El Arca de la Redención (106 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—Esto no va a ser muy cómodo —advirtió cuando disparó la propulsión hasta el límite. La burbuja de supresión de la inercia se tragó cuatro quintas partes de la masa de la nave banshee, pero el radio efectivo de la burbuja no abarcó la cubierta de vuelo. Clavain y Felka sintieron todo el aplastamiento que suponían las ocho gravedades acumuladas como una serie de pesos colocados sobre el pecho.

—Puedo soportarlo —le dijo ella.

—No es demasiado tarde para dar la vuelta.

—Voy contigo. Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar.

Clavain solicitó una representación de la batalla para evaluar los cambios que hubieran tenido lugar mientras él había ido a recoger su traje espacial. Sus naves se arremolinaban alrededor de la Nostalgia por el Infinito como avispones enfurecidos, dibujando arcos cada vez más apretados con cada bucle. Ya habían muerto veintitrés miembros del ejército de Escorpio, la mayor parte cerdos, pero el sector más próximo del enjambre atacante estaba ahora a pocos kilómetros del casco de la gran nave; a tan corta distancia se convertían en objetivos muy difíciles para las defensas de medio alcance de Volyova. El Ave de Tormenta, identificado por su propio y grueso icono, se estaba acercando ahora al borde del enjambre de ataque. La triunviro se había traído todas salvo una de las armas de clase infernal de vuelta al refugio de la abrazadora lumínica. En otra parte, en la perspectiva general de todo el sistema, el arma de los lobos seguía hundiendo su único colmillo gravitatorio en la carne de la estrella. Clavain contrajo las imágenes hasta el tamaño justo para verlas y luego se volvió hacia Felka.

—Me temo que hablar no va ser demasiado fácil.

[Entonces no hablaremos, ¿no?].

Clavain la miró, sorprendido de que se hubiera dirigido a él al modo combinado, abriendo una ventana entre sus cabezas, metiendo palabras y mucho más que palabras en su cráneo.

Felka...

[Tranquilo, Clavain. Solo porque no lo hiciera muy a menudo no significa que no pudiese...].

Nunca pensé que no pudieses... Es solo... Estaban lo bastante cerca para el pensamiento combinado, comprendió Clavain, aunque no hubiera maquinaria combinada en la nave en sí. Los campos generados por sus implantes eran lo bastante fuertes para influir en el otro sin amplificaciones intermedias, siempre que no estuvieran a más de unos metros de distancia.

[Tienes razón. En circunstancias normales no quería. Pero tú no eres alguien cualquiera].

No tienes que hacerlo si no...

[Clavain, una advertencia. Puedes mirarlo todo en mi cabeza. No hay barreras, particiones, ni bloqueos mnemónicos. Para ti no, al menos. Pero no mires demasiado. No es que fueras a ver algo privado, o algo de lo que estoy avergonzada. Es solo...].

¿Que quizá yo no fuera capaz de soportarlo?

[A veces yo no puedo soportarlo, Clavain, y he vivido con ello desde que nací]. Entiendo.

Clavain vio las capas superficiales de la personalidad de su amiga, sintió el tráfico superficial de sus pensamientos. Los datos estaban en calma. No había nada que no pudiera examinar; ninguna experiencia sensorial o recuerdo que no pudiera desenmarañar y abrir como si fuera propio. Pero bajo la tranquila capa superficial, vislumbrado como algo que se precipita tras una ventana ahumada, yacía una tormenta clamorosa de conciencia. Era frenética e incesante, como una máquina que siempre estuviera a punto de desgarrarse, pero que nunca encontraría un respiro en su propia destrucción.

El hombre se retiró, aterrado por si se caía.

[¿Ves a lo que me refiero].

Siempre supe que vivías con algo así. Pero no...

[No es culpa tuya. No es culpa de nadie, ni siquiera de Galiana. Soy así, nada más].

Clavain comprendió entonces, quizá más que en cualquier otro momento desde que la conocía, cómo eran los anhelos de Felka. Los juegos, los juegos complejos, saciaban esa máquina clamorosa, le daban algo en lo que trabajar, la ralentizaban y convertían en algo menos furioso. Cuando era niña, la Muralla era todo lo que necesitaba, pero le habían quitado la Muralla. Después de eso, nada había sido suficiente, jamás. Quizá la máquina habría evolucionado a medida que Felka crecía. O quizá la Muralla siempre hubiera resultado inadecuada. Pero todo lo que importaba ahora era que ella encontrara sustitutos: juegos o rompecabezas, laberintos o adivinanzas, que la máquina pudiera procesar y por tanto proporcionarle el más diminuto punto de calma interior.

Ahora entiendo por qué crees que los malabaristas quizá puedan ayudarte.

[Incluso si no pueden cambiarme, y ni siquiera estoy segura de que quiera que me cambien, quizá podrían darme al menos algo en lo que pensar, Clavain. Tantas mentes alienígenas han quedado grabadas en sus mares, tantos patrones almacenados... Incluso podría encontrarle sentido a algo a lo que los otros nadadores no se lo han encontrado. Mi presencia podría incluso ser de valor].

Siempre he dicho que haría lo que pudiese. Pero no es más fácil ahora que antes. Lo entiendes, ¿verdad?

[Por supuesto]. Felka...

La mujer debió de leer lo suficiente en su mente para ver lo que estaba a punto de preguntarle.

[Mentí, Clavain. Mentí, y lo hice para salvarte, para conseguir que dieras la vuelta].

El ya lo sabía, se lo había dicho Skade. Pero hasta ahora jamás había descartado por completo la posibilidad de que fuera Skade la que le hubiera estado mintiendo, que Felka fuera en realidad hija suya.

Habría sido una mentira piadosa en ese caso. Yo he sido responsable de unas cuantas de esas en mis tiempos.

[No dejó de ser una mentira. Pero no quería que Skade te matara. Parecía mejor no decir la verdad...].

Debías de saber que siempre me lo había preguntado.

[Era natural que te lo preguntaras, Clavain. Siempre hubo un fuerte lazo entre nosotros antes de que me salvaras la vida. Y tú fuiste prisionero de Galiana antes de que yo naciera. Para ella habría sido fácil recoger material genético...]. Los pensamientos de Felka se hicieron brumosos. [Clavain... ¿Te importa si te pregunto algo?].

No hay secretos entre nosotros, Felka.

[¿Hiciste el amor con Galiana cuando eras su prisionero?].

Clavain le respondió con una tranquilidad y una claridad de mente que lo sorprendieron, incluso a él.

No lo sé. Creo que sí. Lo recuerdo. Pero claro, ¿qué significan los recuerdos después de cuatrocientos años? Quizá solo esté recordando un recuerdo. Espero que no sea ese el caso. Pero después... cuando me convertí en uno de los combinados...

[¿Sí?].

Sí que hicimos el amor. Al principio hacíamos el amor con frecuencia. A los otros combinados no les gustaba, creo, veían en ello un acto animal, una vuelta primitiva a la humanidad más básica. Galiana no estaba de acuerdo, por supuesto. Ella siempre fue la más sensual de los dos, la que más gozaba del reino de los sentidos. Eso fue lo que sus enemigos jamás entendieron de verdad sobre ella, que amaba con toda honestidad a la humanidad, más que ellos. Por eso creó a los combinados. No para ser algo mejor que la humanidad, sino como regalo, una promesa de lo que la humanidad podría llegar a ser con solo hacer realidad nuestro potencial. En lugar de eso, la pintaron como si fuera una especie de monstruo frío y reduccionista. Qué equivocados estaban. Galiana no pensaba que el amor fuera un antiguo truco darwiniano de la química cerebral que había que erradicar de la mente humana. Lo veía como algo que había que llevar a su culminación, como una semilla que necesita que la alimenten mientras crece. Pero jamás entendieron esa parte. Y el problema era que tenías que ser combinado antes de apreciar lo que aquella mujer había logrado.

Clavain hizo una pausa y se paró un momento para revisar la disposición de sus fuerzas alrededor de la nave de la triunviro. Se habían producido dos muertes más en el último minuto, pero continuaba el avance constante de sus fuerzas.

Sí, hicimos el amor, allá en mis primeros tiempos entre los combinados. Pero llegó un momento en el que ya no era necesario, salvo como acto nostálgico. Parecía algo que hacían los niños: no era algo malo, ni primitivo, ni siquiera aburrido, pero ya no tenía ningún interés. No era que hubiéramos dejado de amarnos, o que hubiéramos perdido la sed de experiencias sensoriales. Era solo que había muchas más formas gratificantes de lograr esa misma clase de intimidad. Una vez que has acariciado la mente de alguien, que has paseado por sus sueños, que has visto el mundo a través de sus ojos, que has sentido el mundo a través de su piel... Bueno, nunca pareció haber una necesidad real de volver a las viejas costumbres. Y yo nunca he sido muy nostálgico. Era como si hubiéramos entrado en un mundo más adulto, atestado de sus propios placeres y atractivos. No teníamos razones para mirar atrás y ver lo que nos estábamos perdiendo.

Felka no respondió de inmediato. La nave siguió volando. Clavain le echó un vistazo de nuevo a las lecturas y los resúmenes tácticos. Durante un momento, un terrible e inmenso momento, tuvo la sensación de que había hablado demasiado. Pero luego habló su compañera y supo que ella lo había entendido todo.

[Creo que tengo que hablarte de los lobos].

37

Cuando Volyova tomó la decisión, sintió una oleada de fuerza que le permitió arrancarse las sondas médicas y las vías de su cuerpo y tirarlas a un lado con pícaro abandono. Conservó solo los anteojos que sustituían a sus ojos ciegos mientras hacía todo lo que podía para no pensar en la vil maquinaria que flotaba por su cráneo. Aparte de eso, se sentía bastante sana y fuerte. Sabía que era una ilusión, que pagaría más tarde por este estallido de energía y que, casi con toda seguridad, lo pagaría con su vida. Pero la perspectiva no le daba miedo, solo tenía la callada satisfacción de que quizá pudiera hacer algo con el tiempo que le quedaba. Estaba muy bien quedarse allí tirada, dirigiendo asuntos lejanos como un pontífice atado a la cama, pero no era así como tenía que ser. Ella era la triunviro Ilia Volyova y tenía que mantener ciertos estándares.

—Ilia... —comenzó Khouri cuando vio lo que estaba pasando.

—Khouri —dijo ella. Su voz seguía siendo un graznido, aunque por fin imbuido de algo parecido al viejo fuego—. Khouri..., haz esto por mí y no te pares ni una vez para cuestionarme o convencerme de lo contrario. ¿Entendido?

—Entendido... creo.

Volyova chasqueó los dedos para llamar al servidor más cercano. Este se apresuró a acercarse eludiendo los monitores médicos que no dejaban de graznar.

—Capitán..., que el servidor me ayude a llegara la zona de las naves, ¿quiere? Espero que allí me estén esperando un traje y un trasbordador.

Khouri la sujetó para que pudiera sentarse.

—Ilia, ¿qué estás planeando?

—Voy fuera; necesito hablar un momento, y muy en serio, con el arma diecisiete. —No estás en condiciones...

Volyova la interrumpió con el gesto brusco de una mano frágil.

—Khouri, quizá tenga un cuerpo débil y flojo, pero dame ingravidez, un traje y es posible que un arma o dos, y ya verás si todavía puedo hacer algún daño. ¿Entendido?

—No te has rendido, ¿verdad?

El servidor la ayudó a poner los pies en el suelo.

—¿Rendirme, Khouri? Eso no está en mi diccionario.

Khouri también la ayudó y cogió el otro brazo de la triunviro.

Al borde del enjambre de combate, aunque todavía dentro del alcance de armas dañinas en potencia, Antoinette desconectó las pautas evasivas que había estado ejecutando y ahogó al Ave de Tormenta hasta que bajó a una gravedad. A través de las ventanillas de la nave, Antoinette veía la forma alargada de la abrazadora lumínica de la triunviro, visible a dos mil kilómetros de distancia como un diminuto arañazo de luz. La mayor parte del tiempo estaba lo bastante oscura como para que no viera absolutamente nada, pero dos o tres veces por minuto una explosión importante (una mina que detonaba, una cabeza explosiva, una unidad de algún motor o el disparador de un arma) arrojaba luz contra el casco y por un momento lo sacaba de la oscuridad, igual que un faro que se reflejara contra la punta dentada que se eleva de las profundidades de un océano sacudido por una tormenta. Pero no cabía duda de dónde estaba la nave. Las chispas de las llamas se arremolinaban a su alrededor, tan brillantes que le manchaban la retina y grababan moribundos arcos y hélices de color rosa en el telón de fondo de las estrellas; las estelas le recordaban a los palos encendidos con los que jugaban los niños durante los espectáculos de fuegos artificiales del viejo carrusel. Si se veían alfileres de luz dentro del enjambre, eso significaba que detonaban armamentos más pequeños, y muy de vez en cuando Antoinette veía la dura línea roja o verde del haz de un precursor láser sorprendido al extraer aire o propelente de una u otra de las naves. Algo distraída, maldiciendo la capacidad de su mente para concentrarse en las cosas más triviales en el momento menos oportuno, la joven se dio cuenta de que este era un detalle en el que siempre se equivocaban los holoculebrones espaciales, en los que los haces láser eran invisibles y el elemento siniestro de la invisibilidad se sumaba al drama. Pero de cerca, una batalla espacial era un asunto mucho más sucio, con nubes de gas y fragmentos de ahechaduras estallando por todas partes, listos para reflejar y dispersar cualquier arma de haces.

El enjambre estaba más atestado hacia el medio y se iba reduciendo a lo largo de decenas de kilómetros. Aunque ella estaba al borde, era consciente del objetivo tan tentador que debía de presentar el Ave de Tormenta. Las defensas de la triunviro estaban preocupadas por los elementos de ataque más cercanos, pero Antoinette sabía que no podía permitirse el lujo de contar con que eso continuase.

La voz de Xavier se oyó por el intercomunicador.

—¿Antoinette? Escorpio está listo para salir. Dice que puedes abrir la puerta de la bodega cuando quieras.

—No estamos lo bastante cerca —dijo ella.

La voz de Escorpio los interrumpió por el intercomunicador. A Antoinette ya no le costaba distinguir su voz de las de los otros cerdos.

—¿Antoinette? Ya estamos bastante cerca. Tenemos combustible suficiente para cruzar desde aquí. No hay necesidad de que arriesgues el Ave de Tormenta para acercarnos más.

—Pero cuanto más os acerque, más combustible tendréis de reserva. ¿No es cierto?

—No puedo discutir por eso. Acércanos quinientos kilómetros más, entonces. ¿Y Antoinette? Entonces sí que estaremos lo bastante cerca.

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