El asesinato como diversión (24 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

Tracy se miró en el espejo. Por un momento tuvo la impresión de ver ahí sentados a dos cobardes en lugar de uno, y tuvo que fijar bien la mirada para resolver el problema de la doble imagen. Pero ¿para qué tomarse tantas molestias?, se preguntó. ¿Por qué no podía ser dos cobardes si le apetecía? ¿Acaso no había un refrán por ahí que decía que dos cobardes es mejor que uno? No, era dos cabezas son mejor que una.

—Barney, en una época fui un buen reportero.

—Sí —dijo Barney, con tono resignado.

—Barney.

—¿Sí?

—Oye, Barney, ¿dos cobardes es mejor que uno?

—No.

—Es lo que yo pensaba.

Se bajó del taburete y se quedó allí de pie, durante un momento, con la mano apoyada sobre la barra por si necesitaba mantener el equilibrio. No, no lo necesitaba. Podía tenerse en pie. Aún podía caminar.

Si se concentraba, incluso podía andar recto. Así lo hizo; anduvo recto hasta la puerta y salió.

Había doce calles hasta la casa de Dotty. Sabía que en doce manzanas lograría despejarse bastante.

A mitad de camino comenzó a sentirse casi sobrio. Y a punto estuvo también de dar media vuelta y regresar.

La noche era demasiado hermosa como para meterse en problemas, para ir buscándose problemas. Una brisa fresca le acariciaba la cara, era tan suave como la caricia de la mano de Dotty. Y el cielo estaba despejado, era de un intenso azul oscuro, y se veían las estrellas incluso a través del resplandor de las luces de la ciudad. Las estrellas eran los brillantes chispazos que le hubiera gustado ver en los ojos de Dotty cuando lo miraba.

Mientras cruzaba por Washington Square, allá en lo alto, las hojas de los árboles se estremecieron y debajo de los árboles, los bancos estaban ocupados por enamorados. Los niños corrían y chillaban.

La noche seguía siendo hermosa cuando llegó a casa de Dotty.

Entró en el vestíbulo, tocó el timbre y esperó con la mano en el picaporte de la puerta interior, hasta que la cerradura hizo clic.

Después subió las escaleras, sin necesidad de andar con cuidado, y al llegar a lo alto estuvo a punto de cambiar de parecer, aunque no para volver sobre sus pasos, sino para cambiar el motivo de la visita cuando llegara a destino.

Ella oyó sus pasos en el corredor y le abrió la puerta.

—¡Vaya, Bill! No esperaba...

Entró y la dejó en la puerta.

—Bill, me alegro de verte, pero... —La voz de Dotty se había vuelto tensa—. Lo siento, no puedes quedarte. Espero a una persona y me disponía a...

—No voy a quedarme —adujo Tracy, y echó un vistazo al escritorio. La máquina de escribir estaba cubierta con la funda. Junto a ella había dos prolijas pilas de papel, una de color amarillo, la otra blanca. Unos clips dividían cada pila en cinco manuscritos.

—Has terminado —le dijo con tono acusador, aunque no había sido aquélla su intención.

—Sí, he terminado. Si quieres leerlos, puedes llevártelos. Tu portafolios sigue aquí.

Tracy se dio la vuelta y la miró. Ella había cerrado la puerta, pero no se había movido. Parecía molesta y un tanto intrigada.

—Eres de Hartford, ¿no? —le preguntó.

—Sí. Pero ¿qué tiene eso que ver con...?

—Nada. Entonces, tenías un tío que se llamaba Walther Mueller. Lo mataron hace poco más de dos meses.

—Claro. Salió en los diarios. Vamos, Bill, ¿qué es lo que intentas decirme? ¿Qué tiene eso que ver con...? ¿Has estado bebiendo?

—Claro que he estado bebiendo. ¿Tienes algo que ocultar con respecto a este asunto? ¿O estás dispuesta a hablar de ello?

—Bill, no sé qué te propones. Por supuesto que no tengo nada que ocultar. ¿Por qué iba a tener que ocultar nada?

—No lo sé. Eso es lo que quiero averiguar.

—¿De qué estás hablando?

—De unos asesinatos —repuso Tracy—. Estoy hablando de unos asesinatos..., de unos cuantos asesinatos. Tu tío fue asesinado. Tu jefe, el hombre que te contrató en el estudio, fue asesinado. Y un amigo mío, un conserje, fue asesi... Dotty, ¿por casualidad no tendrás antepasados polacos?

La muchacha retrocedió hacia la puerta. Tenía la mano en el picaporte.

—Bill —le dijo—, estás borracho. Lo siento, pero tendrás que marcharte. No puedo hablar contigo ahora. Si quieres venir mañana, cuando no estés en ese estado, con mucho gusto te contaré lo que...

—¿Tienes antepasados polacos?

—No, claro que no. Belgas por parte de mi padre, e ingleses y noruegos por parte de mi madre. ¿Quieres marcharte, por favor?

—¿Conocías a un hombre llamado Frank Hrdlicka?

—Frank... Es el hombre que mataron en el edificio donde vives, ¿no? ¿El conserje?

—Sí. ¿Lo conocías?

—Claro que no. No pienso contestar más preguntas si te comportas de ese modo.

—Si no me sintiera de este modo, Dotty —le dijo Tracy—, no te estaría haciendo estas preguntas. Pero..., bueno, está bien, te pido disculpas de antemano. Y ahora dime, ¿cómo conseguiste ese trabajo en la «
KRBY
»? ¿A través de tu tío?

—En cierto modo, sí.

—¿Qué quieres decir con eso de en cierto modo? ¿Conociste a Dineen a través de tu tío?

—Fue de una manera perfectamente normal. Pero no tengo tiempo de... Si vienes mañana, te lo contaré todo. Pero, ahora, no.

—Como mucho tardarás cinco minutos en contármelo si empiezas ahora y no te detienes. De ese modo me tendrás fuera de aquí dentro de cinco minutos. Si quieres llamar a la Policía, tardarán un cuarto de hora en llegar.

Le lanzó una mirada furibunda. Tenía los ojos azules como canicas y no había en ellos estrella alguna.

Tracy se sentó en el sofá e hizo ademán de arrellanarse.

Y, de repente, Dotty lo sorprendió haciéndole una sonrisa. Se encogió de hombros fingiendo resignación, se acercó y se sentó en el brazo del sillón que había delante del sofá.

—Está bien, Bill. Tendré en cuenta que has estado bebiendo y no me enfadaré. No existe ningún motivo por el que no deba contártelo, salvo la forma en que me lo preguntaste, y pasaré ese detalle por alto. Puedo contártelo en menos de cinco minutos y, después, te irás. ¿Me lo prometes?

—Sí.

—Está bien. En primer lugar, nunca conocí a mi tio. Aunque sabía que en Sudamérica tenía un tío con dinero, yo creía que era mucho más de lo que después resultó ser. Hace unos seis meses, cuando empecé a vender mis cuentos de amor, le escribí. Le sugerí..., bueno, que viajar seria una experiencia para un escritor y me preguntaba si..., bueno...

—Sé sincera —le pidió Tracy—. Tratabas de conseguir que te invitara a viajar a Río para vivir allí una temporada. Pero la cosa no coló, ¿verdad?

Dotty frunció el ceño ligeramente y repuso:

—Me envió una carta para informarme de que se iba a jubilar y que se marcharía de Río para venir a establecerse a los Estados Unidos. Me dijo que no veía la hora de conocerme cuando estuviera aquí y bueno..., en cierto modo sugirió que podría hacer algo por mí para que pudiera viajar. No sé qué estaría pensando, y supongo que jamás lo sabré.

»En la misma carta me preguntó si me interesaba escribir cosas para la Radio. Me decía que tenía un buen amigo llamado Arthur Dineen, que era director de programación de la «
KRBY
», y que si me interesaba el medio, que hablara con el señor Dineen al respecto, y que entretanto él le escribiría.

»Me vine a Nueva York y hablé con el señor Dineen, y él me dio trabajo en la Radio. Sugirió que trabajara una temporada en las oficinas hasta que me aclimatara, y que después trataría de conseguirme una oportunidad para trabajar en algún programa.

»Eso es todo. Empecé a trabajar en la Radio hace tres meses..., no, tres meses y medio.

—Ah —dijo Tracy. Se sintió vagamente decepcionado, y un poco avergonzado de sí mismo por haber sido tan brusco con Dotty. Su historía era cierta, sin duda. Tenía sentido y todos los hechos encajaban a la perfección—. ¿Y ni tú ni el señor Dineen sabíais cuándo vendría tu tío?

—Yo, no. Y después, el señor Dineen me dijo que él tampoco. Me comentó que le hubiera gustado que mi tío le enviara un telegrama para poder ir a recibirlo al aeropuerto y que..., quizás así, aquello nunca hubiera ocurrido.

Dotty tendió la mano, con la palma hacia abajo, para enseñarle el anillo que llevaba en el anular.

—Me traía un regalo..., este anillo. Es sólo un aguamarina, pero la montura es una bonita obra de artesanía en oro blanco.

—Es precioso —dijo Tracy. Se sentía un poco tonto—. Los diarios no lo mencionaban. ¿Cómo es que no se lo robaron junto con el dinero?

—Estaba en la Aduana, junto con las perlas. Había también algunas otras cosas que los periódicos no se molestaron en mencionar. Un hermoso tintero de plata para el señor Dineen y unas cuantas cosas más.

—¿Y cómo supiste para quién era cada cosa?

—Porque así lo había puesto él en la declaración aduanera. Te preguntan si los objetos que traes son para regalo o para vender. Las perlas (supongo que lo habrás leído) las trajo para vender. Imagino que pensaría que aquí le darían más dinero, a pesar de los impuestos.

—Un tintero —dijo Tracy, pensativo—. Es lo que se llevó el hombre que mató a Dineen. ¿Era muy valioso?

—Era de plata. Una exquisita obra de artesanía. No lo sé, calculo que valdría unos cientos de dólares, no más. Dificilmente pudo haber ido a su despacho para robarlo..., me refiero al asesino..., aunque, claro, era un objeto lo bastante valioso como para que quisiera llevárselo si...

—¿Trajo tu tío algún otro regalo para los Dineen o para ti?

—Para mí, no. Y que yo sepa, no traía nada más. En otras ocasiones le había enviado regalos al señor Dineen. El reloj de pulsera con segundero, que llevaba el señor Dineen, por ejemplo. Y..., ¿conociste a Rex, el perro? Le mandó un hermoso collar; era de piel de pecarí y tenía unos remaches bañados en oro. El señor Dineen se llevó a Rex cuando visitó Sudamérica la primavera pasada, y después mi tío le hizo el collar y se lo envió para Rex. Además, el señor Dineen me comentó que mi tío le había enviado unos pendientes para su esposa, y también un reloj, creo.

—¿No era un tanto dadivoso con los regalos?

—Bueno, el señor Dineen le había hecho algunos favores. Me refiero a unos favores de negocios en Nueva York, y no aceptó nada a cambio. Pero, claro, los regalos no podía rechazarlos.

—¡Qué clase de favores?

—No lo sé. No tengo ni idea. —Dotty miró el reloj con cierto sarcasmo en la expresión—. Bill, dijiste cinco minutos y han pasado más de diez. Es todo lo que sé, de veras, aparte de lo que salió en los diarios.

Tracy se puso en pie y dijo:

—Ya, gracias, me marcho.

Se sentía bastante tonto. Estaba claro que Dotty no sabia nada y que su relación con los hechos era perfectamente inocente, y él había empezado a interrogarla como si fuera una delincuente. De milagro no había llamado a la Policía para que lo echaran de allí.

Había entrado como un león, y ahora se marchaba también como un cordero, después de haberse comportado como un cobarde...

—¿De qué te ríes? —inquirió Dotty, recuperando su tono de fastidio.

—De nada —repuso Tracy—. Es que estaba pensando... Oye, Dotty, ¿por qué no le contó Dineen a su mujer que tú ibas a empezar a trabajar en el estudio?

Para Tracy había sido una pregunta lanzada al azar.

Pero Dotty se sonrojó de repente y después se puso pálida; levantó la mano en la que llevaba el anillo con el aguamarina y le propinó a Tracy una sonora bofetada.

—¡Fuera de aquí! —le gritó.

Tracy se marchó. No tenía nada más que decir. Pero, cuando hubo traspuesto la puerta, se volvió. Seguía sin tener nada que decir, pero se despidió:

—Bueno, Dotty, ha sido bonito conocerte. Sien...

La muchacha cerró de un portazo.

Pensativo, se dirigió a la escalera. Lo sentía, pero no estaba seguro de qué era lo que sentía. Había formulado una pregunta al azar, y había hecho diana. Sólo una conciencia culpable habría provocado una reacción tan brusca.

Dineen y Dotty.

Maldición.

Y él que se había mostrado cortés. Se había comportado como un perfecto caballero. El pequeño Lord Fauntleroy Tracy. Diablos.

Bajó las escaleras y abrió la puerta que daba al vestíbulo exterior.

Un hombrecito aseado, de cabello gris y quevedos de montura de oro se encontraba allí de pie, en el vestíbulo, con la mano levantada dispuesto a llamar a un timbre. Entonces vio a Tracy y bajó apresuradamente la mano.

—Buenas noches, señor Wilkins —lo saludó Tracy.

—Ah..., buenas noches, señor Tracy.

—Buenas noches, señor Wilkins.

—Buenas... —Wilkins frunció el ceño.

—Pues sí que hace una buena noche —comentó Tracy—. Es el apartamento siete, por si era eso lo que estaba buscando. Ya tiene listos los manuscritos.

—Los..., esto...

—Los guiones para
Millie
. Ha venido por eso, claro. ¿Por favor, quiere decirle de mi parte que fue divertido haberla visto?

Wilkins retrocedió para dejar pasar a Tracy. Wilkins frunció el ceño y después pulsó el botón que había encima del buzón número siete. La cerradura de la puerta interior hizo clic justo cuando Tracy abría la puera de la calle.

Tracy se asomó y dijo:

—Señor Wilkins.

—¿Sí?

—Cuidado con el impulso biológico. La emisora «
KRBY
» no aprueba que sus..., esto..., empleados...

Wilkins había recuperado su dignidad. Con tono helado, repuso:

—Ya es suficiente, señor Tracy.

—Y tanto, señor Wilkins. Buenas noches, señor Wilkins.

CAPÍTULO XIII

Tracy cerró la puerta y echo a andar calle abajo mientras silbaba. Por algún extraño motivo se sentía alegre. Tendría que estar hecho un basilisco, pero no era así. Era demasiado gracioso. ¡Wilkins! Santo Dios... ¡Wilkins! ¡Dineen y Wilkins!

Aunque era injusto. Decididamente injusto. En realidad no le importaba que una chica utilizara sus artimañas para abrirse paso en una profesión; era un privilegio de la mujer si deseaba sacarle partido. Pero, maldición..., tendría que estar en contra de las leyes sindicales, o algo por el estilo, el que encima de todo aquello fuera una luz escribiendo guiones. Cualquiera de aquellas dos características endurecían muchísimo la competencia, pero ambas...

Tendría que haber estado preocupado, pero no lo estaba.

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