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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (35 page)

—¿Ha podido averiguar de qué arma biológica se trata? —preguntó Tyler mientras se incorporaba. Harris no estaba de muy buen humor. Ya debía de estar al comenté de lo que tenían entre manos.

—Me temo que sí —respondió Gavde con un leve acento que sonaba a una combinación de hindi con el inglés de la BBC—. Tenga en cuenta que tan sólo hemos hecho pruebas preliminares, pero los resultados son bastante inquietantes. Hablamos de cosas capaces de helarle a cualquiera la sangre en las venas.

—¿Es una bacteria o un virus?

—Ni una cosa ni otra. El agente activo que encontramos en el interior de esos cilindros es un prion. ¿Sabe a qué me refiero?

—Vagamente. Son la causa de la enfermedad de las vacas locas.

—La encefalopatía espongiforme bovina es la enfermedad más conocida, en efecto, pero existen muchas otras más. Los priones no son muy conocidos. Son agentes infecciosos compuestos enteramente por proteínas. Todas las enfermedades causadas por priones tienen un punto común, y es que son mortíferas. Ésta no se diferencia en ese aspecto. Sin embargo, en los demás, no se parece en nada a ninguna otra enfermedad causada por priones.

—¿A qué se debe? —se interesó Tyler.

Gavde hablaba como si su hallazgo lo hubiera dejado asombrado.

—Este prion se comporta con gran malicia. Ataca las caderinas del ser humano, las proteínas que mantienen unidas las células del cuerpo. Sin embargo, no afecta a las caderinas animales. Hemos hecho pruebas con tejidos de ratón, rata y mono, sin que el prion afectase lo más mínimo sus tejidos. Pero las células humanas fueron atacadas con gran virulencia.

—¿Qué sucede cuando la caderina se ve atacada?

—Todas las células de su cuerpo permanecen unidas por estas caderinas. Si se rompen, las células no pueden seguir juntas y se descomponen. La única parte del cuerpo humano que no se vería afectada sería el esqueleto, porque el tejido óseo de los cuerpos está mineralizado.

Tyler recordó al piloto del avión de Hayden. En la transcripción de la conversación por radio con la torre de control de Los Ángeles, había gritado que se estaban fundiendo. Pero como la malvada bruja del Oeste, había usado la palabra equivocada. No se habían fundido, sino que se habían disuelto, sólo que, en este caso, los huesos se conservaban intactos.

—¿Existe algún modo de detener la infección una vez se haya contraído?

—Yo he preguntado lo mismo —intervino Harris.

Gavde hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Aparte de ser mortal, el otro punto que tienen en común los priones es que son intratables. De resultas del ataque a la caderina, se producen más priones, de tal modo que se alimentan a sí mismos.

—¿A qué velocidad actúa? —inquirió Tyler.

—Ésa es una pregunta interesante —dijo Gavde, que no disimulaba su fascinación por el prion—. Ya vieron que había tres cilindros en la maleta. Una vez abierta la tapa de la maleta, se abría una válvula para que el cilindro rojo despidiera priones, mientras el cilindro blanco inyectaba una sustancia salina en el azul.

—¿Agua salada?

Gavde asintió.

—Al principio no pudimos entender el porqué. Cuando intentamos obtener una muestra de los cilindros azul y blanco, tan sólo hallamos unos pocos priones activos. El resto quedó destruido por la sustancia salina. Bajo el microscopio, los priones del cilindro azul parecían prácticamente idénticos a los del cilindro rojo. Pero no lo son. Cuando los sometimos a pruebas, un tipo de prion se mostró mucho más veloz actuando que el otro. Un examen más exhaustivo del artefacto nos reveló por qué.

«Una trampa», pensó Tyler.

—Supongo que el cilindro rojo tenía los priones que actuaban con mayor velocidad —aventuró.

Gavde se mostró sorprendido.

—¿Cómo lo sabe?

—Así lo habría diseñado yo. Si nadie lo manipulaba, actuaría tal como estaba previsto, infectando a todo el barco. Si alguien lo manipulaba, esa persona moriría en cuestión de minutos y los priones harían de las suyas de todos modos.

Gavde asintió de nuevo.

—Eso tiene sentido. No sé quién diseñó esos priones, pero hablamos de alguien muy inteligente. Diría que los más longevos tardarían días en causar los primeros síntomas, lo que permitiría que la enfermedad se transmitiese sin la posibilidad de contenerla por medio de una cuarentena.

—¿Estamos hablando de un diseño? —preguntó Harris—. Entonces, ¿confirma usted que está creada por el hombre?

—Debido a las diferencias específicas que existen entre ambos tipos de prion, concluyo que son fruto de la ingeniería genética. Sin embargo, es muy poco probable que quien las creara partiese de cero. Supongo que lo hizo a partir de un modelo de prion que guarda ciertas similitudes, y que todo lo demás fue alterado por procesos bioquímicos. Nunca he oído hablar de una enfermedad inducida por priones que se le parezca. No sé de dónde habrán sacado esto.

—¿Algo más, doctor Gavde? —inquirió Harris.

—Un último dato interesante. Hemos detectado restos de argón, por lo que creemos que los cilindros que contenían los priones fueron sellados con el gas inerte.

—¿Por qué es eso tan importante? —preguntó Tyler, que consideraba aquella conversación intrigante y nauseabunda a la vez, lo primero por el cariz científico y lo segundo por las implicaciones derivadas de aquellos descubrimientos.

—La versión que actúa con mayor rapidez empieza a disolverse al cabo de unos minutos si no actúa sobre una célula. Su longevidad, si es que podemos decir que un prion goza de vida, es muy breve. Actúan rápidamente, pero también deben reemplazarse rápidamente unos a otros. En cuanto todas las células humanas se ven privadas de sus caderinas, los priones se disuelven. Apostaría a que los que tardan más en actuar corren la misma suerte, sólo que tras un periodo de tiempo mayor. Por desgracia, no descubrimos este hecho hasta que todas las muestras de prion que tomamos quedaron destruidas.

Otra respuesta que justificaba la ausencia de restos de prion en el lugar del accidente aéreo. Se habían disuelto mucho antes de que el avión se estrellara. Su inherente naturaleza destructiva también encajaba si Ulric pretendía desatar aquellos priones en un mundo confiado y disfrutaba de un búnker donde esconderse. Lo único que tenía que hacer era esperar al fin de la civilización, para, una vez autodestruidos los priones, salir y reclamar para sí el planeta.

—¿Hay algo capaz de acabar, de contener, a esos priones antes de que actúen? —preguntó Tyler.

—Hicimos algunas pruebas rápidas de su durabilidad. Su estructura no se ve alterada a menos que sean sometidos a temperaturas superiores a los quinientos grados Fahrenheit. La otra manera, por supuesto, es mediante una sustancia salina. La sal se muestra muy corrosiva con ellos.

—Tengo que hacer unas llamadas —dijo Harris, alejándose por el corredor y marcando un número en el teléfono móvil.

—Fue una suerte que localizara la maleta antes de que el artefacto infectase a todo el barco —dijo Gavde—. Odio pensar que pueda haber más ahí fuera.

Tyler estaba convencido de ello. La única pregunta era dónde se ocultaban.

Capítulo 42

Tyler volaba en el reactor de Gordian de regreso del Centro de Control de Enfermedades. Iba camino del CIC, en Phoenix. En esa ocasión, sin embargo, no pilotaba él. Ya eran las once de la mañana, zona horaria del Este, y tenía mucho trabajo que hacer.

El primer asunto del que debía encargarse era ingeniar, con ayuda del FBI, una distracción capaz de hacer tropezar a Ulric. Hizo que el FBI difundiera la noticia de que el doctor Tyler Locke había muerto, junto a uno de los agentes de la Oficina Federal de Investigación, en una reyerta ocurrida a bordo del
Alba del Génesis.
A Ulric no le preocuparía el hecho de que Perez no se pusiera en contacto con él, pues daría por sentado que ambos habían muerto.

Lo siguiente era averiguar adonde llevaba Ulric a Dilara. Tyler sospechaba que la habían secuestrado para usarla de rehén en caso de necesitar llegar a un acuerdo, o puede que para interrogarla. Si querían eliminarla, les habrían matado a ambos, en lugar de enviar a Perez a separarlos. Por tanto, Dilara seguía con vida, aunque Tyler no sabía por cuánto tiempo.

—¿Dónde está el avión de Ulric? —preguntó Tyler a Aiden MacKenna, utilizando el teléfono vía satélite del reactor. El experto en información de Gordian había estado colaborando con el FBI para localizar el paradero del multimillonario.

—Según la Oficina Federal de Investigación, aterrizaron en Seattle hace más de cinco horas —explicó Aiden—. Sabemos que no tomaron otro vuelo, pero les hemos perdido la pista. Tienen que estar en algún punto de las inmediaciones de Puget Sound.

—¿Tienes una lista de las propiedades que posee Ulric en la zona?

—Sí. Hemos encontrado vínculos entre su compañía y PicoMed Pharmaceuticals, que recordarás es donde trabajó Sam Watson. Está en Seattle, junto a la mayoría de las propiedades de Ulric, incluida la sede central de su empresa.

—Lo que busco es el lugar donde se construyó el bunker. Ese chiflado está a punto de liberar ese prion, lo que significa que no tardará en esconderse en Oasis. No lo habrá construido en mitad de Seattle, sino en algún lugar que esté un poco apartado. ¿Tiene un rancho en alguna parte?

—No que yo haya averiguado, y que esté a su nombre o al de alguna de sus compañías.

Tyler hizo un repaso mental de las diversas posibilidades. Si Ulric realmente intentaba recrear los efectos del diluvio, y se creía un nuevo Noé…

—Aiden, ¿qué me dices de la Iglesia de las Sagradas Aguas?

—Déjame entrar en la base de datos del FBI y hacer algunas comprobaciones con datos financieros obtenidos de forma algo… ilícita. —Hubo una pausa. Tyler le oyó aporrear el teclado—. Creo que tenemos un caballo ganador: el cuartel general de la Iglesia se encuentra en el centro de Seattle, lo que no encaja en tus parámetros de búsqueda, pero he localizado una impresionante propiedad en un lugar llamado Isla Orcas.

—¿De qué clase de propiedad estamos hablando?

—Según las últimas imágenes obtenidas por un satélite del Departamento de Defensa, parece que son cinco edificios. Uno es una mansión; otro parece un hotel enorme; por último, hay tres almacenes del tamaño de un hangar de avión, y también cuentan con helipuertos y un embarcadero bastante espacioso.

Tenía que tratarse de ese lugar. Era perfecto para construir un búnker que no llamase mucho la atención.

—¿Ves indicios de obra? —Coleman tuvo que trasladar miles de toneladas de tierra para excavar los túneles y habitaciones del búnker subterráneo.

—No que pueda apreciarse en las imágenes del satélite.

Qué raro. Tyler estaba convencido de que la sede de la Iglesia de las Sagradas Aguas era la única alternativa, puesto que Ulric había aterrizado en Seattle, a tan sólo cien kilómetros de Isla Orcas. Pese a todo, tendrían que apreciarse pruebas del traslado de toda esa tierra.

—Mira a ver si el litoral ha experimentado cambios visibles.

Aiden aporreó de nuevo el teclado del ordenador.

—Que pueda ver, exceptuando los edificios, la línea costera parece la misma de estos últimos tres años.

—¿Has dicho que los almacenes parecen hangares de avión?

—Lo bastante grandes como para albergar un par de siete cuatro siete cada uno. No se me ocurre qué función pueden desempeñar.

—A mí sí. —Eran los hangares. Tyler comprendió el porqué de su presencia allí.

Sonó el timbre del teléfono móvil que anunciaba una llamada entrante. Comprobó la identidad de la persona que la efectuaba y torció el gesto. Era la llamada que tanto había temido.

—Aiden —dijo Tyler—. Ésta tengo que atenderla. Mira a ver si puedes conseguir algo que demuestre que Ulric está en Isla Orcas. Comprueba todas las embarcaciones y helicópteros.

—De acuerdo. Te llamo dentro de un rato.

Tyler llenó de aire los pulmones y dio paso a la otra llamada.

—General. Gracias por devolverme la llamada.

—Me he enterado de todo ese follón del
Alba del Génesis
—dijo su padre por toda respuesta—. ¿En qué mierda de lío te has metido?

Tyler sintió que se le ponían los pelos de punta. A pesar de los dos años que llevaban prácticamente sin tener contacto, su padre sabía cómo sacarle de sus casillas.

—No tuve elección, papá. Sufrí tres intentos de asesinato.

—¡Tres intentos! ¿Y has esperado todo este tiempo para llamarme?

La conversación marchaba tan mal como Tyler había esperado. «Aunque mi vida dependiera de ello» fue lo que pensó la primera vez que Miles sugirió recurrir al general Sherman Locke. Pero en ese momento no era su vida la que corría peligro, sino la de Dilara.

Debido a los resultados de las pruebas realizadas en el Centro de Control de Enfermedades, Tyler supuso que sólo era cuestión de tiempo que los militares se involucraran. El descubrimiento de un arma biológica nueva era materia de seguridad nacional, y el FBI tendría que coordinar con ellos la investigación. Puesto que habían tomado como rehén a Dilara, Tyler no quería quedarse al margen, así que había llamado a regañadientes a la oficina de su padre para proporcionarle algunos detalles acerca de Oasis.

—Hasta el momento no tenía ninguna prueba de que pudieras ser capaz de hacer algo al respecto —dijo—. Pero la situación se ha vuelto muy crítica, y creo que el ejército tiene capacidad de solucionarlo.

El general chascó la lengua. Desaprobación.

—Por lo que dices, te has visto superado.

—¿Qué quieres que te diga, papá? ¿Que necesito tu ayuda?

—No hay nada de malo en ello, hijo.

El tono de voz de su padre poseía la dureza de costumbre, pero Tyler detectó una preocupación que no solía empañarlo. Se sintió un poco menos crispado.

—De acuerdo. Necesito tu ayuda.

—Eso es para lo que estamos aquí. El Centro de Control de Enfermedades me informa de que tenemos entre manos un caso de bioterrorismo cuyo agente es de nivel cuatro.

—Un asunto muy peliagudo.

—Parece que no hay supervivientes, así que no tenemos modo de desarrollar una respuesta.

Su padre recurría a la jerga militar para referirse a una cura, pero Tyler tenía la sospecha de que en realidad quería el arma para un posible uso militar.

—He hablado con el presidente —dijo el general—. Cuando se enteró de la potencia de esos priones, decidió, por recomendación mía, que este asunto supone un peligro evidente para la seguridad nacional. Ordenó al Ejército hacer todo cuanto obre en nuestro poder para apropiarnos de ellos.

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