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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (54 page)

—Te daría una patada en los huevos, pero sé que no serviría de nada. Esa es la ventaja de que te cortaran la polla.

Cutter lanzó un rugido de ira y logró librarse de él. Se sacó un cuchillo de la espalda, y Grant llevó la mano a donde guardaba el suyo, pero descubrió que con tanto movimiento lo había perdido.

—¡Éste es tu cuchillo, gilipollas! —gritó Cutter con tono triunfal—. Siempre fui mejor soldado.

Lanzó un tajo a Grant, que saltó hacia atrás, en dirección a la pasarela. Cutter acompañaba cada tajo con un gruñido:

—Voy… a… matarte.

Si Grant saltaba a la primera planta y echaba a correr, Cutter localizaría su arma y le daría caza. Tenía que resolver la situación sin mayor demora.

—¡Vamos! —gritó al tiempo que abría a propósito la guardia del flanco izquierdo.

El cuchillo cortó el aire y se hundió en el hombro del luchador. Sintió un intenso dolor, pero eso era precisamente lo que quería que Cutter hiciera.

Recurrió a una variante de su movimiento característico de luchador, llamado «El Detonador». Se dio la vuelta y rodeó con el brazo el cuello de Cutter. Una vez que se hubo asegurado de haberlo aferrado con fuerza, se arrojó por el borde de la pasarela.

Cayeron abrazados. Con los años de experiencia recuperados en un instante, Grant giró el cuerpo en el aire. Al caer, su hombro derecho fue lo primero en golpear el suelo. El impacto aumentó la fuerza de su brazo y aplastó la tráquea y la columna vertebral de Cutter.

Grant le retiró el brazo del cuello, y después se arrancó el cuchillo que llevaba clavado en el hombro izquierdo. Sintió que la sangre le salpicaba, pero no surgió como un chorro. No le habían alcanzado ninguna arteria.

Oyó en la oscuridad la respiración débil de Cutter, y comprendió que tan sólo le quedaban unos segundos de vida.

—Siente la Quemadura, gilipollas —dijo Grant.

Un silbido escapó de los labios de Cutter. Acto seguido expiró.

Con el brazo izquierdo inmovilizado a la altura del pecho, Grant se levantó, recogió la linterna y anduvo con dificultad hasta la rampa más cercana para ver si podía llegar junto a Dilara a tiempo de ayudarla.

Petrova se quitó de encima a la arqueóloga, que se puso en pie. No estaba segura de cómo proceder a continuación. Las técnicas defensivas que había aprendido bastaban para ahuyentar a un ladrón, pero esa mujer parecía haberse adiestrado a conciencia en técnicas de combate cuerpo a cuerpo.

La mujer eslava encendió la linterna y la enfocó a los ojos de Dilara, cegándola. Ésta retrocedió hacia el armero y tomó una de las espadas amontonadas en el suelo, con la cual lanzó un golpe que bastó para que la linterna rodase por el suelo, encendida.

Petrova dio una ágil voltereta para coger una espada y no quedarse atrás. Se incorporó y la esgrimió a un lado y otro, antes de ponerse en guardia.

—Así que ha escogido luchar con espada —dijo—. Estupendo. Es una de mis armas favoritas.

Dilara nunca había esgrimido una espada, por tanto esa pelea no tardaría mucho en terminar si no se le ocurría otra salida. Petrova corrió hacia ella, espada en alto. Un acto reflejo le hizo levantar la suya para parar el golpe. La espada de la rusa se deslizó a un lado tras entrechocar los aceros, pero Dilara no empuñaba adecuadamente el puño del arma, que perdió y fue a caer sobre la urna con el símbolo púrpura, desparramando unas cuantas flechas por el suelo.

—Debí haberla envenenado en el aeropuerto de Los Ángeles cuando tuve ocasión —dijo Petrova.

¡Veneno! Por eso Dilara había reconocido el símbolo de la urna. No era una figura en actitud de plegaria. Era una flor, la flor del acónito. Debieron de emponzoñar las puntas de flecha con el veneno extraído del acónito, y la urna estaba marcada para diferenciar las flechas letales.

Dilara tomó un puñado de ellas y empezó a arrojarlas a Petrova, que fue incapaz de evitarlas. La arqueóloga empuñó el último proyectil y cargó sobre su adversaria, a quien hundió la flecha en la pierna antes de que Petrova pudiera reaccionar. La rusa lanzó un tajo con la espada, hiriendo el brazo de Dilara. La fuerza del golpe la llevó a darse contra la pared.

Con una sonrisa en los labios, Petrova se arrancó la flecha.

—Aficionada… ¿Es esto todo de lo que eres capaz?

Dilara cogió una lanza de la pared y la amenazó con ella. Hizo algunos amagos de atacarla que Petrova se limitó a esquivar con facilidad.

—Patético —dijo Petrova, que golpeó el asta de la lanza con la hoja del arma.

Esa vez Dilara no perdió el arma, pero la espada convirtió la parte superior del asta en astillas. No contenta con ello, la rusa siguió golpeando. Cuando apenas quedaba un metro de lanza intacto, efectuó una patada giratoria y alcanzó con el pie el torso de la arqueóloga, que cayó al suelo, sin aliento, y perdió el casco.

Petrova se abalanzó sobre ella y apoyó el cuerpo con fuerza sobre una rodilla para inmovilizarla con la otra. Luego levantó la espada, dispuesta a dirigir un golpe mortal al cuello de la arqueóloga. Pero se quedó congelada. Se llevó la mano libre a la garganta y la espada empezó a temblar. Su mano cayó inerte a un lado y la espada lo hizo desde lo alto. Dilara inclinó la cabeza hacia la derecha. La espada había caído tan cerca de su cuello, que casi sintió la mordedura del acero. Hubo un ruido metálico.

Petrova se precipitó al suelo, aquejada de violentos espasmos. Permaneció tumbada, estremecida por las sacudidas. Movía los labios, pero no pronunciaba ninguna palabra.

Dilara se levantó, llevándose una mano al cuello. Cuando la retiró, vio que tenía un poco de sangre, pero no mucha. Oyó pasos a su espalda, y cuando se dio la vuelta, vio a Grant. A la tenue luz que reinaba vio que tenía una mancha húmeda y brillante en el hombro. Sangre.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Te encuentras bien?

—Me disponía a hacerte la misma pregunta. —Miró a Petrova, sacudida por violentos temblores en el suelo—. ¿Qué le ha pasado?

—Una flecha envenenada. ¿Recuerdas el acónito que vimos fuera? Es muy potente. A pesar de los seis mil años que han transcurrido, sigue siendo uno de los venenos más mortíferos que se conocen. No existe antídoto capaz de contrarrestar sus efectos.

Miró desapasionadamente a Petrova, cuyos ojos relucieron con el temor a la muerte.

—Ahora sabrás lo que sufrió Sam Watson.

Petrova arqueó el cuerpo. Fue lo último que hizo antes de quedar totalmente inmóvil.

—¿Y Cutter? —preguntó Dilara.

—Llegó al infierno pocos minutos antes que ella. —Grant se agachó para recoger el casco de Dilara—. Vamos. Esto no ha terminado. Ulric aún anda por ahí suelto.

—Y también Tyler —dijo ella. De pronto comprendió que no había impreso toda la seguridad que deseaba a sus palabras.

—Eso espero —dijo Grant.

Capítulo 70

Grant encontró también la pistola de la arqueóloga y se intercambiaron el casco. Apagó la luz del frontal, y después la guió hacia el borde de la pasarela de la tercera planta. Encendió el sensor infrarrojo del casco de Dilara, que en ese momento llevaba calado él. Su posición ventajosa le proporcionó una amplia visión del arca.

De inmediato localizó dos figuras en la planta baja de la caverna. Una llevaba una linterna y se movía de un lado a otro, buscando al otro hombre, que distaba algo más de veinte metros y casi estaba a la altura de Grant. Levantaba un brazo y caminaba con una leve cojera.

Uno de ellos era Tyler, pero ¿cuál de ambos? La mira infrarroja no le proporcionaba el nivel de detalle necesario para identificarlos, y Tyler y Ulric tenían más o menos la misma altura. Si Grant gritaba, delataría su posición.

Miró hacia abajo, al hombre que seguía con el brazo en alto. Entonces comprendió el porqué. Era Tyler. Hacía señas, procurando exagerar los gestos. De haber movido el brazo delante del cuerpo, Grant nunca hubiera reparado en ello, pero recortado contra la fría pared de la caverna distinguió lo que Tyler se proponía decirle.

«Grant. Ve a la salida.»

La puerta de piedra de la cueva. Por ella saldrían al exterior.

Grant respondió, pero Tyler no dejaba de repetir el mismo mensaje.

Grant susurró al oído de Dilara.

—Nos vamos.

—¿Qué me dices de Tyler? —susurró ella a su vez.

—Lo veo desde aquí. Tiene problemas, así que iremos a ayudarle.

Grant la cogió de la mano y la condujo rampa abajo. El sistema de cartografiado en tres dimensiones le mostró el camino.

Tyler sintió un cambio en el ambiente. Fue sutil, pero estaba ahí. Alguien se acercaba. Se puso tenso, preparado para un ataque.

Al aspirar con fuerza percibió un olor familiar. Era el champú de Dilara. Aún conservaba el recuerdo de su aroma, después de pasar la noche con ella y de la ducha que habían compartido.

Tyler sintió que alguien le asía del brazo. Entonces tanteó con la mano el enorme hombro de Grant, que se apartó. La humedad que notó en la mano le reveló por qué. Sangre. Grant estaba herido. Pero habían visto sus señas.

Le quitaron el casco averiado, y le pusieron uno distinto en la cabeza. El sistema infrarrojo funcionaba a la perfección. Tyler vio las vivas señales de calor que despedían su socio y Dilara.

Grant le puso una pistola en la mano. Y le comunicó por señas:

«Cutter y Petrova están muertos. Llévanos a la salida.»

Tyler enfundó la pistola, luego tomó la mano de Dilara y aferró el brazo sano de Grant.

Puesto que no tenía que hacer señas mientras caminaba, pudo moverse con mayor rapidez, pero la herida de la pierna seguía limitándolo y había que andar en silencio. Calculaba que la salida quedaba a treinta metros a su derecha.

Se movieron a buen paso y cubrieron otros quince metros cuando Grant tropezó con una roca que no habían visto.

Cayó sobre el hombro herido, arrastrando consigo a Dilara. El casco rodó por el suelo de la caverna. Grant contuvo un grito, pero el gruñido fue casi peor.

—¡Ahí están! —dijo alguien detrás de Tyler. El haz de la linterna los alumbró. El subfusil de Ulric abrió fuego, y las balas alcanzaron el suelo y la pared, pero a esa distancia, prácticamente a oscuras, su puntería era terrible.

—¡Salid de aquí! —gritó Tyler—. ¡Yo os cubro!

Grant se levantó, encendió su linterna y arrastró a Dilara.

El ingeniero se tiró cuerpo a tierra y disparó en la dirección de la que provenían los disparos.

Ulric supo que los tenía en sus manos. Por lo visto Locke, Westfield y Kenner habían sobrevivido, lo cual quería decir que Cutter y Petrova habían muerto. No sintió nada por ellos. En cuanto Locke voló la entrada, habían dejado de preocuparle. Sus planes se habían ido al traste, su visión del Nuevo Mundo jamás se haría realidad. Ser consciente de ello lo destrozó, y se reveló contra la injusticia divina. Sin embargo, aún había una satisfacción que podía cobrarse.

Llevaba el amuleto en el bolsillo del chaleco, pero no importaba. Ninguno de ellos saldría de allí. Pese a todo, Ulric quería disfrutar del placer de ver sufrir a Locke.

Cubierto por una pared, encaró el haz de la linterna. Balas de nueve milímetros pasaron silbando por su lado. Locke tenía buena puntería, pero no tan buena como para alcanzarlo. Iba armado con una pistola, que no era rival para el subfusil de Ulric.

Se agachó y reculó de la pared, descargando el resto del peine de munición en la dirección de la que provenían los disparos. No alcanzó a ver si había logrado hacer blanco.

Volvió a ponerse a salvo tras la pared, dispuesto a recargar el arma. Asomó y vio que el punto donde estaba Locke estaba vacío y que sólo quedaba la mochila. El ingeniero había aprovechado los escasos segundos que tardó Ulric en cambiar el cartucho de munición para desplazarse a otro lugar. ¿Adonde había ido?

Oyó un ruido peculiar. Sonaba como si estuvieran arrastrando una enorme piedra desde el extremo opuesto del arca. También oyó gruñidos propios de quien hace un gran esfuerzo físico. Entonces vio algo que lo dejó asombrado.

Era débil, pero ahí estaba. Una luz procedente del exterior. Otra salida. ¡Por supuesto! La pared del fondo de la cueva adonde lo había dirigido Hasad Arvadi tres años atrás no era sólo lo que aparentaba. ¡Había una puerta!

Existía una salida. Volvía a ver en aquella oscuridad. Se puso de nuevo las gafas intensificadoras de luz. Tal como Cutter le había contado, la débil luz del exterior bastó para bañar la caverna de una luz verdosa.

¡Y su visión del Nuevo Mundo aún era viable! Dios había respondido a sus plegarias.

Vio a Westfield y Kenner haciendo esfuerzos para abrir la puerta, pero Locke no los acompañaba. Ulric asomó para acabar con ellos, pero otros tres disparos de la pistola del ingeniero le obligaron a protegerse de nuevo tras el muro. Westfield y Kenner desaparecieron por la abertura.

Locke se encontraba en algún lugar situado entre las urnas de cerámica que había en la pared opuesta.

¡Allí! Detrás de tres de las que alcanzaban la altura del hombro. Ulric vio asomar la parte superior del casco de Locke tras la urna situada en medio. Se apartó de la pared y le apuntó con el subfusil a la cabeza.

Capítulo 71

A Tyler sólo le quedaban dos balas, así que no podía desperdiciarlas. Había colocado el casco de Dilara sobre la urna, mientras él se escondió detrás, asomando lo suficiente para ver. El visor infrarrojo del casco le dificultaba la labor de apuntar con precisión. Sólo tendría una oportunidad.

La mancha roja de Ulric asomó por la pared con el arma apuntada a la parte superior de las urnas. Tyler apuntó a la cabeza del multimillonario y disparó al mismo tiempo que él.

El sonido de ambos disparos quedó ahogado por el tableteo del subfusil de Ulric. Alrededor de Tyler llovieron restos de cerámica mientras veía caer hacia atrás al líder del Nuevo Mundo y quedar inerte en el suelo.

Tyler dejó de apuntar y cojeó en dirección a Ulric. Con las gafas de visión infrarroja, vio el cuerpo rojo y el arma, amarilla, a su lado, entre la pared y él.

Vio que la bombilla de la linterna de Ulric emitía una luz apagada. La recogió y la encendió, para iluminar seguidamente su torso. Mientras Tyler sacaba el amuleto del bolsillo del chaleco, dirigió la luz a la frente del hombre tumbado, y reparó en que tenía las gafas intensificadoras de luz cruzadas sobre la frente, rotas.

El multimillonario abrió los ojos. Tyler reparó en el odio que había en ellos. Antes de que pudiera reaccionar, Ulric le dio una patada en la pierna herida. El ingeniero lanzó un grito de dolor, soltó la linterna pero no el amuleto, que cogía con la derecha. Estaba decidido a no soltarlo de nuevo. Ulric se levantó con agilidad, arrojó las gafas a un lado y se puso en guardia, dispuesto a pelear.

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