El arca (19 page)

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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

—No es necesario. Será agradable estirar las piernas. Además estoy acostumbrada a estar al aire libre.

Salieron por la espléndida entrada de seguridad a una calle rebosante de vida. El sol poniente se veía ensombrecido por los edificios altos, pero el ambiente seguía siendo cálido. Aprovecharon el primer semáforo para cruzar a la acera opuesta y se dirigieron hacia el norte.

Ella llevaba aún la ropa que le había proporcionado Tyler, y si iban a seguir trabajando codo con codo hasta el viernes, necesitaría más. Frenó el paso cuando pasó por una tienda con abundante oferta de ropa de deportes de exterior, y la colección de camisetas y pantalones del escaparate era de su estilo. Dilara señaló el escaparate.

—¿Teimporta si entramos un momento a la vuelta? —preguntó a Tyler—. Suelo viajar muy ligera, pero esto empieza a ser ridículo —dijo, señalándose el atuendo.

Él sonrió mientras contemplaba el escaparate.

—Pues claro. Siento que no pudimos darte más… —De pronto la alarma se adueñó de sus ojos, muy abiertos, y gritó—: ¡Agáchate!

Empujó a Dilara al suelo y la cubrió con su propio cuerpo. Todo sucedió tan rápido que no pudo ni reaccionar. Entonces oyó una rápida sucesión de estampidos ahogados, como si alguien tocase el tambor con las baquetas envueltas en tela, y el escaparate de la tienda se hizo añicos hacia dentro, a pesar de lo cual a Tyler y a ella les llovieron encima un sinfín de esquirlas.

Tardó un instante en comprender qué sucedía. Los estampidos ahogados eran disparos efectuados con un arma con silenciador. Alguien les disparaba desde la otra acera.

Capítulo 21

A Olsen le había sorprendido ver que Locke y Kenner salían del edificio de Gordian por la puerta principal. Cruzaron el semáforo y echaron a andar por la acera opuesta. Analizó de nuevo la situación y comprendió que disfrutaba de una oportunidad aún mejor de acabar con ambos. La Quinta Avenida, una calle donde los coches circulaban en un solo sentido en dirección sur, tan sólo medía nueve metros de ancho. A esa distancia abriría fuego sobre ambos y huiría antes de que nadie pudiera reaccionar.

Pidió por radio a Cates que acercase el vehículo. En cuestión de segundos, Cates frenó a su altura en el Chevy anodino que habían robado para esa operación. Olsen se metió en el coche y salió con un subfusil MP5 con silenciador bajo el brazo. Por lo general, nunca habría intentado asesinar a nadie en pleno día y con semejante cantidad de testigos, pero llevaba peluca y bigote postizo. Para cuando la policía se pusiera a investigar, sería demasiado tarde. Olsen estaría a salvo en las instalaciones de Isla Orcas, y la policía de Seattle se habría convertido en un recuerdo lejano.

Empuñó el subfusil, levantó la culata para apoyarla contra el hombro y apuntó. Un tiro más fácil imposible, pero justo cuando apretó el gatillo, Locke y Kenner se arrojaron al suelo y desaparecieron tras un coche estacionado en la acera. Descargó sobre el vehículo el resto del cargador, con la esperanza de que las balas alcanzasen a sus objetivos.

Olsen comprendió su error y maldijo entre dientes. Locke lo había visto en el reflejo del escaparate. Estaba tan ansioso de poner fin a la misión que había cedido su principal ventaja: la sorpresa.

Ya no había vuelta atrás. Cargó otro peine de balas en el subfusil, dispuesto a resolver ese asunto de una vez por todas.

—Vamos —le dijo a Cates—. Deja el coche. Ya robaremos otro cuando lo necesitemos.

Se habían cuidado mucho de no dejar huellas y lo habían manipulado todo con guantes.

Cates, un hombre bastante corpulento, llevaba gorro y gafas de sol. Salió del vehículo, armado con otro subfusil MP5. Un autobús frenó delante de ambos, tapándoles la línea de visión. Corrieron para rodearlo y luego apretaron el paso por la calle, con la esperanza de encontrar a sus objetivos tendidos aún en el suelo.

Cuando pudieron ver la acera, Olsen vio a Locke y Kenner abrir la puerta de la tienda de ropa y entrar a la carrera en ella, pasando junto a clientes que se habían tendido en el suelo y se cubrían la cabeza. Algunos de ellos llamaban a la policía. Olsen saltó a través de la ventana del escaparate que acababa de hacer añicos y apartó de un manotazo el único maniquí que seguía en pie. Efectuó otro disparo, pero las balas se hundieron en un estante de ropa sin alcanzar su objetivo. Las pocas personas que seguían de pie se arrojaron al suelo al ver el arma. El ingeniero y la arqueóloga franquearon otra puerta situada en el extremo opuesto de la tienda, que daba al patio central de los grandes almacenes Westlake Central, y los dos hombres reanudaron la persecución.

Locke y Kenner doblaron la esquina justo antes de que Olsen pudiera disparar. A continuación los vio subir de dos en dos los peldaños de una escalera mecánica. El ángulo no era óptimo, de manera que optó por seguirlos en lugar de abrir fuego.

Olsen y Cates los persiguieron por dos tramos de escalera mecánica, pasando junto a clientes que ni se enteraron de los disparos con silenciador que habían dado pie a un gran alboroto en el interior de la tienda. Cuando alguien reparaba en las armas que llevaban, se oían gritos de terror.

Los hombres de Ulric se hallaban a medio camino del segundo tramo de escaleras mecánicas cuando Locke y Kenner doblaron a la izquierda y se dirigieron hacia una cola que se había formado. Olsen vio a dónde se encaminaban. La estación del monorraíl se encontraba en el interior de la superficie comercial, en la tercera planta, justo frente al patio donde se distribuían las terrazas de los restaurantes. Se habían saltado la cola y el tren se disponía a partir.

—¿Los ves? —preguntó a Cates.

—¡Creo que se han metido en el monorraíl!

—¡Sube al tren! —voceó Olsen mientras descendía por la escalera mecánica—. Yo te esperaré aquí por si se han escondido. Acaba con ellos si puedes. Nos reuniremos en la siguiente estación.

Hizo un alto para asegurarse de que Cates subiera al tren, y echó un ojo al gentío. Las puertas se cerraron y el monorraíl se alejó en silencio de la estación. En la distancia vio la cara de Locke en la ventanilla.

Olsen descendió la escalera mecánica a buen paso. El monorraíl sólo tenía una parada más, justo junto a la torre de la Aguja Espacial, en el Seattle Center. Echó a correr hasta el Chevy, que obstaculizaba el tráfico. Había llegado un coche patrulla a la escena de los primeros disparos. El agente de policía miraba en otra dirección, empuñando la pistola e intentando hacerse cargo de la situación. Sin esperar a que se diese la vuelta, Olsen abrió fuego por la espalda, se subió al coche patrulla y encendió la sirena.

El monorraíl circulaba en lo alto a dos manzanas de distancia, pero si se daba prisa llegaría a la otra estación antes que el tren. Efectuó un giro de ciento ochenta grados sobre la acera y serpenteó por el tráfico de la Quinta Avenida en dirección contraria. En cuestión de segundos, había cubierto el trecho que lo separaba del monorraíl. A esa velocidad, Locke y Kenner lo encontrarían esperándoles tranquilamente en la estación. Si Cates no lograba acabar con ellos, ahí estaría Olsen, dispuesto a rematar el trabajo.

Tyler tenía planeado infligirse una autoazotaina si salía de ésa. Se había distraído y había bajado la guardia, y de qué manera, aunque nunca pensó que sus agresores se mostrasen abiertamente con semejante atrevimiento y abrieran fuego sobre Dilara y él a plena luz del día, en mitad del gentío. Jugaban en su campo y se había dejado sorprender, se había vuelto descuidado. Tenía permiso del estado de Washington para portar armas. Antes que nada debió pasar por su casa y recoger su pistola Glock. De qué le servía ahora ese permiso, desarmado como estaba y con dos profesionales pisándoles los talones con armas automáticas.

Tyler tuvo el impulso de subir al tren justo cuando estaba a punto de cerrar sus puertas, con la intención de convencer al conductor de que detuviera el vehículo antes de que terminasen los dos minutos de trayecto, hasta que se personara la policía y lograra detener o ahuyentar a sus atacantes. Suspendido a seis metros de altura sobre la vía pública, quienes los perseguían no podrían alcanzarlos. Cuando Tyler vio a uno de ellos introducirse en el vagón de cola de los cuatro que tenía el tren, justo antes de que las puertas se cerraran, supo que tendría que cambiar de planes.

Su única opción consistía en permanecer con vida los siguientes ciento veinte segundos, con la esperanza de encontrar a la policía al final del trayecto. Dilara y él se hallaban en el vagón delantero, a unos veinte pasos de distancia del conductor. A pesar de tratarse de una soleada mañana de un lunes de octubre, el tren estaba repleto de turistas, muchos de los cuales iban cargados de compras y recuerdos. Vio por doquier reproducciones a escala de la Aguja Espacial y baratijas del mercado de Pike Place, pero nada que se le antojase un arma contundente. Tyler tendría que reducir a ese tipo en un combate cuerpo a cuerpo.

Dilara y él se agazaparon tras un compartimento lateral ubicado próximo a la plataforma de acceso que los separaba del primer y el segundo vagón. Tenía tanto miedo como en cualquiera de las situaciones de combate en que se vio envuelto en Irak, pero hizo caso omiso como siempre y se concentró en lo que debía hacer a continuación. Oyó gritos procedentes del vagón del fondo, pero ningún disparo. Los pasajeros debían de haber reparado en el arma, pero su perseguidor era un profesional que no malgastaría munición en nadie que no se interpusiera en su camino. Tyler se asomó para echar un vistazo por el compartimento y no le gustó nada lo que vio.

El asesino, que había llegado al tercer vagón, recorría metódico el tren, comprobando la identidad de todos los pasajeros. Los turistas les proporcionaban algo de cobertura, pero Tyler temía que un inocente fuera víctima del tiroteo. Tenía que actuar antes de que aquello se convirtiese en un baño de sangre.

—Dilara, gatea hacia la parte delantera del vagón —dijo—. Ten, coge mi teléfono móvil. Llama a la policía y diles que hay un criminal armado a bordo del monorraíl. No me pierdas de vista y espera mi señal. Cuando levante el pulgar, ponte en pie. Asegúrate de que el asesino te vea.

Sabía que poner a Dilara en el punto de mira era arriesgado si el atacante decidía abrir fuego sobre ella sin más, pero era su única oportunidad.

El rostro de ella reflejó sus dudas y delató una mezcla de temor y una queja muda que venía a decir: «Otra vez no», pero entendió enseguida lo que Tyler se había propuesto.

—Yo seré el cebo —dijo.

—Sí. No tenemos mucho tiempo. Ve, anda.

Dilara se arrastró hacia la cabecera del vagón. Tyler vio acercarse al asesino. El hombre caminaba tranquilo, como si hubiera dado caza antes a otras personas y no esperara tener problemas con ellos dos. En otros diez segundos, el pistolero se hallaba al otro lado de la plataforma de acceso al vagón. Tyler levantó el pulgar, asegurándose de que la arqueóloga lo viera.

Dilara se puso en pie y golpeó la ventanilla frontal del tren. El asesino, que había estado mirando a un pasajero, levantó la vista y sorprendió a la mujer. Empuñó el arma y apuntó. La distracción había surtido efecto, pues el tipo había volcado toda su atención en Dilara. Tyler le propinó una patada en una pierna justo cuando su perseguidor apretó el gatillo.

Los disparos acabaron atravesando la ventanilla lateral izquierda. Se oyeron gritos ensordecedores. El ingeniero dirigió un codazo a la cabeza del asesino, que se quedó aturdido un instante que él aprovechó para asir el arma y arrancársela de las manos.

Antes de que pudiera utilizarla, el pistolero se había recuperado lo bastante para aferrarle la garganta. Ambos cayeron al suelo, pero fue el asesino quien se situó encima de Tyler, a quien rodeaba el cuello con ambas manos, interrumpiéndole el flujo sanguíneo del cerebro. Soltó el arma, pero no logró separarle las manos del cuello. Se le estrechó el campo de visión. Inspiró, pero no obtuvo un soplo de oxígeno. Le estaba aplastando la laringe. No podía respirar. Si no lograba librarse de aquel tipo, moriría antes de que el tren llegase a la siguiente estación.

Alcanzó a ver que su atacante giraba la cabeza, sorprendido. Alguien le hundió un objeto en el ojo. Más gritos de los pasajeros. El hombre perdió fuerzas y se desplomó inmóvil sobre Tyler.

El ingeniero se llevó las manos a la garganta. Tosió hasta recuperar el aliento y luego se sacudió de encima al asesino. Entonces vio con mayor claridad qué tenía clavado en el ojo: era una maqueta en peltre de la Aguja Espacial. Se la habían hundido hasta la base. Levantó la vista para ver quién era su salvador, y vio a Dilara mirándolo entre aliviada y sobresaltada.

—Estoy tan harta de estos tipos —dijo a punto de echarse a llorar.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Tyler con voz ronca.

Ella asintió.

—No quise matarlo… Dirigí el golpe a su oído, sólo para aturdirlo, pero entonces él ladeó la cabeza y…

La voz se le apagó mientras miraba al hombre cuyo ojo a su vez la miraba a ella. Dilara nunca había matado a un ser humano.

Tyler se levantó y le pasó un brazo por los hombros.

—Lo has hecho muy bien. Me has salvado la vida. Gracias. ¿Hay algún herido? —preguntó en voz alta. Varias personas negaron con la cabeza. Miró en torno a los pasajeros del monorraíl, que se habían retirado atemorizados por la pelea y que en ese momento contemplaban horrorizados el cadáver tendido en el suelo. Aunque algunos de ellos lloraban, nadie había salido malparado.

Miró hacia el exterior. Entraban en la estación del Seattle Center. Demasiado tarde para parar. Tenía que confiar en que hubiese llegado la policía. No quería seguir atrapado en el tren. Aún quedaba un asesino libre, el hombre a quien había visto en el reflejo del escaparate. Si uno de ellos había sido capaz de seguirlo hasta el interior del tren, lo más probable era que el otro tipo tampoco se rindiera con facilidad.

El tren frenó y las puertas se abrieron. Cogió la mano de Dilara.

—Salgamos de aquí.

No quería que lo confundieran con uno de los pistoleros y convertirse en blanco de los disparos de la policía, razón por la cual dejó el subfusil donde estaba.

Echaron a correr por la rampa de acceso, desde la que Tyler vio un coche patrulla frenar con chirrido de neumáticos junto a la acera, a cincuenta metros de donde las barreras bloqueaban el paso de los vehículos. Respiraba un poco mejor, y habían llegado las autoridades. Seguramente no tardarían en unirse otros coches de policía. Se abrió la puerta del conductor, pero el tipo que salió del vehículo no llevaba uniforme de policía. Vestía de negro. Era el hombre del bigote que vio en el reflejo de la tienda. Debía de haberse apropiado del coche de policía.

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