El Arca de la Redención (101 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Pero todavía estaba bastante cabreada.

Su nave, desde luego, estaba lista para la lucha. Para el ojo inexperto no se había producido ninguna alteración drástica en la apariencia externa del Ave de Tormenta. Las armas extra que se habían injertado, además de los elementos disuasivos ya presentes, solo significaban unos cuantos bultos más, pinchos y asimetrías que debían sumarse a las ya existentes. Con fábricas que producían armamento por toneladas, no había sido demasiado difícil desviar parte de esa manufactura hacia ella, y Escorpio había estado más que dispuesto a hacer la vista gorda. Remontoire y Xavier incluso habían trabajado juntos para acoplar las armas más exóticas a la red de control del Ave de Tormenta.

Durante un tiempo, Antoinette se había preguntado por qué sentía la necesidad de luchar. No se consideraba dada a la violencia o a los gestos heroicos. Los gestos estúpidos y sin sentido, como el de enterrar a su padre en un gigante gaseoso, eran otra historia.

Trepó por la nave hasta que llegó a la cubierta de vuelo. Xavier siguió trabajando después de que ella entrara. Estaba demasiado absorto en lo que estaba haciendo, y debía de estar acostumbrado a que ella nunca visitara el Ave de Tormenta.

La joven se acomodó en el asiento que él tenía al lado y esperó a que su amigo notara su presencia y levantara los ojos del trabajo. Cuando lo hizo, el joven se limitó a asentir y le dio espacio y tiempo para decir lo que necesitara. Antoinette lo agradeció.

—¿Bestia? —dijo en voz baja.

La pausa que se produjo antes de que Lyle Merrick contestara no pudo ser más larga de lo habitual, pero a ella le pareció una eternidad. —¿Sí, Antoinette? —He vuelto.

—Sí... Eso tenía entendido. —Hubo otro largo intervalo—. Me alegro de que hayas vuelto.

La voz tenía el mismo tono que siempre, pero algo había cambiado. Antoinette suponía que Lyle ya no se sentía obligado a imitar a la antigua subpersona, aquella a la que había sustituido dieciséis años antes.

—¿Por qué? —le preguntó ella con tono seco—. ¿Me has echado de menos?

—Sí-dijo Merrick—. Sí, así es.

—No creo que pueda perdonarte jamás, Lyle.

—Jamás querría ni esperaría tu perdón, Antoinette. Desde luego, no lo merecería.

—No, desde luego que no.

—¿Pero entiendes que le hice una promesa a tu padre? —Eso es lo que Xavier dijo.

—Tu padre era un buen hombre. Antoinette. Solo quería lo mejor para ti.

—También lo mejor para ti, Lyle.

—Le debo mucho. No podría discutirlo.

—¿Cómo vives con lo que hiciste?

Se oyó algo que podría haber sido una carcajada, o incluso una risita de autodesprecio.

—A la parte de mí que más importaba no le inquieta mucho esa cuestión, ¿sabes? Al yo de carne y hueso lo ejecutaron. Yo no soy más que una sombra, la única sombra que no encontraron los borracabezas.

—Una sombra con un instinto de supervivencia muy evolucionado. —Una vez más, eso es algo que nunca negaría. —Quiero odiarte, Lyle. —Adelante —dijo él—. Ya hay millones que lo hacen.

La joven suspiró.

—Pero no me lo puedo permitir. Esta sigue siendo mi nave. Tú la sigues dirigiendo, me guste o no. ¿Cierto, Lyle?

—Yo ya era piloto, seño..., quiero decir, Antoinette. Ya tenía un conocimiento íntimo de las operaciones de una nave espacial antes de mi pequeño contratiempo. No me ha resultado difícil integrarme en el Ave de Tormenta. Dudo que una auténtica subpersona pudiera ser un sustituto adecuado.

La mujer se rió con desprecio.

—Oh, no te preocupes. No voy a sustituirte.

—¿Ah, no?

—No —dijo ella—. Pero por razones pragmáticas. No puedo permitírmelo, no sin fastidiar mucho el rendimiento de mi nave. No quiero pasar por la curva de aprendizaje que supone integrar un nuevo nivel gamma, sobre todo ahora.

—Esa me parece razón suficiente.

—No he terminado. Mi padre hizo un trato contigo. Eso significa que hiciste un trato con la familia Bax. No puedo renegar de eso, ni aunque quisiera. No sería bueno para el negocio.

—Estamos un poco lejos de cualquier oportunidad de negocio, Antoinette.

—Bueno, puede. Pero hay otra cosa. ¿Estás escuchando?

—Por supuesto.

—Vamos a entrar en batalla. Y tú vas a ayudarme. Y con eso me refiero a que vas a pilotar esta nave y a obligarla a hacer lo que a mí me salga de los cojones. ¿Entendido? Y quiero decir todo. Por mucho peligro que yo corra con ello.

—La promesa de protegerte también formaba parte del acuerdo al que llegué con tu padre, Antoinette.

Esta se encogió de hombros.

—Eso fue entre tú y él, no conmigo. De ahora en adelante, yo corro mis propios riesgos, incluso si son del tipo que podría matarme. ¿Estamos? —Sí... Antoinette. La chica se levantó del asiento. —Ah, y otra cosa más. —¿Sí?

—Se acabó lo de «señorita».

Khouri había bajado a la zona de acogida, quería dar la cara y en general hacer todo lo que pudiese para tranquilizar a los evacuados y que supiesen que no los había olvidado, cuando sintió que la nave entera daba un tumbo hacia un lado. El movimiento fue repentino y violento, lo suficiente para tirarla y terminar estrellándola contra la pared más cercana, con las consiguientes magulladuras. Khouri maldijo mientras mil posibilidades le cruzaban la mente como rayos, pero sus pensamientos quedaron de inmediato ahogados bajo el inmenso rugido de pánico que emanó de los dos mil pasajeros. Oyó chillidos y gritos, y pasaron muchos segundos antes de que el sonido comenzara a desvanecerse convertido en un murmullo general de inquietud. El movimiento no se había repetido, pero cualquier ilusión que tuviesen de que la nave era un objeto sólido e inmutable acababa de ser aniquilada.

Khouri se puso de inmediato en modo de limitación de daños. Comenzó a recorrer el laberinto de particiones que dividía la cámara y ofreció poco más que un gesto tranquilizador a las familias e individuos que intentaban detenerla para preguntarle qué pasaba. En ese punto, ella misma todavía estaba intentando entenderlo.

Ya se había acordado que sus adjuntos inmediatos se reunieran en caso de que ocurriera algo inesperado. Se encontró con que una docena la esperaba, todos con una expresión poco menos aterrada que la de las personas que tenían a su cargo.

—Vuilleumier... —dijeron casi al unísono a su llegada.

—¿Qué cono acaba de pasar? —preguntó uno—. Tenemos huesos rotos, fracturas, gente cagada de miedo. ¿No debería habernos advertido alguien?

—Hemos evitado una colisión —dijo ella—. La nave detectó un trozo de rocalla que se dirigía hacia ella. No tuvo tiempo para alejarla de un disparo, así que se movió. —Era mentira y ni siquiera a ella le sonaba convincente, pero por lo menos era una especie de explicación racional—. Por eso no hubo ningún aviso. —Y añadió como si se le acabara de ocurrir—: En realidad, eso es bueno. Significa que los subsistemas de seguridad siguen funcionando.

—Usted nunca dijo que no lo harían —le dijo el hombre.

—Bueno, pues ahora tenemos la certeza, ¿no? —Y con eso les dijo que hicieran correr la voz de que no había que preocuparse por el movimiento repentino, y que se aseguraran de que todos los heridos recibían los cuidados que necesitaban.

Por fortuna, no había muerto nadie y los huesos rotos y las fracturas resultaron ser fisuras limpias que se podían atender con procedimientos sencillos, no hizo falta sacar a nadie de la cámara y llevarlo a la bodega médica. Pasó una hora, y luego dos, y descendió una calma nerviosa. Su explicación, al parecer, había sido aceptada por la mayor parte de los evacuados.

Genial, pensó. Ahora todo lo que tengo que hacer es convencerme a mí misma.

Pero una hora después la nave se volvió a mover.

Esta vez fue menos violento que antes, y el único efecto fue hacer que Khouri se tambaleara y estirara a toda prisa los brazos para buscar un punto de apoyo. Maldijo, pero ahora menos sorprendida que molesta. No tenía ni idea de lo que les iba a decir a los pasajeros a continuación, y su última explicación iba a empezar a parecer muy poco convincente. Decidió, de momento, no ofrecer ninguna y dejar que sus subordinados descifraran lo que había pasado. Les daría tiempo, y quizá se les ocurriera algo mejor de lo que se le podía ocurrir a ella.

Volvió a ver a Ilia Volyova, pensando todo el rato que pasaba algo. Tenía una sensación de dislocación que no terminaba de comprender. Era como si cada superficie vertical de la nave estuviera ladeada de forma infinitesimal. El suelo ya no estaba perfectamente nivelado, de tal modo que las aguas residuales de las zonas inundadas se acumulaban más en un lado del pasillo que en el otro. Allí donde chorreaba por las paredes ya no caía en vertical, sino en un pronunciado ángulo. Para cuando llegó a la cama de Volyova, ya no podía hacer caso omiso de los cambios. Costaba caminar erguida, y se encontró con que era más fácil y seguro moverse de muro en muro. —Ilia.

Esta estaba, por fortuna, despierta, absorta en el hinchado juguetito de su monitor de batalla. El nivel beta de Clavain estaba a su lado; los dedos del servidor formaban un capitel meditabundo bajo su nariz, mientras veía la misma imagen abstracta.

—¿Qué pasa, Khouri? —dijo la voz áspera de Volyova.

—Algo le está pasando a la nave.

—Sí, lo sé. Yo también lo sentí. Y Clavain.

Khouri se puso los anteojos y entonces los vio bien a los dos, la mujer enferma y el anciano de cabello blanco que permanecía paciente a su lado. Daba la sensación de que se conocían de toda la vida.

—Creo que nos estamos moviendo —dijo Khouri.

—Algo más que solo moviéndonos, diría yo —respondió Clavain—. Acelerando, ¿no? La vertical local está cambiando.

Tenía razón. Cuando la nave estaba estacionada en una órbita generaba una gravedad propia haciendo girar algunas secciones de su interior. Los ocupantes sentían que los lanzaban hacia fuera, en sentido contrario al largo eje de la nave. Pero cuando la Nostalgia por el Infinito estaba bajo propulsión, la aceleración creaba otra fuente de gravedad falsa en un exacto ángulo recto con la pseudofuerza generada por el giro. Los dos vectores se combinaban para dar una fuerza que actuaba formando un ángulo entre ambos.

—Alrededor de una décima parte de gravedad —añadió Clavain—, o por ahí. Lo suficiente para distorsionar la vertical local en cinco o seis grados.

—Nadie le ha pedido a la nave que se mueva —dijo Khouri.

—Creo que decidió moverse sólita —dijo Volyova—. Me imagino que por eso experimentamos algunas sacudidas antes. El refinado control de nuestro anfitrión está un poco oxidado. ¿No es así, capitán?

Pero el capitán no le respondió.

—¿Por qué nos movemos? —preguntó Khouri.

—Creo que eso podría tener algo que ver —dijo Volyova.

El juguetito aplastado de la imagen de la batalla se hinchó un poco más. A primera vista no había cambiado demasiado. Las armas del alijo que quedaban seguían desplegadas, junto con el mecanismo de los inhibidores. Pero había algo nuevo, un icono que no recordaba que estuviera antes desplegado. Se estaba metiendo como una flecha en el ruedo de la batalla, en un ángulo oblicuo a la eclíptica, exactamente como si entrara desde el espacio interestelar. A su lado había un racimo parpadeante de números y símbolos.

—¿La nave de Clavain? —Preguntó Khouri—. Pero eso no es posible. No esperábamos verla hasta dentro de varias semanas...

—Al parecer nos equivocamos —dijo Volyova—. ¿Verdad, Clavain?

—No podría especular en ninguno de los casos.

—Su corrimiento al azul estaba cayendo demasiado deprisa —dijo Volyova—. Pero no creí lo que me demostraban mis sensores. Nada capaz de hacer un vuelo interestelar podría decelerar tan rápido como parecía frenar la nave de Clavain. Y sin embargo...

Khouri terminó la frase por ella.

—Lo está haciendo.

—Sí. Y en lugar de estar a un mes de distancia, estaba a dos o tres días, quizá menos. Muy listo, Clavain, lo admito. ¿Cómo has hecho ese truquito, si me permites preguntarlo?

El nivel beta sacudió la cabeza.

—No lo sé. Esa información concreta se eliminó de mi personalidad antes de que me transmitieran aquí. Pero puedo especular tan bien como tú, Ilia. O bien mi contrapartida tiene un motor más poderoso que cualquiera de los conocidos por los combinados, o tiene algo preocupantemente parecido a la tecnología de supresión de la inercia. Tú eliges. En cualquier caso, yo diría que no son lo que llamaríamos buenas noticias, ¿no te parece?

—¿Estás diciendo que el capitán vio que se acercaba la otra nave? —preguntó Khouri.

—Puedes estar segura —dijo Volyova—. Todo lo que yo veo, lo ve él.

—Entonces, ¿por qué nos estamos moviendo? ¿Es que no quiere morir?

—Aquí no, al parecer —dijo Clavain—. Y no ahora. Esta trayectoria nos devolverá al espacio local de Resurgam, ¿no?

—En unos doce días —confirmó Volyova—. Lo que me parece demasiado tiempo para que sirva de nada. Claro que eso es suponiendo que se limite a una décima parte de gravedad..., y en última instancia no le hace falta. A una gravedad podría llegar a Resurgam en dos días, por delante de Clavain.

—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Khouri—. Somos tan vulnerables allí como aquí. Clavain puede alcanzarnos donde quiera que vayamos.

—No somos tan vulnerables, ni de lejos —dijo Volyova—. Todavía tenemos trece de las malditas armas del alijo, y la voluntad de utilizarlas. No me imagino qué motivo tiene el capitán en el fondo para movernos, pero sí sé una cosa: hace que la operación de evacuación sea muchísimo más fácil, ¿no te parece?

—¿Crees que por fin está intentando ayudar?

—No lo sé, Khouri. Admito que es una posibilidad teórica evidente, eso es todo. De todos modos, será mejor que se lo digas a Thorn. —¿Decirle qué?

—Que empiece a acelerar las cosas. El atasco quizá esté a punto de cambiar.

34

Fue creciendo una figura hasta alcanzar una parpadeante solidez dentro del tanque óptico de la Luz del Zodíaco. Clavain, Remontoire, Escorpio, Sangre, Cruz y Felka estaban sentados en un tosco semicírculo alrededor del mecanismo cuando la forma del hombre se definió, y luego comenzó a animarse. —Bien —dijo el nivel beta de Clavain—. He vuelto.

Clavain tenía la incómoda sensación de que estaba mirando su propio reflejo vuelto de izquierda a derecha, con todas las sutiles asimetrías de su rostro demasiado exageradas. No le gustaban los niveles beta, sobre todo si lo eran de sí mismo. La idea entera de que lo imitaran le molestaba, y cuanto más precisa fuese la imitación, menos le gustaba. ¿Se supone que tengo que sentirme halagado, pensó, porque sea tan fácil capturar mi esencia con un montaje de algoritmos mecánicos i1

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