El asesinato como diversión (23 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

—¿Ah, sí? Por eso quería verte. En este asunto hay otro aspecto más que podría convertirse en noticia, si conseguimos material suficiente. El asunto de Mueller. Walther Mueller.

De repente, Tracy deseó estar un poco más sobrio. Sacudio la cabeza para despejarse, pero no le sirvió de mucho, y preguntó:

—¿Cómo te enteraste de eso?

—Gracias a ti. Oye, Tracy, ¿alguna vez escribiste un guión sobre un joyero que era asesinado?

Tracy asintió despacio.

—Está bien, te lo contaré primero y después me dirás cómo conseguiste saber lo que sabes. —Le contó a Randolph que Bates le había preguntado si alguna vez había oído hablar de un tal Walther Mueller, y si había estado en la ciudad la primera semana de junio, y añadió—: Até cabos, revisé los diarios de esa semana y encontré una nota de Prensa sobre el asesinato. Es todo lo que sé. Y es una falsa alarma, Lee. Sólo porque escribí un guión sobre un joyero, Bates comprobó el caso del último joyero que asesinaron en la ciudad. Es todo. Incluso el método era diferente.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. ¿Cómo te enteraste?

—Ya te lo he dicho, gracias a ti. Ray, del Departamento de Circulación, me contó que te había dado los diarios de esa semana. Los repasé yo también para averiguar qué era lo que tanto te intrigaba. Esa semana se produjeron varios asesinatos que salieron en los diarios. Los comprobé todos, y el de Mueller era el único que encajaba.

—Ya te he dicho que no tiene nada que ver. Era sólo que...

—Barney, ponme otra cerveza —ordenó Lee—. Y un trago para mi ebrio ex empleado. Va a necesitarlo.

Con un dedo dio un golpecito al primer botón del chaleco de Tracy, y le dijo:

—Si hubieras sido periodista en lugar de lo que eres, habrías comprobado quién se encargó del entierro. Yo lo comprobé. Fue una empresa que lleva mucho tiempo en el negocio y se llama «Westphal & Boyd».

—Me tienes realmente sorprendido. ¿Y qué?

—Después de eso, hice lo que tú habrías hecho si hubieras estado en el baile. Llamé a «Westphal & Boyd» para averiguar quién les había encargado el entierro, y me enteré.

—Apuesto a que te lo contó un pajarito.

—Tendría que levantarme y dejarte aquí plantado. O algo mejor, darte un puñetazo en la nariz. Pero voy a contártelo. El tipo que se encargó de arreglar lo del entierro con la funeraria se llamaba Dineen. Arthur D. Dineen.

Tracy inspiró hondo y soltó el aire despacio. De golpe se sintió completamente sobrio.

—¿Y qué más? —preguntó—. No te detuviste ahí, ¿verdad?

—Fui a ver a Bates con los datos que tenía —repuso Lee—, y no me hizo ni caso. No quiso colaborar conmigo, ni siquiera para decirme por qué no quería colaborar.

—¿Cuándo ocurrió todo esto, Lee?

—Ayer. Envié a Burke para que hablara con la señora Dineen, para ver qué podía conseguir por ese lado. Era algo, aunque no mucho. Es el tipo de mujer que detesta a los periodistas, y no hubo manera de sacarle nada. Burke supuso que la mujer no quería que removiera el pasado, por temor a que saliera a la luz alguna cosa. Como, por ejemplo, que Dineen tenía algún lío da faldas. ¿Lo tenía?

—No lo sé, Lee. Oí algún que otro rumor, pero yo no lo sé.

—Nosotros logramos averiguar que Dineen y el tal Walther Mueller eran íntimos amigos. Antes de que Dineen entrara a trabajar en la Radio, cuando era más joven, había vivido en Sudamérica. Había sido representante de una firma norteamericana. Él y Mueller habían hecho amistad, y esa amistad perduró incluso después de que Dineen regresara. Había vuelto a Sudamérica en un par de oportunidades para pasar sus vacaciones, y Mueller había venido aquí, también en un par de ocasiones. Y se escribían.

—¿Fue Dineen a buscar a Mueller al aeropuerto?

Randolph sacudió la cabeza y respondió:

—Su mujer dice que no. Dice que sabían que Mueller iba a venir a los Estados Unidos para quedarse definitivamente, pero que no sabían con exactitud cuándo iba a llegar. Mueller se marchó del aeropuerto y fue directamenye al hotel, donde lo mataron antes de que telefoneara a Dineen..., ellos no se enteraron de que estaba aquí hasta que leyeron lo del asesinato en los periódicos. Al menos eso es lo que la señora Dineen dice. De todos modos, Dineen se presentó entonces y ayudó a poner en orden los asuntos de Mueller, y se encargó del entierro y demás.

—Hummm —masculló Tracy—. ¿Tenía Mueller algún pariente?

—Un hijo y dos hijas en Río de Janeiro. Todos mayores y casados. Lo heredaron todo. La herencia no era muy grande, su valor alcanzaría las cinco cifras, pero el hombre no era millonario. Dineen fue su ejecutor testamentario. Oficialmente, quiero decir, porque su abogado se encargó de todo.

—¿Viste a su abogado?

—Burke fue a verlo esta mañana. No consiguió nada extraordinario. El collar de perlas que estaba retenido en la Aduana cuando se cometió el asesinato, pasó a formar parte de la herencia, y por él se consiguieron doce mil dólares tras haber deducido los derechos aduaneros. Después estaba el giro bancario que había traído consigo, y unas cuantas inversiones en Río. Todo eso sumaría unos treinta mil dólares, después de efectuadas todas las deducciones; ese dinero regresó a Río, pues le correspondía a los hijos.

Tracy fue haciendo pequeños círculos sobre la barra con el fondo mojado del vaso.

—¿Tenia algún pariente aquí? —inquirió.

—Una sobrina. La señora Dineen dijo que creía que la chica vivía en Hartford, Connecticut. Pero nunca la conoció.

—¿Sabes cómo se llama?

—No. ¿Qué importancia podría tener eso?

«Depende —pensó Tracy— de cómo se llame.» Pero no hizo ningún comentario y se limitó a decir:

—Ninguna, supongo. ¿Es todo lo que sabes?

—¡Fíjate quién pregunta! Claro que es todo lo que sé. Pero hay algo que me intriga. ¿Por qué Bates no investiga más ese aspecto del caso?

Tracy estudió su imagen en el espejo que había detrás de la barra.

—Supongo que porque piensa que no tiene nada que ver —repuso Tracy—. Cree que sabe quién mató a Dineen y a Hrdlicka.

—Y un cuerno. ¿Quién?

—Yo —replicó Tracy—. Me parece que piensa que soy un psicópata. Que me dedico a escribir guiones y que después siento el impulso irrefrenable de llevarlos a la práctica. O algo así.

—¿Y es así?

—No seas burro, Lee. ¿Crees que te lo diría si fuera así?

Lee Randolph sacudió la cabeza con cara de duda.

—Supongo que te conozco bastante bien. No estás loco..., al menos no de ese modo. Pero ¿qué harás al respecto?

—¿Qué puedo hacer al respecto? Nada. Salvo no permitir que Bates me relacione con más asesinatos.

—Tracy, ¿me estás tomando el pelo? ¿De veras que vas a quedarte sentado a esperar que se aclare el asunto? Joder, Tracy, hubo una época en que fuiste un buen reportero.

—¿Y qué tiene que ver con todo esto el hecho de ser reportero?

Randolph soltó una risotada.

—Cuando trabajabas para mi, si te hubiera asignado un caso como éste, habrías salido a interrogar a la gente hasta conseguir respuestas que encajaran..., o no. Y después te... Vale, olvídalo. Espero que Bates logre engancharte.

—Menudo consuelo me das.

—Consuelo —repitió Randolph—... Eso quieres, ¿eh? Por el amor de Dios. Consuelo. Alguien te usa de pantalla para achacarte tres asesinatos y tú te quedas ahí sentadito, esperando consuelo. Si ése es el efecto que tiene la Radio sobre un buen reportero, que me cuelguen ahora mismo.

—Maldita sea, Lee, no puedes...

—¿Cómo que no puedo? Te has vuelto más blando que un colchón de plumas. Lo que necesitas es una fecha tope de entrega. Pues bien, te daré una. O me consigues una buena nota periodística para mañana a la noche, o estás despedido.

Tracy sonrió tontamente.

—Simon Legree, amigo mío. Me alegro de no trabajar más para ti.

—Y yo también —repuso Randolph. Se bebió el resto de la cerveza y se puso en pie.

—Antes eras un tipo cojonudo. Y ahora buscas consuelo.

Salió del bar.

Poco a poco a Tracy se le borró la sonrisa. Observó cómo se le iba borrando de la cara en la imagen del espejo, y después hizo señas a Barney.

—Ponme una doble —le pidió. Se volvió y miró las ventanas delanteras del bar. Fuera había oscurecido ya. Y dentro tampoco había demasiada luz.

—Maldita sea, Barney —dijo.

—¿Sí?

¿Y cómo contestaba a eso? No sabia cómo contestar a nada.

—Anda, Barney, tómate una conmigo.

Barney sirvió dos copas, y antes de beber, dijo:

—Salud.

—Barney, en una época fui un buen reportero.

—Sí —repuso Barney, sin signos de interrogación esta vez, lo cual fastidió a Tracy. También le hubiera fastidiado si los hubiera habido.

—¿Y qué más? —inquirió.

—Pues nada —repuso Barney—. Sólo te daba la razón. Gracias por la copa. —Se alejó al otro extremo de la barra y se puso a lavar unos vasos.

«Voy a emborracharme —pensó Tracy—. Diablos, pero si estoy borracho. ¿Lo estoy?»

No lo sabía. Físicamente tenía la sensación de mareo que acompaña al exceso de alcohol, pero no notaba el cerebro obnubilado. Su cuerpo estaba un tanto beodo; lo supo cuando se bajó del taburete y tuvo que concentrarse para tratar de caminar con normalidad. Pero su cabeza seguía estando en el extremo opuesto del maldito telescopio, mirando al Tracy pequeñito que estaba solo, sentado ante una barra tratando de ponerse trompa.

—Mira... —dijo.

—¿Sí? —repuso Barney, y miró a Tracy, pero no se le acercó.

—No es asunto de ellos.

Barney se limitó a lanzar un gruñido.

Barney debió de creer que estaba borracho para hablar de aquella manera. Quizá Barney tuviera razón. No debería utilizar un pronombre sin un antecedente.

Pero no era asunto de ellos.

¿Qué derecho tenía Millie para suponer que se había tomado la semana libre para ir a meter las narices en una sierra circular? Eran sus narices, y no las de Millie.

¿Y qué derecho tenía Lee Randolph para creer que tenía que meterse en aquel asunto más de lo que ya estaba metido? Pagaba sus impuestos y contribuía a mantener al Departamento de Policía, a quien le correspondía resolver los crímenes. Además, ellos contaban con recursos para resolverlos, y él no.

¿Qué derecho tenía Barney a estar de acuerdo con ellos? Sí, Barney estaba de acuerdo con ellos; lo sabía por la forma en que lo miraba.

Bates era más sensato. Bates no pensaría que se tomaba una semana libre para perseguir al asesino. No, señor. Bates pensaría que se tomaba una semana libre para planear un par de asesinatos más.

Maldito fuera aquel telescopio por el que se veía. Maldito fuera el espejo que había detrás de la barra.

Porque le mostraba la imagen de otra barra, y de un borracho solitario con ojos desorbitados, sentado solo, con cara de imbécil. Un imbécil en la penumbra, cuando las luces son tenues.

Un imbécil que se dejaba amedrentar por la Policía, porque un asesino lo había amedrentado antes. Un maldito asesino que le había plagiado las ideas.

Un asesino que se había cargado por lo menos a tres víctimas. «Venga, vamos, reconócelo.» Lo de Mueller estaba relacionado. Mueller había sido amigo de Dineen.Y aquélla era una conexión suficiente como para que el detalle encajara en algún sitio.

Coincidencia; era el calificativo que se le endilgaba a una pista cuando a uno le daba demasiada pereza o demasiado miedo seguirla.

Como lo de Dotty-Dorothea Mueller. Dotty, la hermosa, cuya nuca delicada y suave infundía tantos deseos de besarla; la de los dedos alados capaz de convertir una máquina de escribir en ametralladora. Pequeña, suave, tierna, joven y deseable y..., maldita Dotty.

El hecho de que se apellidara Mueller no era ninguna coincidencia. Las coincidencias no existían. Coincidencia era el nombre que se le daba a una pista que se temía seguir.

Randolph la hubiera seguido..., o hubiera enviado a uno de sus muchachos a investigarla..., si Randolph hubiera sabido que una muchacha llamada Mueller había trabajado en la «
KRBY
» a las órdenes de Dineen, contratada por Dineen. Sólo que Randolph no lo sabía; era una ventaja que tenía sobre Randolph, si decidía poner manos a la obra y...

Pero no iba a decidirlo.

—Otra copa, Barney. Para ti también.

Barney se le acercó y le sirvió la copa.

—Esta vez, paso —dijo Barney—. La noche es joven, todavía no son las ocho. No puedo emborracharme tan temprano.

—En eso no estamos de acuerdo, Barney. Yo sí. Voy a ponerme ciego.

—¿Por qué?

—Bueno... —contestó Tracy, pero no supo muy bien cómo continuar. Aquélla era una pregunta increíble en un tabernero. No era asunto de Barney el motivo que llevaba a un cliente a querer emborracharse.

¿Por qué no podía la gente dejar de entrometerse en sus asuntos? Sólo quería que lo dejaran en paz.

—Ven aquí, Barney.

Barney se le acercó.

—Escúchame, Barney, ¿acaso no es sólo asunto mío si soy un valiente o un cobarde?

—Supongo que sí —respondió Barney—. ¿Y qué eres?

—Un cobarde —repuso Tracy rápidamente—. Vamos a ver, me gusta ser un cobarde. Además, yo soy Bill Tracy y no Dick Tracy. Tampoco soy Supermán. Ni siquiera Philo Vance. Y, ni mucho menos, soy ese tío que le llevó un mensaje a García.

—¿Quién fue ése?

—No lo sé; ni siquiera sé quién era García ni de qué trataba el mensaje. Quizá fuera del sastre de García para pedirle que pasase a recoger sus pantalones. Pero se lo llevó ese tío. Yo no lo hubiera hecho.

—No conozco a ese tal García, pero tengo una caja de cigarros «García». ¿Te apetece uno? —le preguntó Barney.

—Guárdatelo. Y no me tientes para que te diga qué hacer con él.

—Así no se puede fumar un cigarro —dijo Barney. Tracy frunció el ceño y dijo:

—Barney, trato de ponerme serio. ¿Cómo es que nos hemos desviado tanto para acabar hablando de cómo no se puede fumar un cigarro?

—Por García. Dijiste que no le llevarías nunca un mensaje a García, y yo te dije que tenía unos cigarros «Gar...».

—Corta el rollo. Volvamos a la cuestión principal. Si quiero ser un cobarde, y me gusta ser un cobarde, ¿acaso no es asunto sólo mío?

—Supongo que si.

—De acuerdo —dijo Tracy—. Entonces, no vuelvas a tocar el tema.

Barney suspiró y siguió secando vasos.

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