

—Yo también he llegado más o menos a la misma conclusión, Antoinette. —La voz sintetizada de Merrick era de una calma desconcertante—. Se está muriendo, según tengo entendido, así que supongo que no es un suicidio en el sentido clásico..., pero esa es una distinción bastante absurda. Tengo entendido que desea compensar su pasado.

—Khouri, la otra mujer, dice que no es el monstruo que pinta la gente del planeta. —Antoinette luchó por mantener su propia voz tan serena y controlada como la de Merrick. Estaban dando rodeos alrededor de algo horrendo, orbitaban alrededor de una ausencia que ninguno de los dos deseaba reconocer—. Pero supongo que, de todos modos, algo malo ha debido de hacer en el pasado.

—Entonces supongo que ya somos dos —dijo Merrick—. Sí, Antoinette, sé lo que te inquieta. Pero no debes preocuparte por mí.

—Ella cree que solo eres una nave. Lyle. Y nadie le va a decir la verdad porque necesitan su cooperación con urgencia. Tampoco es que hubiera diferencia alguna si lo hicieran... —Antoinette se quedó sin voz, se odiaba por sentirse tan triste—. Vas a morir, ¿verdad? Al final, como habría ocurrido hace tantos años si papá y Xavier no te hubieran ayudado.

—Lo merecía, Antoinette. Hice algo terrible y huí de la justicia.

—Pero Lyle... —Le picaban los ojos. Sentía las lágrimas que se le agolpaban, lágrimas estúpidas e irracionales por las que se despreciaba. Había adorado a su nave, luego la había odiado, la había odiado por la mentira en la que había implicado a su padre, la mentira que le habían contado a ella; y luego había vuelto a amarla porque la nave, y el fantasma de Lyle Merrick que la embrujaba, eran vínculos tangibles con su padre. Y ahora que había conseguido asumirlo, el cuchillo volvía a retorcerse. Le estaban quitando aquello que había aprendido a amar, esa zorra de Volyova le arrebata de las manos el último vínculo con su padre...

¿Por qué nunca era fácil? Todo lo que había querido hacer era mantener una promesa.

—¿Antoinette?

—Podríamos quitarte —dijo ella—. Sacarte de la nave y sustituirte con una subpersona normal. Volyova no tendría que saberlo, ¿verdad?

—No, Antoinette, también ha llegado mi hora. Si ella quiere alcanzar la gloria y la redención, ¿por qué no puedo coger yo también un poco para mí?

—Tú ya has hecho algo. No hay ninguna necesidad de hacer un sacrificio mayor.

—Pero aun así, esto es lo que he elegido hacer. No puedes negarme eso, ¿verdad?

—No —dijo la joven, a la que se le quebraba la voz—. No, no puedo. Y no lo haría.

—Prométeme algo, Antoinette.

Esta se frotó los ojos, avergonzada de sus lágrimas y sin embargo extrañamente exultante al mismo tiempo.

—¿Qué, Lyle?

—Que seguirás cuidándote mucho, poco importa lo que pase de ahora en adelante. Ella asintió.

—Lo haré. Te lo prometo.

—Muy bien. Y hay otra cosa que quiero decir, y luego creo que deberíamos separarnos. Yo puedo continuar con la evacuación sin ayuda. De hecho, me niego en redondo a que sigas poniéndote en peligro al continuar volando a bordo de esta nave. ¿Qué te parece como orden? ¿A que estás impresionada? Creías que no era capaz de eso, ¿eh?

—Sí, nave, eso creía. —La joven sonrió a pesar de sí misma.

—Una última cosa, Antoinette. Ha sido un placer servir a tus órdenes. Un placer y un honor. Ahora, por favor, vete y busca otra nave, a poder ser algo más grande y mejor, que capitanear. Estoy seguro de que harás un trabajo excelente.

Antoinette se levantó de su asiento.

—Haré todo lo que pueda, te lo prometo.

—De eso no me cabe duda.

La joven dio unos pasos hacia la puerta y dudó en el umbral. —Adiós, Lyle —dijo. —Adiós, señorita.

40

Lo sacaron tiritando del útero abierto de la arqueta. Se sentía como un hombre al que acabaran de rescatar cuando estaba a punto de ahogarse en invierno. Los rostros de las personas que lo rodeaban se fueron haciendo más nítidos, pero no reconoció ninguno de inmediato. Alguien le echó una manta térmica acolchada sobre el estrecho armazón de los hombros. Lo miraron sin decir nada, suponiendo que no estaba de humor para conversar y preferiría orientarse por sus propios medios.

Clavain se sentó al borde de la arqueta durante varios minutos hasta que tuvo fuerzas suficientes en las piernas para cruzar cojeando la cámara. Tropezó en el último momento, pero consiguió darle cierta elegancia a la caída, como si hubiera sido su intención apoyarse de repente en el marco blindado del ojo de buey. Miró por el cristal. No veía nada salvo oscuridad, con su propio y espantoso reflejo rondando en primer plano. Era extraño, pero parecía carecer de ojos, sus cuencas estaban repletas de sombras que eran del color negro y preciso del vacío de fondo. Sintió una violenta sacudida de
déjà vu
, la sensación de que ya había estado allí contemplando esa misma máscara. Tiró del hilo del recuerdo y lo regañó hasta que corrió libre y recordó una misión diplomática de última hora, un trasbordador que caía hacia el Marte ocupado, un enfrentamiento inminente con una vieja enemiga y amiga llamada Galiana..., y recordó que incluso entonces, hace cuatrocientos años (aunque ahora eran más, pensó) ya se había sentido demasiado viejo para el mundo, demasiado viejo para el papel que le habían obligado a asumir. Si hubiera sabido lo que le aguardaba entonces, se habría echado a reír o se habría vuelto loco. Le había parecido el final de su vida, y sin embargo solo había sido un momento de su comienzo, apenas separable de su infancia en sus recuerdos.

Se volvió para observar a las personas que lo habían hecho volver en sí y luego miró al techo.

—Bajad las luces —dijo alguien.

Desapareció su reflejo. Ahora veía algo más que la negrura. Era un enjambre de estrellas, apiñadas en un hemisferio del cielo. Rojos, azules, dorados y blancos glaciales. Algunas brillaban más que otras, aunque no vio ninguna constelación conocida. Pero el agrupamiento de estrellas, metidas todas en una parte del cielo, solo significaba una cosa. Seguían moviéndose de forma relativa, todavía rozaban la velocidad de la luz.

Se volvió hacia el pequeño tropel. —¿Ha tenido lugar la batalla?

Una mujer pálida de cabello oscuro habló en nombre del grupo.

—Sí, Clavain. —Hablaba con calidez, pero no con la seguridad absoluta que Clavain había esperado—. Sí, se acabó. Nos enfrentamos al trío de naves combinadas, destruimos una y dañamos las otras dos.

—¿Solo dañadas?

—Las simulaciones no acertaron del todo —dijo la mujer. Se colocó al lado de Clavain y le metió un vaso de líquido marrón bajo la nariz. Él contempló su cara y su pelo. Había algo conocido en el modo en que lo llevaba, algo que despertó antiguos recuerdos que ya había removido su reflejo en el ojo de buey—. Toma, bebe esto. Medichinas tonificadoras del arsenal de Ilia. Te sentarán muy bien.

Clavain cogió el vaso de manos de la mujer y olisqueó el caldo. Olía a chocolate cuando él esperaba té. Lo inclinó y tragó un poco.

—Gracias —dijo—. ¿Te importa si te pregunto tu nombre?

—En absoluto —dijo la mujer—. Soy Felka. Te aseguro que me conoces bastante bien.

Levantó la cabeza, la miró y se encogió de hombros.

—Me suenas...

—Bébetelo todo. Creo que lo necesitas.

Recuperó la memoria a trozos, como una ciudad que se recupera de un corte de electricidad: manzana por manzana, pero al azar, los servicios públicos tartamudeaban y parpadeaban antes de reanudar el servicio normal. Incluso cuando se sentía bien llegaban más terapias con medichinas, cada una de las cuales trataba zonas concretas de la función cerebral, cada una de las cuales se administraba en dosis ajustadas con más cuidado que la anterior, mientras Clavain hacía muecas y cooperaba con un mínimo de buen talante. Cuando terminó, no quería ver ni un dedal más de chocolate en toda su vida.

Después de varias horas consideraron que, neurológicamente hablando, estaba sano. Todavía había cosas que no recordaba con gran precisión pero le dijeron que eso entraba dentro de los márgenes de error de la amnesia habitual que acompañaba a la evasión del sueño frigorífico, y que no indicaba ningún fallo adverso. Le dieron un tabardo con un biomonitor ligero, le asignaron un servidor de bronce alto y delgaducho y le dijeron que era libre de moverse por donde quisiera.

—¿No debería preguntar por qué me habéis despertado? —dijo.

—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Escorpio, que parecía ser el que estaba al cargo—. No hay ninguna prisa inmediata, Clavain.

—¿Pero he de suponer que hay una decisión que tomar?

Escorpio miró a uno de los otros líderes, la mujer que se llamaba Antoinette Bax. Tenía los ojos grandes y la nariz pecosa, y Clavain tenía la sensación de que había recuerdos de ella que todavía no había desenterrado. La mujer asintió, de forma casi imperceptible.

—No te habríamos despertado solo por las vistas —dijo Escorpio—. Son una mierda, incluso con las luces apagadas.

En algún lugar del corazón del inmenso navío había un lugar que parecía pertenecer a una parte muy diferente del universo. Era un claro, un lugar de hierba, árboles y cielos azules sintéticos. Había aves holográficas en el aire: loros, búceros y otros que saltaban de árbol en árbol como cometas de brillantes colores primarios, y había una cascada a lo lejos que parecía sospechosamente real, envuelta en una bruma arremolinada de un color azul talco, allí donde se vaciaba en un pequeño lago oscuro.

Felka escoltó a Clavain hasta un proscenio plano de hierba fresca y reluciente. La mujer llevaba un vestido largo y negro, sus pies perdidos bajo el vestido negro del dobladillo. No parecía importarle arrastrarlo por la hierba cubierta de rocío. Se sentaron uno enfrente del otro, descansando en los tocones de unos árboles cuyos remates alguien había pulido hasta que alcanzaron la suavidad de un espejo. Tenían el lugar para ellos solos, salvo por los pájaros.

Clavain miró a su alrededor. Ya se sentía mucho mejor y su memoria estaba casi entera, pero no recordaba este lugar en absoluto.

Other books

The Ground Beneath Her Feet by Salman Rushdie
Death Glitch by Ken Douglas
Maigret in Montmartre by Georges Simenon
Lady in the Veil by Leah Fleming
The Grace of Silence by Michele Norris
Unknown by Unknown