El asesino dentro de mí (21 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Salí de la ducha y volví a ponerme el camisón corto. Volvimos a la habitación y uno de ellos me hizo la cama mientras el otro traía el desayuno. Los huevos revueltos eran bastante insípidos, y mi apetito no se veía muy estimulado con la limpieza de mi habitación, el vaciado del orinal de hierro esmaltado, etcétera. Pero me lo comí casi todo y apuré todo el café tibio y flojo que habían traído. Cuando terminé, ya no quedaba nada por limpiar. Me volvieron a dejar encerrado.

Fumé otro cigarrillo liado a mano; me gustó.

Me pregunté… Mejor no. No quise preguntarme lo que sería una vida en tales condiciones. Seguro que los enfermos lo pasaban diez veces peor que yo; mi situación era muy especial. En aquel momento estaba secuestrado. Hecho que podía provocar un escándalo. De no ser así, si me hubieran internado oficialmente… mi situación seguiría siendo especial pero en otro sentido. Estaría peor que los demás pacientes.

De eso ya se encargaría Conway.

A partir del segundo día permitieron que yo mismo me afeitase, bajo su vigilancia, con una maquinilla eléctrica.

Pensé en Rothman y en Billy Boy Walker, pensé simplemente, sin preocuparme en absoluto. Porque, maldita sea, no tenía ningún motivo de preocupación, y eran probablemente ellos los que habían de preocuparse, por ellos y por mí. Pero…

Me estoy anticipando a los hechos.

Conway y los otros seguían sin conocer el valor de la prueba. Habrían preferido que yo confesase, como ya he dicho. Por eso, la segunda noche que pasé en el manicomio, emplearon otro truco.

Estaba tumbado en la cama sobre un costado, fumando un cigarrillo. La luz fue perdiendo intensidad hasta casi desvanecerse. Entonces oí un clic y un rayo luminoso salió por encima de mí, y apareció en la pared de enfrente Amy Stanton mirándome.

Era una foto, claro. Una diapositiva. No me costó ningún esfuerzo descubrir que estaban utilizando un proyector. En la foto bajaba por el camino de entrada a su casa; sonriente, pero aparentemente contrariada como tantas veces. Casi me pareció oírla: «
Bueno, por fin llegaste, ¿eh?
» Sabía que sólo era una foto, pero parecía tan real que le respondí mentalmente: «
Eso parece, ¿no?
».

Habían conseguido todo un álbum de fotos de Amy. No les debió resultar difícil, porque los pobres viejos, los Stanton, eran gente acomodaticia, poco dada a pedir explicaciones. Bueno, después de la primera foto, bastante reciente, apareció otra de cuando tenía quince años, y a partir de ahí fueron siguiendo el orden cronológico.

Las vi —muchas de esas fotos las había tomado yo mismo; parecía ayer— la vi trabajando en el jardín, con un par de tejanos viejos; volver de la iglesia a casa, con un gracioso sombrero que se había hecho ella misma; al salir del supermercado abrazada a una enorme bolsa de comida; sentada en el jardín, con una manzana en la mano y un libro en el regazo.

La vi también con la falda arremangada: acababa de saltar una valla cuando tomé la foto. Se inclinaba, intentando cubrirse, chillando: «
No seas atrevido, Lou. ¡Ahora no!
» Se había puesto hecha una furia porque le había tomado aquella foto, pero la guardó.

La vi…

Intenté recordar cuántas fotos habría, para calcular el tiempo que duraría la sesión. Tenían una prisa terrible por terminar, me pareció. Pasaban las diapositivas a toda velocidad. Apenas empezaba a disfrutar de una foto y recordar de cuándo era y la edad que tenía Amy entonces, cuando otra le sucedía.

Además de ser un desprecio para Amy, era completamente estúpido pasar las fotos con tanta rapidez como lo hacían. A fin de cuentas, el único objetivo de aquella sesión era conseguir que yo estallase, y, ¿cómo iba a estallar si ni siquiera me dejaban mirarla con calma?

Yo no pensaba flaquear, claro está. Cuanto más la contemplaba, más firme y resuelto me sentía. Pero ellos lo ignoraban, aunque eso no les servía de excusa. Estaban saboteando un trabajo. Un trabajo difícil y delicado que, por su estupidez, no eran capaces de llevar a cabo debidamente.

En fin…

La sesión empezó hacia las ocho y media y hubiera debido durar hasta por lo menos la una o las dos de la madrugada. Pero parecían tener tanta prisa que terminaron hacia las once.

Al encenderse la luz, me levanté y di una vuelta por la habitación. Me acerqué a la pared donde habían proyectado las fotos, y me froté los ojos con el puño. Luego di unas palmadas en la pared y me pasé la mano por el cabello.

Creo que hice una buena interpretación. Lo justo para que me creyeran impresionado, pero sin extremar un realismo que pudiera servir de argumento en el informe de mi salud mental.

A la mañana siguiente, la enfermera y los dos auxiliares no fueron más comunicativos que de costumbre. Con todo, me pareció que su actitud era distinta, más atenta. Así que me puse a fruncir el ceño y a mirar al suelo, y sólo comí parte del desayuno.

También dejé la mayor parte del almuerzo y la cena. Hice lo posible por representar adecuadamente la comedia, sin pasarme por exceso ni por defecto. Pero me devoraba la impaciencia. No pude evitar hacerle una pregunta a la enfermera por la noche, y esa pregunta lo echó todo a perder.

—¿Pondrán fotos esta noche?

Inmediatamente comprendí que había cometido un grave error.

—¿Qué fotos? No sé nada de fotos —dijo.

—Las fotos de mi prometida, lo sabe muy bien. ¿Me las enseñarán, señora?

Negó con la cabeza, con un fulgor maligno en la mirada.

—Ya lo verá. Espere y verá, señor.

—Pues dígales que no vayan tan de prisa —rogué—. Si las pasan tan de prisa, no puedo verla bien. No me dan tiempo de mirarla.

Enarcó las cejas y sacudió la cabeza, mirándome fijamente, como si no me hubiese oído bien. Se apartó un poco de la cama.

—Usted —tragó saliva—. ¿Quiere usted ver esas fotos?

—Bueno… yo…

—Si,
quiere
verlas —murmuró—. Quiere ver las fotos de la chica que usted… que usted…

—Claro que quiero verlas —grité enfadado—. ¿Y por qué no iba a querer verlas?

Los auxiliares se acercaron. Bajé la voz.

—Lo siento. No quise molestarles. Si tienen demasiado trabajo, tal vez podrían prestarme el proyector. Sé como funciona y no se lo estropearía.

Pasé una noche terrible. No hubo fotos, y tenía tanta hambre, que tardé horas en conciliar el sueño. Sentí un gran alivio al llegar el nuevo día.

Fue el final de un espectáculo. No intentaron ninguna otra estratagema. A partir de aquel momento se limitaron a custodiarme. Me mantenían allí, sin que yo dijera una palabra más de lo imprescindible, ni ellos tampoco.

Esto duró seis días. Empecé a desconcertarme. Porque la prueba tenía que poder utilizarse. A menos que ya no fuera utilizable.

Transcurría el séptimo día, y empezaba a fastidiarme la espera. Fue entonces, después del almuerzo, cuando apareció Billy Boy Walker.

24

—¿Dónde está? —chillaba—. ¿Qué han hecho con ese pobre hombre? ¿Le han arrancado la lengua? ¿Le han asado a fuego lento? ¿Dónde está, pregunto?

Venía por el pasillo gritando como un condenado. Pude oír que a su lado corrían varias personas intentando calmarle; cosa que nunca había conseguido nadie y ellos tampoco lo consiguieron. Yo no le había visto en mi vida; sólo le había oído un par de veces por radio, pero sabía que era él. Creo que habría adivinado su presencia, aun sin oírle. No era preciso verle ni oírle para saber que andaba cerca Billy Boy Walker. Se intuía.

Se detuvieron ante mi habitación, y Billy Boy empezó a aporrear la puerta como si se hubiese perdido la llave y quisiese echarla abajo.

—¡Señor Ford! ¡Mi pobre amigo! —chilló y apuesto que se le oyó en toda Central City—. ¿Me oye? ¿No le han reventado los tímpanos? ¿Está demasiado débil para hablar? ¡Anímese, amigo!

Siguió desgañitándose y aporreando la puerta. La escena podía resultar divertida, pero lo cierto es que no lo era en absoluto. Ni siquiera a mi, aunque no me habían tocado un pelo, me resultaba divertida. Por un momento llegué a creer efectivamente que me habían pegado una paliza.

Al fin consiguieron abrir la puerta y el hombre irrumpió en la habitación. Su apariencia era tan cómica como sus gritos, pero no sentí el menor deseo de reír. Era bajo y gordo, barrigón, a la camisa le faltaban un par de botones, por lo que se le veía el ombligo. Llevaba un traje negro, grande y lacio, curiosamente ladeado. Todo en él era desproporcionado y deforme, pero no me incitaba a la risa. Y por lo visto, lo mismo les ocurría a la enfermera, a los dos auxiliares y al doctor.

Billy Boy me dio un abrazo llamándome «su pobre amigo» y quiso darme una palmadita cariñosa en el cogote. Tuvo que ponerse de puntillas y ni aun así llegaba. Pero a nadie le pareció risible.

Bruscamente se volvió, asiendo a la enfermera por el brazo.

—¿Ha sido ella, señor Ford? ¿Le azotó con cadenas? ¡Oh! ¡Indigno! ¡Abominable!

La miró de hito en hito, frotándose la mano en los pantalones.

Los auxiliares se apresuraron a ponerme mi ropa. No puede decirse que perdieran el tiempo. Pero la escena parecía muy distinta oyendo los gritos del abogado.

—¡Perversos! ¿Cuándo se saciarán vuestros deseos sádicos? ¿Hasta cuándo os deleitaréis admirando vuestro valor? ¿Qué esperáis para vestir a esa pobre carne torturada, a esa criatura rota que fue en otro tiempo un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios?

La enfermera tosía hasta casi sofocarse. Su cara adquirió sucesivamente todos los colores del arco iris. Las mejillas del médico estaban sacudidas por tics espasmódicos, Billy Boy Walker sacó el orinal de debajo de la cama y se lo puso bajo la nariz al doctor.

—¿Eh? ¡Me lo imaginaba! Pan y agua servidos en un inmundo orinal! ¡Vergonzoso, vergonzoso! ¡Infame! ¿Lo hizo usted? ¡Respóndame, negrero! ¿No lo hizo? ¡Indignante! ¡Perjuro, sobornador! Responda, sí o no…

El doctor negó con la cabeza, pero luego asintió. Billy Boy puso el orinal en el suelo y me tomó del brazo.

—No se preocupe por su reloj de oro, señor Ford. No se preocupe por el dinero y las joyas que le han robado. Le han devuelto el traje. Confíe en mí para recuperar el resto… y más. Mucho más, señor Ford.

Me hizo salir por la puerta delante de él, y entonces se dio media vuelta despacio y recorrió la habitación con el índice, señalando uno por uno a todos los presentes.

—Usted, usted y usted están perdidos. Esto será su ruina. En fin.

Les miró fijamente. Ninguno de ellos articuló palabra ni se movió. Me asió de nuevo y nos fuimos por el pasillo. Las tres puertas que cruzamos estaban ya abiertas para dejarnos pasar.

El abogado comprobó con la mano la presión de los neumáticos traseros del coche que había alquilado en Central City. Arrancó brutalmente entre chirridos del cambio de marchas y sacudidas, y salimos por el portón hasta la carretera, donde había letreros en ambas direcciones que pregonaban:

¡PRECAUCIÓN! ¡PRECAUCIÓN!

Los autoestopistas pueden ser fugados

LOCOS PELIGROSOS

Se incorporó en el asiento, y metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar una bolsa de tabaco. Me ofreció, pero rehusé. Se puso a mascar un poco.

—Es una costumbre asquerosa —declaró con tono apacible—, pero la arrastro desde joven y supongo que no me la quitaré ya de encima.

Abrió la ventanilla, se limpió la barbilla con la mano, y la mano con los pantalones. Encontré los accesorios de fumador del manicomio y empecé a liar un cigarrillo.

—En lo que respecta a Joe Rothman, sepa, señor Walker. Que no he dicho nada sobre él.

—Lo daba por supuesto, señor Ford. Ni por un momento lo pensé —aseguró. Fuese verdad o mentira, su tono era convincente—. ¿Sabe usted una cosa, señor Ford? La comedia que hice ahí dentro no tenía el menor sentido.

—¿No?

—No, señor. Ni pizca. Llevo cuatro días removiendo cielo y tierra. No hubiera luchado más para bajar a Cristo de la cruz. Probablemente es una vieja costumbre, como la de mascar tabaco… lo sé, pero sigo fiel a ella. Señor Ford, yo no le he puesto en libertad. No he tenido nada que ver. Me han
concedido
la libertad provisional y me han
permitido
dar con usted. Por eso está en este coche, señor Ford, y no ahí dentro.

—Lo sé. Me lo imaginaba.

—¿Lo comprende? No le van a poner en libertad. Han llegado demasiado lejos para retroceder.

—Lo comprendo muy bien.

—¿Tienen algo claro contra usted? ¿Algo que no pueda refutar?

—Sí, lo tienen.

—Tal vez será mejor que me lo cuente todo.

Vacilé, y después de pensarlo, negué con la cabeza.

—No lo creo, señor Walker. No puede usted hacer nada. Ni yo. Perdería el tiempo miserablemente. Joe y usted podrían verse comprometidos.

—Vamos, eso ya lo sé —volvió a escupir por la ventanilla—. Creo que soy mejor juez de ciertas cosas que usted, señor Ford. Me parece usted… algo pesimista, ¿eh?

—Sabe muy bien que no lo soy —repliqué—. Pero no quiero perjudicar a nadie más.

—Comprendo. Entonces, plantéelo como si se tratase de un caso hipotético. Diga simplemente que cierto conjunto de circunstancias puede acabar con usted… si le parece. Explíqueme un caso, como si no tuviese nada que ver con el suyo.

Le conté el arma de que disponían y la forma en que pensaban utilizarla. Siguiendo el método indicado por él. Me equivoqué muchas veces, porque eso de describir mi situación, la prueba de que disponían y lo demás, como si se tratase de un hecho hipotético, resultaba muy difícil. Sin embargo, lo comprendió todo. No tuve que repetir ni una sola palabra.

—¿Es eso todo? —preguntó—. O sea, que no tienen… que no pueden obtener un testimonio formal.

—Estoy casi seguro de ello —dije—. Tal vez me equivoque, pero estoy convencido de que no pueden sacar nada de esa… de esa prueba.

—Bien. Entonces, muy bien, en tanto que usted no…

—Lo sé —asentí—. Y no van a pillarme por sorpresa como se imaginan. Yo… quiero decir, ese sujeto de quien le hablaba.

—Siga, señor Ford. Siga empleando la primera persona. Le resultará más fácil explicarse.

—Bueno, no cederé ante ellos. No lo creo. Pero tarde o temprano acabará por ocurrirme con alguien. Y es mejor que sea cuanto antes y terminar de una vez.

Se volvió un momento para mirarme. El viento le hacía temblar el sombrero.

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