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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (37 page)

—¿Ése es su plan de reserva, señor? —preguntó Grant.

—Si no podemos entrar y neutralizar el arma biológica de Ulric por los medios convencionales, sí. —El general se volvió hacia Tyler—. Y mi pregunta para usted, capitán —dijo adoptando de nuevo un trato más formal—: ¿bastará con eso?

Tyler recordó las características técnicas de la bomba. Con sus seis metros de largo y trece toneladas de peso, era más pesada que la infame bomba masiva perforante de profundidad, capaz de destruir búnkeres situados a sesenta metros bajo tierra.

Estaba atónito.

—Hay trescientos hombres y mujeres en ese búnker —dijo.

«Incluida Dilara», pensó.

—Eso debería servirte para entender hasta qué punto está dispuesto a llegar el presidente para impedir que liberen ese prion. Por tanto, repetiré la pregunta: ¿bastará con eso? ¿Destruiría Oasis por completo?

Tyler asintió, solemne.

—Si construyeron ese búnker según los planos originales, bastaría para destruirlo.

El cronómetro realizaba la cuenta atrás desde diez, y una voz iba cantando los segundos. Una de las pantallas mostraba al bombardero B-52 que transportaba la bomba. Cuando la cuenta llegó a cero, una enorme bomba con forma de bala cayó del bombardero, que alabeó a estribor para cambiar su rumbo.

—Treinta segundos para el impacto —dijo la misma voz que había cantado la cuenta atrás.

—Papá, cometes un error. Ni siquiera tenemos la seguridad de que la bomba destruya por completo a ese agente biológico.

—Hay casi dos toneladas y media de explosivo en esa bomba. Lo que no resulte incinerado acabará sepultado bajo los escombros.

—Pero hablamos de trescientas vidas.

—El presidente está de acuerdo con nuestra valoración de la situación. Esas vidas son prescindibles, si de lo que se trata es de cerciorarse de que esta amenaza sea neutralizada. Si quieres salvar a esa gente, procura asegurar el complejo antes de las nueve de la noche.

La voz alcanzó el final de la cuenta atrás.

—Tres… Dos… Uno…

Durante una fracción de segundo, Tyler vio la enorme bomba que se precipitaba sobre la tierra. La ladera de la montaña se alzó para caer de nuevo, creando una depresión de noventa metros de diámetro y quince de hondo. Una nube de polvo se elevó en el aire, pero la explosión se produjo a tal profundidad que apenas afectó a la superficie. La caravana se llenó de vítores y aplausos, mientras a Tyler lo sacudía un escalofrío ante tan temible visión.

—La cueva que esa bomba acaba de destruir se encontraba enterrada bajo treinta y ocho metros de granito —informó el general.

—La roca de Isla Orcas no es fuerte —comentó Tyler.

—¿Aún quieres ir?

«Ahora más que nunca», pensó mientras asentía.

—Mi hijo es un cabrón tozudo —dijo el general con un amago de sonrisa—. Clavado a tu padre. De acuerdo. Tienes hasta las nueve de la noche de hoy para confirmarnos que habéis asegurado el recinto. A partir de esa hora, no tendré más remedio que reducir la finca de Ulric a un cráter.

—¿A qué hora está previsto el inicio del asalto?

—No podemos darles tiempo para que se preparen. Está programado para las ocho, hora del Pacífico, ya entrada la noche. Calculamos que si no podemos infiltrarnos en Oasis en una hora, ya no sucederá y consideraremos al equipo por eliminado. Eso nos pone en serio peligro de perder la oportunidad de detener la propagación del arma biológica.

—Lo lograremos —prometió Tyler.

—Voy a dirigir la operación conjunta —advirtió el general, que dedicó una mirada inflexible a Tyler—. Te aseguro que pienso ordenar el lanzamiento de esa bomba exactamente a las nueve de la noche si no tengo noticias tuyas. No te retrases. Es una orden, hijo. —Entonces se alejó para charlar de nuevo con el coronel. Era como si acabara de darles permiso para retirarse.

Tyler oyó afuera las palas del helicóptero. Grant y él tendrían que actuar rápido si querían coordinar esfuerzos con el grupo de asalto.

Consultó la hora en el reloj. Quedaban nueve horas para el inicio de la operación.

OASIS

 

Capítulo 44

Cuando el reactor privado de Ulric sobrevoló el área metropolitana de Seattle, Dilara supo por fin dónde se encontraban, aunque no le sirvió de nada. Durante el vuelo en helicóptero desde el aeropuerto a Isla Orcas, no tuvo oportunidad de intentar la huida.

Llegaron a una especie de finca inmensa con una mansión y diversos edificios. Había atravesado con prisas un control de seguridad, y de allí la condujeron a un ascensor que descendió, llevándolos bajo tierra. El panel del ascensor tenía siete botones. Cuando se abrieron las puertas en la planta menos tres, salieron a un vestíbulo repleto de gente; en ese momento tuvo la sensación de encontrarse en una madriguera. Aquello era Oasis.

Un hombre enorme con el cráneo rasurado fue a recibirlos al ascensor. Iba acompañado por otros dos tipos armados con subfusiles.

—¿Cuál es nuestra situación? —preguntó Ulric.

—Todos nuestros miembros se encuentran presentes en el interior.

—Estupendo. Vamos a encerrarnos esta misma noche, doctora Kenner. Le presento a Dan Cutter. Él la conducirá a su cuarto. —Ulric se volvió de nuevo hacia Cutter—. Tengo algunos asuntos que atender. Luego iniciaremos el interrogatorio. —Y acompañado por Petrova, regresó al interior del ascensor.

Cutter cogió a Dilara del brazo y la llevó a una habitación mucho menos espartana de lo que esperaba. Tenía las dimensiones del camarote de un crucero, con un cuarto de baño modesto en un lateral. La cama, mesilla de noche y el armario eran muebles antiguos. Encima de las sábanas vio una muda y un par de zapatos en el suelo.

—Puede ponerse esa ropa, o puede conservar su vestido y los zapatos de tacón —dijo Cutter—. A mí no me importa.

Dio un portazo y cerró desde fuera con llave. Le oyó decir a uno de los hombres que lo acompañaban que se quedara ahí vigilando la puerta. Seguidamente hubo un ruido de pasos que se alejaron por el corredor. Dilara nunca se había sentido tan sola.

No pensaba seguir con el vestido puesto. A pesar de que las posibilidades que tenía de reducir a un soldado adiestrado en combate eran prácticamente nulas, necesitaba vestir ropa más cómoda para actuar cuando llegase el momento. Probablemente había cámaras en el cuarto, pero no tenía sentido molestarse en localizarlas. Si las cubría, los guardias irrumpirían allí de inmediato.

Había trabajado en numerosas ocasiones en excavaciones donde la intimidad no siempre suponía una preocupación; no se dejaba intimidar por los mirones, pero tampoco quería mostrar más de lo que debía. Se cambió de ropa, cubriéndose con la blusa antes de desnudarse. Las prendas que le habían proporcionado le sentaban sorprendentemente bien, incluso las zapatillas deportivas. Ir al baño le resultó más incómodo, pero no tuvo opción y no dejó en todo momento de cubrirse en la medida de lo posible.

Luego no pudo hacer más que esperar, así que tomó asiento en la cama y meditó. Le trajeron un poco de comida, pero no la probó, y cuando tuvo sed, bebió agua del grifo. Cuando no tenía más remedio, podía pasar todo el día sin probar bocado. Si planeaban drogarla, no iba a ponérselo fácil.

Estaba tan concentrada en la meditación que apenas reparó en que habían abierto la puerta. Cutter la cogió del brazo y la puso en pie de un tirón.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde?

—Al laboratorio. Vamos a hacerle unas preguntas.

Entonces la empujó para que anduviera delante de él en dirección a la puerta.

Caminaron hasta llegar a un amplio vestíbulo. Luego entraron en un laboratorio. Ulric se encontraba en un extremo, con un cuarentón delgado como un junco, cuyo pelo era tan blanco como la bata que vestía.

En el laboratorio había tres muebles: una silla que no hubiera estado fuera de lugar en la consulta de un dentista, una mesa de quirófano y otra silla para el médico. Un mostrador con un fregadero, aparte de varias piezas de material electrónico, recorría una de las paredes. Parecía una de las salas habilitadas como enfermería durante la estancia de toda esa gente bajo tierra.

Cutter la condujo a la silla de dentista.

—Siéntese. —No fue una sugerencia.

En cuanto se hubo sentado en la silla, miró con inquietud cómo Cutter le ataba las muñecas con correas a los brazos de la silla. La calma adquirida durante la meditación se había convertido ya en un lejano recuerdo.

—Escuche, Sebastian —dijo Dilara—. Estoy dispuesta a contarle cualquier cosa que quiera usted saber.

—Eso podría ser cierto —admitió Ulric—, pero no puedo aceptar su palabra sin más. No tengo tiempo. Mis hombres activarán mañana los artefactos, y debo asegurarme de que nadie lo impida.

—¿Y por qué iba yo a tener información al respecto?

—Antes tuve la impresión de que sabía muchas cosas. He tenido noticia de que tanto el agente especial Perez, del FBI, como el doctor Tyler Locke, murieron en un tiroteo que se produjo a bordo del
Alba del Génesis.
Por tanto, ahora usted es mi único vínculo con la información de que disponía el doctor.

La noticia de la muerte de Tyler hizo que a Dilara se le cayera el alma a los pies. No tuvo la sensación de que Ulric le estuviera mintiendo.

—Sé que para usted se trata de un golpe terrible —dijo—. Tenga en cuenta que nadie conoce su actual paradero. Está sola. No nos tiene más que a nosotros.

Tiró de las correas de las muñecas, pero sin demasiado entusiasmo.

—¿Va a drogarme?

—El doctor Green le pondrá la inyección. Se trata de un nuevo suero que mi empresa desarrolló para la CIA. Es una variante más efectiva del pentotal sódico. No le dolerá, pero su uso comporta ciertos riesgos porque afecta las funciones del sistema nervioso. Por eso dejo que sea un profesional quien se encargue de administrárselo.

—¡Le juro que no sé nada!

Ulric hizo caso omiso de sus palabras.

—Doctor Green, proceda.

El hombre se acercó al mostrador y aplicó la aguja de una jeringuilla en el tapón de un botellín, del que extrajo veinte centímetros cúbicos de un líquido transparente. A continuación le fregó la vena del brazo izquierdo con un algodón empapado en alcohol.

—Usted es médico —dijo Dilara a Green—. Por favor, no lo haga.

El doctor sonrió.

—Sentirá un leve pinchazo. —Y a continuación le hundió la aguja en el brazo.

Sintió que un líquido frío le fluía por la vena. Cuando el émbolo hubo comprimido todo el contenido, Green retiró la aguja.

—Dentro de cinco minutos el organismo lo habrá absorbido por completo. Dilara, quiero que inicie una cuenta atrás.

Ya se sentía algo mareada. Negó con la cabeza.

—¡No voy a hacer nada! —Tiró de las correas hasta que se le hincharon las venas.

—Será más llevadero si no se resiste.

—¡Suéltenme!

Entonces la estancia quedó totalmente a oscuras. Fue como si alguien hubiera apagado el interruptor de la luz. Tuvo la sensación de que su cabeza se hundía en un cubo lleno de agua helada. La voz de Green se volvió confusa, y se fue adelgazando hasta que Dilara dejó de percibir el mundo que la rodeaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ulric. No se suponía que debía perder el conocimiento. Todo lo contrario, puesto que así no podría responder a sus preguntas.

—Su presión sanguínea ha caído en picado y ha perdido la conciencia —dijo Green mientras comprobaba la reacción pupilar con una linterna—. Como dije antes, sucede en un cinco por ciento de los casos. Llevémosla a la mesa.

Green le había hablado a Ulric de los posibles riesgos. El multimillonario comprendió que el doctor quiso replicar con un «ya se lo dije», pero que no se atrevió.

—Ayúdalo —ordenó a Cutter—. ¡Un cinco por ciento! ¡Imbécil!

Cutter desabrochó las correas y la levantó a pulso de la silla para llevarla después a la mesa quirúrgica.

Green le puso los pies en alto bajo una almohada. Luego comprobó su presión sanguínea.

—Tiene la presión baja, pero estable.

—¿Y ahora qué? ¿Puede despertarla?

—Podría ponerle una inyección de adrenalina. Eso la despertaría, pero también reduciría los efectos del suero. Más tarde podríamos empezar de nuevo el proceso. Una segunda inyección administrada en un plazo de tiempo tan breve podría resultar mortal.

—Si esperamos a que despierte, ¿seguirá bajo los efectos del suero?

—No lo sabremos hasta que esté consciente. Eso podría llevar horas.

—¡Maldita sea! De acuerdo. Usted quédese aquí con uno de los hombres de Cutter. Cuando despierte, comuníquemelo de inmediato.

—Sí, señor.

—Vamos —dijo a Cutter mientras abandonaba a paso vivo el laboratorio.

Capítulo 45

En cuanto Tyler y Grant aterrizaron en la base de la Fuerza Aérea de McChord, al sur de Seattle, tan sólo hubo que cubrir un breve trayecto en coche a Fort Lewis, donde el grupo de asalto llevaba a cabo los últimos preparativos en el interior del cuartel. Había un mapa de Isla Orcas pegado con celo en la pared, y treinta soldados de operaciones especiales ocupados comprobando el estado de las armas y cargando las mochilas con peines de munición. La mayoría de ellos apenas superaba la veintena. Tyler y Grant sacaban como mínimo cinco años al más veterano.

Se presentaron al comandante del grupo, el capitán Michael Ramsey, un tipo delgado, de piel muy clara y unos treinta años, con el pelo rojo cortado al cepillo. Ramsey, cuyos tendones del cuello parecían tensos y a punto de reventar, los miró con cautela, comprobando si estaban a la altura del listón que había impuesto a sus hombres. Estrechó sus manos, pero no se mostró muy complacido de verlos.

—Lamento entrometerme en su misión, capitán —se disculpó Tyler—, pero tenemos información táctica vital que resultará útil cuando nos encontremos en el lugar.

—Si el general Locke insiste en que nos acompañen es porque tienen que hacerlo —aseguró Ramsey como un soldado consciente de que no tiene más remedio que obedecer las órdenes—. Siempre y cuando quede claro que yo estoy al mando.

—Por supuesto. Estoy seguro de que habrá consultado nuestras hojas de servicio.

—Sí. Pedí al intendente de la base que les consiguiera ropa de faena. Cuando se hayan cambiado, empezaremos la sesión informativa. —Ramsey consultó la hora en su reloj de pulsera—. Yo tengo las diecisiete y cuarenta y tres. A las diecinueve en punto despegamos.

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