El Arca de la Redención (113 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Pero no había ningún suelo abajo. Aunque el terreno de aterrizaje que había elegido estaba cerca del archipiélago objetivo donde ya se habían situado los primeros campamentos, la nave estaba descendiendo hacia el mar.

Dios mío, pensó Clavain. De repente comprendió por qué la nave se había reformado. La nave, o la parte del capitán que todavía permanecía al mando, debía de haber tenido este descenso en mente desde el momento en que quedó clara la naturaleza del planeta acuático. Había aplastado la punta de su cola para poder posarse sobre el lecho marino. Más abajo, el mar comenzó a hervir bajo el asalto de las llamas de los motores. La nave descendió a través de montañas de vapor que salieron convertidas en nubes a decenas de kilómetros, hacia la estratosfera. El mar tenía un kilómetro de profundidad bajo el punto de amerizaje, la pendiente del fondo se apartaba con brusquedad del borde del archipiélago. Pero ese kilómetro casi ni importaba. Cuando Clavain sintió que la nave se estabilizaba, que reposaba con un tremendo y profundo rugido, la mayor parte seguía todavía sobre la superficie de las olas agitadas.

En un inundado mundo sin nombre del accidentado borde del espacio humano, bajo soles duales, había aterrizado la Nostalgia por el Infinito.

Epílogo

Durante días después del aterrizaje, el casco crujió y levantó ecos en las profundidades mientras se adaptaba a la presión externa del océano. De vez en cuando, sin orden humana alguna, los servidores se apresuraban a acudir a los pantoques para reparar vías en el casco por donde entraba un chorro de agua de mar. La nave se mecía de manera inquietante de vez en cuando, pero poco a poco fue anclándose, hasta que pareció no tanto una adición temporal al paisaje como un extraño rasgo geológico hueco por dentro: una especie de astilla de piedra pómez u obsidiana morbosamente erosionada; una antigua torre marina natural agujerada por túneles y cavernas artificiales. Por encima de la nave, unas nubes de color gris plateado se abrían solo de vez en cuando para revelar cielos de color azul pastel.

Pasó una semana antes de que alguien dejara la nave. Durante días las lanzaderas volaron a su alrededor, cercándola como nerviosas aves marinas. Aunque no todas las bodegas de estacionamiento habían quedado sumergidas, todavía no había nadie dispuesto a intentar el aterrizaje. Sin embargo, se restableció el contacto con los equipos que ya habían aterrizado en el mundo malabarista y que habían hecho el descenso desde la superficie. Se enviaron barcos improvisados que cruzaron el agua desde la isla más cercana, a solo quince kilómetros de distancia, hasta que besaron el escarpado costado de la nave. Dependiendo de las condiciones de las mareas, era posible alcanzar una pequeña cámara estanca con capacidad solo para humanos.

Clavain y Felka estaban en el primer bote que regresó a la isla. No dijeron nada durante la travesía, mientras se deslizaban por una bruma húmeda y gris. Clavain tenía frío y se sentía abatido al contemplar el muro negro de la nave que iba quedando atrás, entre la niebla. Aquel mar era espeso a causa de los microorganismos que flotaban en él; estaban en los lindes de un importante foco de biomasa malabarista y los organismos ya habían comenzado a pegarse al costado del barco, por encima de la línea de agua. Había un acrecentamiento verde y escamoso, parecido al verdete, que hacía que diera la impresión de que la nave llevaba siglos allí. Se preguntó qué pasaría si no podían convencer a la Nostalgia por el Infinito para que volviera a despegar. Tenían veinte años para persuadirla de que se fuera, pero si la nave ya había tomado la decisión y quería echar raíces allí, Clavain dudaba mucho que pudieran convencerla de lo contrario. Quizá quería un lugar de descanso definitivo, donde pudiera convertirse en un monumento conmemorativo de su delito y del acto de redención que lo había seguido.

—Clavain... —dijo Felka.

El anciano la miró.

—Estoy bien.

—Pareces cansado, pero te necesitamos, Clavain. Ni siquiera hemos comenzado todavía la lucha. ¿No lo entiendes? Todo lo que ha pasado hasta ahora es solo el comienzo. Ya tenemos las armas...

—Un puñado de ellas. Y Skade todavía las quiere.

—Entonces tendrá que enfrentarse con nosotros por ellas, ¿no te parece? No le será tan fácil como se imagina.

Clavain volvió la vista atrás, pero la nave estaba oculta.

—Si todavía estamos aquí, no habrá mucho que podamos hacer para detenerla.

—Tendremos las armas en sí. Pero para entonces Remontoire ya habrá vuelto, estoy segura. Y tendrá la Luz del Zodíaco con él. El daño no era definitivo; una nave así puede repararse sola.

Clavain apretó los labios y asintió.

—Supongo.

Felka le cogió la mano como si quisiera calentarla.

—¿Qué te pasa, Clavain? Tú nos has traído hasta aquí. Te seguimos. No puedes rendirte ahora.

—No me estoy rindiendo —dijo él—. Es solo que estoy... cansado. Ya es hora de dejar que sea otro el que continúe con la lucha. Hace demasiado tiempo que soy soldado, Felka.

—Entonces conviértete en otra cosa.

—No es a eso a lo que me refería. —Intentó forzar un poco de alegría en su voz—. Mira, no voy a morirme mañana, ni la semana que viene. Se lo debo a todos conseguir que este asentamiento despegue. Pero creo que es muy posible que no esté por aquí cuando Remontoire vuelva. Pero, ¿quién sabe? El tiempo tiene la desagradable costumbre de sorprenderme. Dios sabe que es una lección que he aprendido con bastante frecuencia.

Continuaron en silencio. La travesía fue agitada y de vez en cuando el barco tenía que desviarse para pasar al lado de enormes concentraciones de biomasa fibrosa que parecía un montón de algas y que cambiaba de posición y reaccionaba a la presencia del barco de un modo desconcertantemente resuelto. Poco después Clavain vio tierra, y no mucho después el bote resbaló y se detuvo en unos cuantos centímetros de agua, tras tocar fondo sobre roca.

Tuvieron que salir y vadear el resto del camino hasta alcanzar tierra firme. Clavain estaba tiritando para cuando chapoteó los últimos metros. El bote parecía quedar muy lejos, y a la Nostalgia por el Infinito no se la veía por ninguna parte.

Antoinette Bax vino a recibirlos, se abría camino con cuidado entre un campo de charcos que resplandecían como un mosaico de espejos de un color gris perfecto. Tras ella, sobre una pendiente más elevada de tierra, se encontraba el primer campamento: una aldea de tiendas burbuja sujetas a la roca.

Clavain se preguntó qué aspecto tendría dentro de veinte años.

Había más de ciento sesenta mil personas a bordo de la Nostalgia por el Infinito, demasiadas para ubicarlas a todas en una sola isla. En lugar de eso habría una cadena de asentamientos, hasta cincuenta, con unos cuantos cubos en los trozos de tierra más grandes y secos. Una vez que se establecieran esos asentamientos, podía comenzar el trabajo en las colonias flotantes que les proporcionarían un refugio a largo plazo. Allí habría suficiente trabajo para mantener ocupado a cualquiera. Clavain se sentía obligado a formar parte de ello, pero no tenía la sensación de haber nacido para eso.

Sentía, de hecho, que ya había hecho todo para lo que había nacido.

—Antoinette —dijo, sabiendo que Felka no habría reconocido a la mujer sin su ayuda—, ¿cómo van las cosas por tierra firme?

—Ya se está cociendo la mierda, Clavain.

El hombre mantenía los ojos clavados en el suelo por miedo a tropezar. —Cuéntame.

—Hay un montón de gente que no está contenta con la idea de quedarse aquí. Apoyaron el éxodo de Thorn porque querían ir a casa, volver a Yellowstone. Quedarse metidos durante veinte años en una bola de pis deshabitada no se puede decir que fuera lo que tenían en mente.

Clavain asintió con paciencia. Se sujetó a Felka para no caerse, utilizándola como si fuera un bastón.

—¿Y no les has insistido a estas personas en que estarían muertas si no hubieran venido con nosotros?

—Sí, pero ya sabes cómo es. Algunos nunca están contentos, ¿no? —La joven se encogió de hombros—. Bueno, pensé que podía animarte con eso, por si habías pensado que a partir de ahora todo a iba ir viento en popa.

—Por alguna razón, esa idea no se me ocurrió jamás. Bueno, ¿puede alguien enseñarnos un poco la isla?

Felka lo ayudó a abrirse camino hasta suelo más liso.

—Antoinette, tenemos frío y estamos mojados. ¿Hay algún sitio donde podamos calentarnos y secarnos?

—Vosotros seguidme. Hasta tenemos té preparándose. —¿Té? —preguntó Felka con suspicacia.

—Té de algas. Producto local. Pero no os preocupéis. Nadie se ha muerto todavía por tomarlo, y lo cierto es que terminas acostumbrándote al sabor.

—Supongo que cuanto antes empecemos, mejor —dijo Clavain.

Siguieron a Antoinette hasta el grupo de tiendas. Había gente trabajando fuera, levantando nuevas tiendas y conectando cables de energía que salían como serpientes de generadores con forma de tortuga. Bax los guió hasta un recinto y cerró la solapa tras ellos. Dentro el ambiente era más cálido y seco, pero solo sirvió para hacer que Clavain se sintiera más mojado y tuviera más frío que un momento antes.

Veinte años en un lugar así, pensó. Ya solo sobrevivir los mantendría ocupados, sí, ¿pero qué clase de vida era aquella en la que solo se luchaba por la existencia? Los malabaristas quizá resultasen ser unos seres infinitamente fascinantes, inundados de misterios antiguos y eternos de procedencia cósmica, o quizá no deseasen comunicarse en absoluto con los seres humanos. Aunque se habían establecido relaciones entre los humanos y los malabaristas de formas en otros mundos malabaristas, a veces habían hecho falta décadas de estudio para encontrar la llave que abría la puerta de los alienígenas. Hasta entonces, eran poco más que perezosas masas vegetativas que evidenciaban la obra de una inteligencia sin revelarla de ninguna manera. ¿Y si este resultaba ser el primer grupo de malabaristas que no deseaba beber de los patrones neuronales humanos? Se quedarían en un lugar triste y solitario, rechazados por los mismos seres que uno había imaginado que podrían hacerlo tolerable. Quedarse con Remontoire, Khouri y Thorn, sumergirse en la intrincada estructura de la estrella de neutrones viva, quizá empezara a parecer una opción más atractiva.

Bueno, dentro de veinte años averiguarían si había sido así.

Antoinette le puso delante un tazón de té de color verde.

—Bébetelo, Clavain.

El anciano dio un sorbo y arrugó la nariz al ver el miasma de vapor acre y salado que flotaba sobre la bebida.

—¿Y si me estoy bebiendo un malabarista de formas?

—Felka dice que no será así. Y ella debería saberlo, creo. Tengo entendido que ya lleva bastante tiempo deseando conocer a esos hijos de puta, así que sabe alguna que otra cosa sobre ellos.

Clavain le dio otro tiento al té.

—Sí, es cierto, ¿ver...?

Pero Felka se había ido. Estaba en la tienda un momento antes, pero ya no.

—¿Por qué tiene tantas ganas de conocerlos? —preguntó Antoinette.

—Por lo que espera que le den —dijo Clavain—. En otro tiempo, cuando vivía en Marte, estaba en el centro de algo muy complejo, una inmensa máquina viviente que ella tenía que mantener con vida con su fuerza de voluntad y su intelecto. Le daba una razón para vivir. Luego hubo un pueblo, mi pueblo, de hecho, que le quitó la máquina. Estuvo a punto de morir entonces, si es que alguna vez había estado viva. Pero no murió. Consiguió recuperar algo parecido a una vida normal. Pero todo lo que ha venido después, todo lo que ha hecho desde entonces, ha sido tratar de encontrar otra cosa que pueda usar ella y que la use a ella del mismo modo; algo tan intrincado que ella no pueda comprender todos sus secretos con un único destello de intuición, y algo que, a su manera, sea capaz de explotarla también a ella.

—Los malabaristas.

Todavía aferrado al té (y la verdad era que no estaba tan mal, según observó), Clavain dijo:

—Sí, los malabaristas. Bueno, yo solo espero que encuentre lo que está buscando, nada más.

Antoinette metió la mano debajo de la mesa y levantó algo del suelo. Lo colocó entre los dos: un cilindro de metal corroído y cubierto de una espuma de encaje de microorganismos calcificados.

—Esta es la baliza. La encontraron ayer, un par de kilómetros más abajo. Debió de ser un tsunami lo que la arrastró al mar.

Clavain se inclinó y examinó el pedazo de metal. Estaba aplastado y mellado, como una vieja lata de raciones que alguien hubiera pisado.

—Podría ser combinada —dijo—. Pero no estoy seguro. No ha sobrevivido ninguna marca.

—Creí que el código era combinado...

—Lo era: es una simple baliza transmisora de sistema interno. No está diseñada para que se detecte a mucho más de unos cuantos cientos de millones de kilómetros. Pero eso no significa que la pusieran aquí los combinados. Los ultras podrían haberla robado de una de nuestras naves, quizá. Sabremos un poco más cuando la desmantelemos, pero tiene que hacerse con mucho cuidado. —Dio unos golpecitos con los nudillos en el basto casco de metal—. Aquí dentro hay antimateria, o no estaría transmitiendo. No mucha, quizá, pero lo suficiente para hacer mella en esta isla si no lo abrimos como debe ser.

—Mejor tú que yo...

—Clavain...

El anciano se dio la vuelta, había regresado Felka. Parecía incluso más mojada que al llegar. Tenía el cabello pegado a la cara en lacias cintas y la tela negra de su vestido se le ajustaba a un costado del cuerpo. Debería haber estado pálida y tiritando, en opinión de Clavain, pero estaba sonrojada y parecía muy emocionada.

—Clavain —repitió.

El dejó el té en la mesa.

—¿Qué pasa?

—Tienes que salir fuera y ver esto.

El anciano salió de la tienda. Se había calentado lo suficiente para sentir una repentina punzada de frío, pero había algo en la actitud de Felka que le hizo olvidarlo, igual que tanto tiempo antes había aprendido a suprimir de forma selectiva el dolor o la incomodidad en el fragor de la batalla. Por ahora no importaba; como la mayor parte de la vida, se podía ocupar de ello más tarde, o quizá nunca.

Felka miraba el mar.

—¿Qué pasa? —preguntó otra vez.

—Mira, ¿lo ves? —Su amiga se colocó a su lado y dirigió su mirada—. Mira. Mira con atención, allí, donde se aclara la bruma. —No estoy seguro de... —Ahora.

Y entonces lo vio, aunque solo fuera durante un momento. La dirección local del viento debía de haber cambiado desde su llegada a la tienda, lo suficiente para empujar la niebla y hacerla adoptar una configuración diferente que permitía breves claros que se adentraban en el mar. Vio el mosaico de charcos de bordes afilados, y un poco más allá el bote en el que habían venido, y detrás de eso una pincelada horizontal de agua gris pizarra que se iba difuminando a medida que el ojo se deslizaba hacia el horizonte para .convertirse en el color gris lechoso pálido del cielo mismo. Y allí, por un instante, estaba la aguja erguida de la Nostalgia por el Infinito, un dedo ahusado de un color gris un poco más oscuro que se elevaba justo por debajo de la línea del propio horizonte.

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