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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (52 page)

Hubo un leve movimiento en la oscuridad, más allá de la brillante franja de luz lunar. Sobresaltado, adopté una posición de lucha. La desnudez me hace sentir vulnerable. Entonces pensé que A. Bettik debía haber regresado temprano y me tranquilicé.

—¿Raul? —dijo Aenea. Se inclinó en el claro de luna. Se había envuelto la parte inferior del cuerpo con mi manta, pero tenía desnudos los hombros, los pechos y el abdomen. Oráculo le tocó el cabello y los pómulos con su luz tenue.

Abrí la boca, pensé en ir a buscar mi ropa, decidí no caminar tanto, caí de rodillas en la estera, cubriéndome con la sábana del sofá. No era un mojigato, pero ésta era Aenea. ¿Qué diablos...?

—Raul —repitió, y esta vez su voz no era interrogativa. Se me acercó de rodillas. La sábana cayó.

—Aenea —dije estúpidamente—. Aenea, yo... tú...

Aenea me apoyó un dedo en los labios y lo apartó un segundo después, pero antes de que yo pudiera hablar puso sus labios donde antes apoyaba el dedo.

Cada vez que tocaba a mi joven amiga, el contacto era eléctrico, he mencionado esto y siempre me siento tonto al comentarlo, pero lo atribuía a su aura, su personalidad. Era real, no era una metáfora. Pero nunca había sentido ese torrente de electricidad como en este instante.

Al principio reaccioné pasivamente, recibiendo el beso en vez de compartirlo. Pero luego su calidez y su insistencia superaron la reflexión, superaron la duda, superaron todos mis sentidos, y participé en su beso, abrazándola y estrechándola mientras ella me acariciaba la espalda con sus fuertes dedos. Más de cinco años atrás para ella, cuando se despedía en aquel río de Vieja Tierra, me había dado un beso urgente, eléctrico, lleno de preguntas y mensajes, pero todavía era el beso de una joven de dieciséis años. Este beso era el contacto cálido, húmedo y abierto de una mujer, y yo respondí en un instante.

Nos besamos por una eternidad. Yo era vagamente consciente de mi desnudez y excitación como de algo que debía preocuparme o avergonzarme, pero era algo distante, secundario frente al creciente calor y urgencia de esos besos que no paraban. Cuando al fin nuestros labios se separaron, hinchados, casi magullados, ansiosos de besarse de nuevo, nos besamos las mejillas, los párpados, la frente, los oídos. Bajé el rostro y le besé la garganta, sintiendo la pulsación contra mis labios e inhalando el aroma perfumado de su piel.

Ella avanzó de rodillas, arqueando la espalda de modo que sus pechos me rozaron la mejilla. Tomé uno y besé el pezón casi con reverencia. Aenea cogió mi cabeza en su palma, y sentí su aliento acelerado mientras inclinaba su cara hacia mí.

—Espera, espera —dije, irguiendo la cara y apartándome—. No, Aenea, ¿estás...? Quiero decir que no creo que...

—Shhh —dijo ella, inclinándose de nuevo sobre mí, besándome de nuevo, mirándome de tal modo que sus ojos oscuros parecían llenar el mundo—. Shhh, Raul. Sí.

Me besó de nuevo, ladeándose de tal modo que ambos nos reclinamos en la estera, sin dejar de besarnos, mientras la brisa hacia crujir las paredes de papel de arroz y toda la plataforma se mecía con la profundidad de nuestro beso y el movimiento de nuestros cuerpos.

Es un problema. Contar estas cosas. Compartir el momento más íntimo y sagrado. Volcar estas cosas en palabras es como una violación. Y no hacerlo es una mentira.

Ver y sentir a nuestro ser amado desnudo por primera vez es una de las epifanías puras e irreductibles de la vida. Si existe una religión Verdadera en el universo, debe incluir la verdad de este contacto o ser hueca para siempre. Hacer el amor con la única persona que merece ese amor es una de las pocas retribuciones absolutas de la condición humana, y compensa todo el dolor, la pérdida, la torpeza, la soledad, la idiotez, las concesiones y la ineptitud que acompañan esa condición. Hacer el amor con la persona indicada compensa muchos errores.

Yo nunca había hecho el amor con la persona indicada. Lo supe la primera vez que Aenea y yo nos besamos y abrazamos, aun antes de que comenzáramos a movernos... despacio, rápidamente, de nuevo despacio. Comprendí que en realidad nunca había hecho el amor con nadie, que las andanzas sexuales del joven soldado entre mujeres amistosas o las aventuras ocasionales donde había creído explorar y descubrirlo todo no eran ni siquiera el principio.

Esto fue el principio. Recuerdo que en un momento Aenea se irguió sobre mí, su mano en mi pecho, su pecho empapado de sudor, mirándome con cálida intensidad, como si nuestra mirada nos uniera tan íntimamente como nuestros muslos y genitales. Y en el futuro yo recordaría este instante cada vez que hiciéramos el amor, como si estos primeros momentos de intimidad fueran un recuerdo prospectivo de esos momentos venideros.

Tendidos a la luz de la luna entre sábanas y mantas enredadas, mientras el fresco viento del norte secaba nuestros cuerpos sudados, su mejilla sobre mi pecho y mi muslo sobre su cadera, seguíamos tocándonos; sus dedos jugaban con el vello de mi pecho, mis dedos seguían la línea de su mejilla, mi pie se deslizaba por su pierna, curvándose alrededor de los fuertes músculos de su pantorrilla.

—¿Esto fue un error? —susurré.

—No. A menos...

Mi corazón dio un brinco.

—¿A menos...?

—A menos que en la Guardia Interna no te hayan dado esas inyecciones que sin duda te dieron —susurró Aenea. Yo estaba tan alarmado que ni siquiera noté que bromeaba.

—¿Qué? ¿Inyecciones? ¿Qué? —dije, rodando sobre un codo— Ah, inyecciones. Maldición. Sabes que me las pusieron. Cielos.

—Sé que te las pusiste —susurró Aenea, y su sonrisa era audible.

Cuando los jóvenes de Hyperion ingresábamos en la Guardia Interna, las autoridades nos administraban la habitual batería de inyecciones aprobadas por Pax: antimalaria, anticáncer, antivirus y control de natalidad. En un universo donde la mayoría de los individuos escogían el cruciforme —escogían el intento de ser inmortales— el control de natalidad era personal. Uno podía solicitar el antídoto a las autoridades de Pax o comprarlo en el mercado negro cuando decidía iniciar una familia. Y si uno no escogía la cruz ni la familia, duraría hasta que la vejez o la muerte restaran importancia al asunto. Yo no había pensado en la inyección durante años. Creo que A. Bettik me había preguntado por ella en la nave del cónsul, una década atrás, cuando hablábamos de medicina preventiva y yo había mencionado la batería de la Guardia Interna mientras nuestra amiga de once o doce años leía un libro de la biblioteca, al parecer sin prestar atención.

—No —dije, todavía apoyado en el codo—. Un error, de veras. Tú eres...

—Yo.

—Tienes veintiún años estándar. Yo soy...

—Tú.

—Yo soy mayor, tengo once años más.

—Increíble —dijo Aenea. El claro de luna bañó su rostro cuando me miró—. Puedes hacer cuentas. En semejante momento.

Suspiré y me apoyé sobre el estómago. Las sábanas tenían nuestro olor. El viento arreciaba, haciendo crujir las paredes.

—Tengo frío —susurró Aenea.

En los días y meses venideros, yo la abrazaría cuando ella dijera esas palabras, pero esa noche la interpreté literalmente y me levanté para cerrar la puerta
shoji
. El viento estaba más fresco que de costumbre.

—No —dijo Aenea.

—¿Qué?

—No la cierres del todo. —Estaba sentada, la sábana hasta la cintura.

—Pero hace...

—El claro de luna cae sobre ti —susurró Aenea.

Tal vez su voz causó mi reacción física. O verla allí, esperándome en las sábanas. Además de retener nuestros olores, la habitación olía a paja fresca por el nuevo
tatami
y el
ryokan
del techo. Y al aire fresco y límpido de las montañas. Pero la brisa fría no contrarrestó mi reacción.

—Ven aquí —susurró Aenea, y abrió la sábana para cubrirme.

Es la mañana siguiente y estoy colocando el alero y camino como un sonámbulo. Parte del problema es la falta de sueño —Oráculo se había puesto y despuntaba la aurora cuando Aenea regresó a su pabellón— pero el principal motivo es la mera estupefacción. La vida ha cobrado un rumbo que yo no había previsto ni imaginado.

Estoy instalando soportes en el peñasco. Los operarios Haruyuki, Kenshiro y Voytek Majer abren agujeros en la piedra mientras Kim Byung-soon y Viki Groselj ponen ladrillos y el carpintero Changchi Kenchung, detrás de mí, coloca el suelo de madera de la terraza. No habría nada para frenar una caída si Lhomo no hubiera ofrecido su espectáculo de ayer, fijando sogas y cables. Ahora, mientras saltamos de viga en viga, sólo enganchamos nuestros arneses en la próxima soga. Me he caído antes y la soga detuvo mi caída: puede sostener cinco veces mi peso.

Ahora brinco de una viga fija a la otra, acercando una viga que cuelga de un cable. El viento arrecia y amenaza con arrojarme al espacio, pero apoyo una mano en la viga colgante y tres dedos en la roca.

Llego al final de la tercera cuerda fija, me desengancho y me dispongo a engancharme en la cuarta de las siete cuerdas que Lhomo preparó.

No sé qué pensar de anoche. Sé qué sentir —euforia, confusión, éxtasis, amor— pero no qué pensar. Traté de ver a Aenea antes del desayuno en el comedor comunal, cerca de los aposentos de los monjes, pero ella ya había comido y había ido a ver a los talladores de la terraza, que tenían problemas en el nuevo alero del este. Luego A. Bettik, George Tsarong y Jigme Norbu llegaron con los porteadores y pasamos un par de horas seleccionando materiales y transportando vigas, cinceles, tablones y otros elementos a los nuevos andamios. Fui a la cornisa del este antes de ponerme a trabajar en las vigas, pero A. Bettik y Tsipon Shakabpa deliberaban con Aenea, así que regresé a los andamios y puse manos a la obra. Ahora saltaba a la última viga colocada esta mañana, listo para instalar la próxima en el agujero que Haruyuki y Kenshiro habían abierto en la roca con pequeñas cargas explosivas. Luego Voytek y Viki fijarán el poste con cemento. Dentro de treinta minutos estará tan firme como para que Changchi ponga encima una plataforma. Me he acostumbrado a saltar de viga en viga, haciendo equilibrio y acuclillándome para poner la próxima viga en su sitio, y ahora lo hago con la última, moviendo el brazo izquierdo para balancearme mientras toco con los dedos la viga que pende del cable. De pronto la viga se mece demasiado y pierdo el equilibrio, salto al vacío. Sé que el cable de seguridad me frenará, pero odio caer y quedar colgado entre la última viga y el agujero recién abierto. Si no tengo impulso suficiente para regresar a la viga, tendré que esperar a que Kenshiro u otro operario venga a rescatarme.

En una fracción de segundo tomo una decisión y salto, cogiendo la viga oscilante y pateando con fuerza. Como la cuerda de seguridad tiene varios metros de tolerancia, todo mi peso está ahora sobre mis dedos. La viga es demasiado gruesa para que pueda aferrarla bien y mis dedos resbalan en la dura madera. Pero en vez de caer hasta el extremo elástico de mi cuerda fija, me esfuerzo para afianzarme, logro impulsar el pesado poste hacia la última viga instalada y salto los dos últimos metros, aterrizando en la viga resbaladiza y aleteando con los brazos. Riendo de mi propia tontería, recobro el equilibrio, jadeo, miro las nubes que hierven contra la roca miles de metros más abajo.

Changchi Kenchung salta hacia mí de viga en viga, aferrándose a las sogas fijas con urgencia. Hay algo parecido al horror en sus ojos, y por un segundo estoy seguro de que algo le ha ocurrido a Aenea. Mi corazón palpita con tal fuerza y siento tanta angustia que casi pierdo el equilibrio. Pero lo recobro y me balanceo sobre la viga fija, esperando a Changchi con aprensión.

Cuando llega a la última viga, está demasiado agitado para hablar. Gesticula con urgencia, pero no entiendo el ademán. Tal vez vio mis cómicas piruetas y estaba preocupado. Para tranquilizarlo, toco la cuerda de mi arnés mostrándole que el gancho está bien sujeto.

No hay gancho. Nunca me sujeté a la última cuerda fija. Di todos estos saltos sin cable de segundad. Nada me separaba del...

Sintiendo vértigo y náusea, camino hasta la pared del peñasco y me apoyo en la fría piedra. El saliente me rechaza. Es como si toda la montaña se inclinara para empujarme.

Changchi tira de la cuerda fija, alza un gancho de mi arnés, me sujeta. Asiento con gratitud y trato de no vomitar el desayuno mientras él está conmigo.

A diez metros, Haruyuki y Kenshiro gesticulan. Han abierto otro agujero perfecto. Quieren que siga colocando las vigas.

El grupo que asistirá a la recepción del Dalai Lama en Potala sale después de almorzar en el comedor. Veo allí a Aenea, pero salvo por una mirada cómplice y una sonrisa que me afloja las rodillas, no tenemos comunicación íntima.

Nos reunimos en el nivel inferior mientras cientos de operarios, monjes, cocineros, estudiosos y porteadores saludan y ovacionan desde las plataformas de arriba. Nubes de lluvia ruedan entre los riscos, pero el cielo de Hsuan'k'ung Ssu todavía está azul y las banderas rojas que ondean en las altas terrazas destacan con una claridad desconcertante.

Todos usamos ropa de viaje, llevando la ropa formal en sacos herméticos colgados del hombro o, en mi caso, en la mochila. Tradicionalmente las recepciones del Dalai Lama se celebran tarde, y faltan más de diez horas para que se requiera nuestra presencia, pero es un viaje de seis horas por la Vía Alta, y los mensajeros y un volador que fueron a Jo-kung más temprano dicen que hay mal tiempo más allá del risco K'un Lun, así que nos ponemos en marcha.

El orden de la comitiva se establece por protocolo. Charles Chi kyap Kempo, alcalde de Jo-kung y chambelán del Templo Suspendido en el Aire, camina unos pasos delante de Kempo Ngha Wang Tashi, abad del templo. Las «ropas de viaje» de ambos son más suntuosas que mi ropa formal, y están rodeados por un enjambre de asistentes, monjes y personal de segundad.

Detrás de los políticos sacerdotes caminan Gyalo Thondup, el joven monje y primo del actual Dalai Lama, y Labsang Samten, el monje de tres años que es hermano del Dalai Lama. Tienen el andar fácil y la risa aún más fácil de jóvenes que están en la flor de la salud física y la lucidez mental. Sus dientes blancos destellan en sus caras pardas. Labsang usa una
chuba
roja y brillante que le da la apariencia de ser una bandera rezadora ambulante mientras nuestra procesión se dirige al oeste por la estrecha senda de la fisura de Jo-kung.

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