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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (49 page)

—No creen que M. Aenea sea un dios, M. Endymion —murmuró.

—Bien. —Apoyé el brazo en el hombro del androide—. Bien.

—Pero muchos se están convenciendo de que es Dios, aunque ella les asegura lo contrario.

17

La noche en que A. Bettik y yo traemos la noticia de la llegada de Pax, Aenea abandona su grupo de discusión, se nos acerca y escucha atentamente.

—Chim Din dice que el Dalai Lama les ha permitido ocupar la vieja gompa del Lago de las Nutrias —digo—, a la sombra del Shivling.

Aenea no dice nada.

—No les permiten usar sus máquinas voladoras —continúo—, pero pueden caminar por cualquier parte de la provincia. Cualquier parte.

Aenea asiente. Quiero aferrarla y sacudirla.

—Eso significa que pronto sabrán de tu existencia, pequeña —exclamo—. Dentro de semanas, quizá días, tendremos misioneros espiando y enviando informes al Enclave de Pax. —Suspiro—. Mierda, tendremos suerte si son sólo misioneros y no soldados.

Aenea calla otro minuto.

—Ya tenemos suerte de que no sea la Comisión de Justicia y Paz —dice al cabo.

—¿Qué es eso? —pregunto. Aenea la ha mencionado antes.

Aenea sacude la cabeza.

—Nada que tenga importancia inmediata, Raul. Deben tener alguna otra misión aquí, aparte de eliminar las heterodoxias.

En los primeros días Aenea me habló de las luchas que se libraban en el espacio de Pax: una revuelta palestina en Marte que terminó cuando Pax evacuó el planeta y lanzó bombas nucleares desde la órbita, rebeliones de comerciantes libres en los Territorios del Anillo de Lambert y Mare Infinitus, guerras continuas en Ixión y muchos otros mundos. Vector Renacimiento, con sus enormes bases de Pax y sus bares y burdeles, había sido un avispero de rumores e informes. Y como la mayoría de las naves de línea de la flota eran ahora arcángeles tipo Gedeón, la noticia habitualmente sólo tenía unos días.

Uno de los rumores más extraños que había oído Aenea antes de llegar a T'ien Shan era que por lo menos uno de esos arcángeles había desertado, escapando al espacio éxter, y ahora invadía el espacio de Pax para atacar convoyes de Pax Mercantilus —incapacitándolos en vez de destruir los cargueros tripulados— y fastidiar a los grupos de Pax que se disponían a agredir a los éxters más allá de la Gran Muralla. Durante las últimas semanas que Aenea y A. Bettik pasaron en Vector Renacimiento, circulaba el rumor de que las bases de la flota de allí corrían peligro. Otros rumores sugerían que muchos elementos de la flota permanecían en el sistema de Pacem para defender el Vaticano. Al margen de todo lo demás, era indudable que los ataques del
Rafael
habían retrasado varios años la cruzada de Su Santidad contra los éxters.

Pero nada de eso parece importante ahora, mientras espero la respuesta de Aenea ante la noticia de que Pax ha llegado a T'ien Shan. ¿Qué haremos ahora? ¿Teleyectarnos a otro mundo?

En vez de hablar de lucha, Aenea dice:

—El Dalai Lama realizará una ceremonia para dar la bienvenida a los funcionarios de Pax.

—¿Y?

—Y tenemos que conseguir una invitación.

Creo que estoy boquiabierto. Aenea me toca el hombro.

—Encárgate de ello —dice—. Hablaré con Charles Chi-kyap Kempo y Kempo Ngha Wang Tashi para asegurarme de que nos incluyan en un grupo que sea invitado a la ceremonia.

Me quedo atónito mientras ella regresa al grupo de discusión. Rostros plácidos y expectantes aguardan en silencio bajo la tenue luz de los faroles.

Leo estas palabras en micropergamino; recuerdo haberlas escrito en mis últimos días en la celda de Schrödinger que gira en órbita de Armaghast, recuerdo haberlas escrito con prisa, con la certidumbre de que las leyes de la probabilidad y la mecánica cuántica pronto llenarían de cianuro mi cerrado universo, y me asombro del tiempo presente de la narración. Entonces recuerdo el porqué de esa elección.

Cuando me sentenciaron a morir en la caja de Schrödinger —en realidad es un ovoide— me permitieron llevar muy pocas cosas a mi exilio terminal. La ropa era mía. Me habían dado un pequeño felpudo para el suelo de mi celda de Schrödinger. Era una alfombra antigua de menos de dos metros de longitud y uno de anchura, deshilachada, con un extremo cortado. Era una réplica de la alfombra voladora del cónsul. Yo había perdido la original en Mare Infinitus muchos años antes y los detalles de cómo regresó a mí ya se revelarán en mi relato. Le había entregado la alfombra voladora a A. Bettik, pero a mis torturadores debió divertirles adornar mi celda de muerte con esta copia inservible de una alfombra voladora.

Me dejaron la ropa, la falsa alfombra voladora y el disco que había sacado de la nave en T'ien Shan. La unidad de comunicaciones estaba anulada —de todos modos, no podía transmitir a través del casquete energético de la caja de Schrödinger, ni tenía nadie a quien llamar— pero la memoria del disco —cuidadosamente examinada durante mi juicio inquisitorial— estaba intacta. Fue en T'ien Shan donde comencé a escribir notas y redactar mi diario.

En mi caja de Schrödinger usé estas notas desde la pizarra, revisándolas antes de escribir esta sección personalísima, y creo que la inmediatez de las notas me indujo a usar el presente narrativo. Todos mis recuerdos de Aenea son vividos, pero algunos de los recuerdos invocados por estas notas, escritas apresuradamente al cabo de un largo día de trabajo o aventura en T'ien Shan, eran tan conmovedores que me hicieron llorar con renovada aflicción. Reviví esos momentos al escribir esas palabras.

Y algunas sesiones de sus grupos de discusión estaban grabadas literalmente en el disco. Los reproduje durante mis últimos días, tan sólo para oír de nuevo la suave voz de Aenea.

—Háblanos del TecnoNúcleo —pide uno de los monjes durante la hora de discusión, en la noche de la llegada de Pax—. Por favor, háblanos del Núcleo.

Aenea titubea sólo un instante, inclinando la cabeza como si ordenara sus pensamientos.

—Érase una vez —comienza. Siempre inicia así sus largas explicaciones—. Érase una vez, hace más de mil años, antes de la Hégira, antes del Gran Error del año 08, en que las únicas inteligencias autónomas que conocíamos los humanos eran los humanos. Entonces pensábamos que si la humanidad creaba otra inteligencia sería resultado de un enorme proyecto, una gran masa de silicio y antiguos dispositivos de amplificación, cambio y detección llamados transistores, chips, placas de circuitos... una máquina con muchos circuitos imitaría la forma y función del cerebro humano.

»Pero las IAs no evolucionaron de ese modo. Se puede decir que se asomaron a la existencia cuando los humanos mirábamos hacia otro lado.

»Ahora tenéis que imaginar una Vieja Tierra anterior a las colonias humanas en otros mundos. Sin motor Hawking. Sin vuelo interplanetario digno de ese nombre. Literalmente teníamos todos los huevos en el mismo cesto, y ese cesto era el encantador mundo acuático blancoazulado de Vieja Tierra.

»A fines del siglo veinte de la era cristiana, ese pequeño mundo tenía una tosca esfera de datos. Las telecomunicaciones planetarias habían evolucionado hasta formar un sistema descentralizado de viejos ordenadores con base de silicio que no exigían organización ni jerarquía, que no exigían nada salvo un protocolo común de comunicaciones. La creación de una mente de colmena con memoria distribuida fue luego inevitable.

»Los primeros antepasados lineales de las personalidades del Núcleo actual no eran proyectos para crear inteligencia artificial, sino esfuerzos incidentales para simular vida artificial. En la década de 1940, el bisabuelo del TecnoNúcleo, un matemático llamado John von Neumann, había realizado todas las pruebas de la autorréplica artificial. En cuanto las primeros ordenadores con base de silicio fueron tan pequeños como para que los individuos pudieran jugar con ellos, aficionados curiosos comenzaron a practicar la biología sintética dentro de los límites de los ciclos de proceso de estas máquinas. La hipervida (autorreproducción, almacenaje de información, interacción, metabolización, evolución) comenzó a existir en la década de 1960. A fines de ese siglo superó los límites de las máquinas individuales, desplazándose a la embrionaria esfera de datos planetaria que llamaban Internet o Web.

»Las primeras IAs eran obtusas como el barro. O quizá sea mejor decir que eran obtusas como la vida celular primitiva que había en el barro. Algunas de las primeras hipercriaturas que flotaban en el cálido medio de la esfera de datos, que también evolucionaba, eran organismos de 80 bytes insertados en un bloque de RAM dentro de un ordenador virtual, un ordenador simulado por un ordenador. Uno de los primeros humanos en arrojar una de esas criaturas al océano de la esfera de datos se llamaba Tom Ray y no era un experto en IA ni un programador ni un
hacker
, sino un biólogo, coleccionista de insectos, botánico y observador de aves, alguien que había pasado años juntando hormigas en la jungla para un científico pre-Hégira llamado E. O. Wilson. Observando hormigas, Tom Ray se interesó en la evolución y se preguntó si, en vez de simular la evolución en un ordenador, podría usarlo para crear auténtica evolución. Ninguno de los
hackers
con quienes habló tenía interés en esa idea, así que aprendió programación por su cuenta. Los
hackers
decían que los ordenadores generaban continuamente secuencias de código que evolucionaban y mutaban. Eran los
bugs
y los programas estropeados. Si las secuencias de códigos de Tom Ray evolucionaban formando otra cosa, le aseguraron, sin duda serían disfuncionales, inviables como la mayoría de las mutaciones, y sólo arruinarían el funcionamiento del software. Así que Tom Ray creó un ordenador virtual, un ordenador simulado dentro del ordenador real, para crear estas secuencias de códigos. Y creó una criatura con una secuencia de código de 80 bytes que podía reproducirse, morir y evolucionar en su ordenador virtual.

»La criatura de 80 bytes se copió a sí misma y se duplicó. Estas células protoIA de 80 bytes habrían llenado rápidamente su universo virtual, como algas en una Tierra primitiva y fecunda, pero Tom Ray puso una fecha de expiración a cada criatura. En otras palabras, les dio edad e introdujo un verdugo al que llamó la Parca. La Parca recorría el universo virtual y eliminaba las criaturas viejas y los mutantes inviables.

»Pero la evolución, como es inevitable, trató de ser más lista que la Parca. Una criatura mutante de 79 bytes no sólo resultó ser viable, sino que pronto se reprodujo y se expandió con más celeridad que las de 80 bytes. Las hipervidas, antepasados de las IAs del Núcleo, acababan de nacer pero ya estaban perfeccionando sus genomas. Pronto evolucionó un organismo de 45 bytes que eliminó las formas de vida artificiales anteriores. A Tom Ray le pareció raro. Las criaturas de 45 bytes no incluían código suficiente para permitir la reproducción. Más aún, las criaturas de 45 bytes se extinguían a medida que desaparecían las de 80. Tom Ray hizo la autopsia de una criatura de 45 bytes.

»Resultó ser que todas las criaturas de 45 bytes eran parasitarias. Tomaban el código reproductivo necesario de las de 80 para copiarse a sí mismas. Las de 79 bytes eran inmunes al parásito. Pero a medida que las criaturas de 80 y 45 bytes se extinguían en su espiral coevolutiva descendente, apareció un mutante de las de 45. Era un parásito de 51 bytes y podía buscar su presa entre las vitales criaturas de 79 bytes, y así continuaron las cosas.

»Menciono todo esto porque es importante comprender que, ya desde la aparición de la vida y la inteligencia artificiales, esa vida era parasitaria. Era más que parasitaria... hiperparasitaria. Cada nueva mutación conducía a parásitos que podían valerse de parásitos anteriores. Al cabo de miles de millones de generaciones (es decir, ciclos del CPU) esta vida artificial se había vuelto hiperhiperhiperparasitaria. Meses después de crear la hipervida, Tom Ray descubrió criaturas de 22 bytes que florecían en su medio virtual, criaturas tan algorítmicamente eficientes que los programadores humanos, ante el reto de Tom Ray, apenas pudieron crear una versión de 31 bytes. A sólo meses de su creación, las criaturas de hipervida habían desarrollado una eficiencia que sus creadores no podían imitar.

»A principios del siglo veintiuno había en Vieja Tierra una próspera biosfera de vida artificial, tanto en la esfera de datos como en la macroesfera de la vida humana. Aunque la informática ADN, las memorias de burbuja, el proceso paralelo en frentes ondulatorios y las hiperredes estaban en pañales, los diseñadores humanos habían creado entidades de silicio de notable ingenio. Y los habían creado por miles de millones. Los chips estaban por doquier, desde sillas y latas de habichuelas, en los estantes de las tiendas, hasta vehículos terrestres y prótesis humanas. El tamaño de las máquinas se había reducido tanto que un hogar o una oficina contenía miles de ellas. Una silla reconocía al usuario cuando se sentaba, abría el archivo que necesitaba en su tosco ordenador de silicio, hablaba con el chip de una cafetera para calentar el café, permitía que la red de telecomunicaciones se encargara de las llamadas, faxes y mensajes de correo electrónico sin molestar al operario, interactuaba con el ordenador principal de la casa o la oficina para que la temperatura fuera óptima y demás. En sus tiendas, los microchips de las latas de judías se encargaban de los cambios de precio, pedían más provisiones de sí mismas cuando escaseaban, rastreaban los hábitos de compra del consumidor, interactuaban con la tienda y las demás mercancías. Esta red de interacción se volvió tan compleja y activa como las burbujas y la espuma del caldo orgánico de los océanos primitivos de Vieja Tierra.

»Cuarenta años después de la célula artificial de 80 bytes de Tom Ray, los humanos se acostumbraron a interactuar con un sinfín de formas de vida artificiales en sus coches, oficinas, ascensores... incluso en sus cuerpos, a medida que los monitores médicos y los protoempalmes evolucionaban hacia la auténtica nanotecnología.

»El TecnoNúcleo cobró existencia autónoma durante este período. La humanidad había comprendido que la vida artificial y la inteligencia artificial necesitaban ser autónomas para ser efectivas. Debían evolucionar y diversificarse como la vida orgánica lo había hecho en el planeta. Y así lo hizo. Además de la biosfera que rodeaba el planeta, la hipervida envolvía ahora el mundo en una esfera de datos viviente. El Núcleo no sólo evolucionó como entidad abstracta en el flujo de información de la esfera de datos, sino en las interacciones de mil millones de micromáquinas autónomas que realizaban sus prosaicas tareas en el macromundo humano.

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