Authors: Apuleyo
Vosotros estáis heridos mortalmente de la envidia y sentís tarde el daño.
Cuando las gentes y los pueblos nos honraban y celebraban con divinos honores; cuando todos a una voz me llamaban la nueva diosa Venus, entonces os había de doler y llorar, entonces me habíais ya de tener por muerta: ahora veo y siento que sólo este nombre de Venus ha sido causa de mi muerte; llevadme ya y dejadme ya en aquel risco, donde Apolo mandó: ya yo querría haber acabado estas bodas tan dichosas, ya deseo ver aquel mi generoso marido. ¿Por qué tengo yo de contener aquel que es nacido para destrucción de todo el mundo?»
Acabado de hablar esto, la doncella calló, y como ya venía todo el pueblo para acompañarle, lanzose en medio de ellos y fueron su camino a aquel lugar donde estaba un risco muy alto, encima de aquel monte, encima del cual pusieron la doncella, y allí la dejaron, dejando asimismo con ella las hachas de las bodas, que delante de ella llevaban ardiendo, apagadas con sus lágrimas, y abajadas las cabezas, tornáronse a sus casas. Los mezquinos de sus padres, fatigados de tanta pena, encerráronse en su casa, y cerradas las ventanas, se pusieron en tinieblas perpetuas. Estando Psiches muy temerosa, llorando encima de aquella peña, vino un manso viento de cierzo, y, como quien extiende las faldas, la tomó en su regazo; así, poco a poco, muy mansamente la llevó por aquel valle abajo y la puso en un prado muy verde y hermoso de flores y hierbas, donde la dejó que parecía que no le había tocado.
Argumento
En este quinto libro se contienen los palacios de Psiches y los amores que con ella tuvo el dios Cupido, y de cómo le vinieron a visitar sus hermanas; y de la envidia que hubieron de ella, por cuya causa, creyendo Psiches lo que le decían, hirió a su marido Cupido de una llaga, por la cual cayó de una cumbre de su felicidad y fue puesta en tribulación. A la cual, Venus, como a enemiga, persigue muy cruelmente, y finalmente, después de haber pasado muchas penas, fue casada con su marido Cupido, y las bodas celebradas en el cielo.
Cómo la vieja, prosiguiendo en su cuento por consolar a la doncella, le cuenta cómo Psiches fue llevada a unos palacios muy prósperos, los cuales describe con mucha elocuencia, donde por muchas noches holgó con su nuevo marido Cupido.
—Psiches, estando acostada suavemente en aquel hermoso prado de flores y rosas, aliviose de la pena que en su corazón tenía y comenzó dulcemente a dormir. Después que suficientemente hubo descansado, levantose alegre y vio allí cerca una floresta de muy grandes y hermosos árboles, y vio asimismo una fuente muy clara y apacible; en medio de aquella floresta, cerca de la fuente, estaba una casa real, la cual parecía no ser edificada por manos de hombres, sino por manos divinas: a la entrada de la casa estaba un palacio tan rico y hermoso, que parecía ser morada de algún dios, porque el zaquizamí y cobertura era de madera de cedro y de marfil maravillosamente labrado; las columnas eran de oro, y todas las paredes cubiertas de plata. En la cual estaban esculpidos bestiones y animales que parecía que arremetían a los que allí entraban. Maravilloso hombre fue el que tanta arte sabía, y pienso que fuese medio dios, y aun creo que fuese dios el que con tanta sutilidad y arte hizo de la plata estas bestias fieras.
Pues el pavimento del palacio todo era de piedras preciosas, de diversos colores, labradas muy menudamente como obra mosaica: de donde se puede decir una vez y muchas que bienaventurados son aquellos que huellan sobre oro y piedras preciosas; ya las otras piezas de la casa, muy grandes y anchas y preciosas, sin precio. Todas las paredes estaban enforradas en oro, tanto resplandeciente, que hacía día y luz asimismo, aunque el Sol no quisiese. Y de esta manera resplandecían las cámaras y los portales y corredores y las puertas de toda la casa. No menos respondían a la majestad de la casa todas las otras cosas que en ella había, por donde se podía muy bien juzgar que Júpiter hubiese fundado este palacio para la conversación humana. Psiches, convidada con la hermosura de tal lugar, llegose cerca y con una poca de más osadía entró por el umbral de casa, y como le agradaba la hermosura de aquel edificio, entró más adelante, maravillándose de lo que veía. Y dentro en la casa vio muchos palacios y salas perfectamente labrados, llenos de grandes riquezas, que ninguna cosa había en el mundo que allí no estuviera. Pero sobre todo, lo que más se podría hombre allí maravillar, demás de las riquezas que había, era la principal y maravillosa que ninguna cerradura ni guarda había allí, donde estaba el tesoro de todo el mundo. Andando ella con gran placer, viendo estas cosas, oyó una voz sin cuerpo que decía:
«¿Por qué, señora, tú te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto que aquí ves; por ende, éntrate en la cámara y ponte a descansar en la cama, y cuando quisieres demanda agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces oyes, somos tus servidoras y te serviremos en todo lo que mandares, y no tardará el manjar que te está aparejado para esforzar tu cuerpo.»
Cuando esto oyó Psiches, sintió que aquello era provisión divina; descansando de su fatiga, durmió un poco, y después que despertó levantose y lavose; y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada para ella, fuese a sentar, y luego vino mucha copia de diversos manjares, y, asimismo, un vino que se llama néctar, de que los dioses usan: lo cual todo no parecía quien lo traía, y solamente parecía que venía en el aire; ni tampoco la señora podía ver a nadie, mas solamente oía las voces que hablaban, y a estas solas voces tenía por servidoras. Después que hubo comido entró un músico y comenzó a cantar, y otro a tañer con una vihuela, sin ser vistos; tras de esto comenzó a sonar un canto de muchas voces. Y como quiera que ningún hombre pareciese, bien se manifestaba que era coro de muchos cantores. Acabado este placer, ya que era noche, Psiches se fue a dormir, y después de haber pasado un rato de la noche comenzó a dormir; y luego despertó con gran miedo y espanto, temiendo en tanta soledad no le aconteciese ningún daño a su virginidad, de lo cual ella tanto mayor mal temía, cuanto más estaba ignorante de lo que allí había, sin ver ni conocer a nadie. Estando en este miedo vino el marido no conocido, y subiendo en la cama hizo su mujer a Psiches, y antes que fuese el día partiose de allí y luego aquellas voces vinieron a la cámara y comenzaron a curar de la novia, que ya era dueña. De esta manera pasó algún tiempo sin ver a su marido ni haber otro conocimiento. Y, como es cosa natural, la novedad y extrañeza que antes tenía por la mucha continuación, ya se había tornado en placer, y el sonido de la voz incierta ya le era solaz y deleite de aquella soledad. Entre tanto, su padre y madre se envejecían en llanto y luto continuo. La fama de este negocio, cómo había pasado, había llegado donde estaban las hermanas mayores casadas: las cuales, con mucha tristeza, cargadas de luto dejaron sus casas y vinieron a ver a sus padres para hablarles y consolarlos. Aquella misma noche el marido habló a su mujer Psiches: porque como quiera que no lo veía, bien lo sentía con los oídos y palpaba con las manos, y díjole de esta manera:
«¡Oh señora dulcísima y muy amada mujer! La cruel fortuna te amenaza con un peligro de muerte, del cual yo quería que te guardases con mucha cautela. Tus hermanas, turbadas pensando que tú eres muerta, han de seguir tus pisadas y venir hasta aquel risco de donde tú aquí viniste, y si tú por ventura oyeses sus voces y llanto, no les respondas ni mires allá en manera alguna; porque si lo haces, a mí me darás mucho dolor, pero para ti causarás un grandísimo mal que te será casi la muerte.» Ella prometió de hacer todo lo que el marido le mandase y que no haría otra cosa; pero como la noche fue pasada y el marido de ella partido, todo aquel día la mezquina consumió en llantos y en lágrimas, diciendo muchas veces que ahora conocía que ella era muerta y perdida por estar encerrada y guardada en una cárcel honesta, apartada de toda habla y conversación humana, y que aun no podía ayudar y responder siquiera a sus hermanas, que por su causa lloraban, ni solamente las podía ver.
De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni recrear con cosa alguna, sino, llorando con muchas lágrimas, se fue a dormir. No pasó mucho tiempo, que el marido vino más temprano que otras noches, y, acostándose en la cama, ella, aunque estaba llorando y abrazándola, comenzó a reprenderla de esta manera:
«¡Oh mi señora Psiches!, ¿esto es lo que tú me prometiste? ¿Qué puedo yo, siendo tu marido, esperar de ti, cuando el día y toda la noche, y aun ahora que estás conmigo, no dejas de llorar? Anda ya, haz lo que quisieres y obedece a tu voluntad, que te demanda daño para ti, por cuando tarde te arrepintieres te recordarás de lo que te he amonestado.»
Entonces ella, con muchos ruegos, diciendo que si no le otorgaba lo que quería que ella se moriría, le sacó por fuerza y contra su voluntad que hiciese lo que deseaba: que vea a sus hermanas y las consuele y hable con ellas, y aun que todo lo que quisiere darles, así oro como joyas y collares, que se lo dé. Pero muchas veces le amonestó y espantó que no consienta en el mal consejo de sus hermanas, ni cure de buscar ni saber el gesto y figura de su marido, porque, con esta sacrílega curiosidad, no caiga de tanta riqueza y bienaventuranza como tiene: que, haciéndolo de otra manera, jamás le vería ni tocaría. Ella dio muchas gracias al marido, y, estando ya más alegre, dijo:
«Por cierto, señor, tú sabrás que antes moriré que no hubiese de estar sin tu dulcísimo casamiento; porque yo, señor, te amo y muy fuertemente, y a quienquiera que eres, te quiero como a mi ánima, y no pienso que te puedo comparar al dios Cupido; pero, además de esto, señor, te ruego que mandes a tu servidor el viento cierzo, que traiga a mis hermanas aquí, así como a mí me trajo.»
Y diciendo esto, dábale muchos besos, y halagándolo con muchas palabras, y abrazándolo con halagos, y diciendo:
«¡Ay dulce marido! ¡Dulce ánima de tu Psiches!»
Y otras palabras, por donde el marido fue vencido, y prometió de hacer todo lo que ella quisiese. Viniendo ya el alba, él desapareció de sus manos.
Las hermanas preguntaron por aquel risco o lugar donde habían dejado a Psiches, y luego fuéronse para allá con mucho pesar, de donde comenzaron a llorar y dar grandes voces y aullidos, hiriéndose en los pechos: tanto, que a las voces que daban los montes y riscos sonaban lo que ellas decían, llamando por su propio nombre a la mezquina de su hermana; hasta tanto que Psiches, oyendo las voces que sonaban por aquel valle abajo, salió de casa temblando, como sin seso, y dijo:
«¿Por qué sin causa os afligís con tantas mezquindades y llantos? ¿Por qué lloráis, que viva soy? Dejad esos gritos y voces; no curéis más de llorar, pues que podéis abrazar y hablar a quien lloráis.»
Entonces llamó al viento cierzo y mandole que hiciese lo que su marido le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo su mandamiento, trajo luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro; y como llegaron, comenzáronse a abrazar y besar unas a otras, las cuales, con el gran placer y gozo que hubieron, tornaron de nuevo a llorar. Psiches les dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena.
Cómo, prosiguiendo la vieja el cuento, contó cómo las dos hermanas de Psiches la vinieron a ver y ella les dio de sus joyas y riquezas y las envió a sus tierras, y cómo por el camino fueron envidiando de ella con voluntad de matarla.
—Después que así les hubo hablado, mostroles la casa y las grandes riquezas de ella y la mucha familia de las que le servían oyéndolas solamente; y después les mandó lavar en un baño muy rico y hermoso y sentar a la mesa, donde había muchos manjares abundantemente, en tal manera que la hartura y abundancia de tantas riquezas, más celestiales que humanas, criaron envidia en sus corazones contra ella. Finalmente, que la una de ellas comenzó a preguntarle curiosamente y a importunarle que le dijese quién era el señor de aquellas riquezas celestiales, y quién era o qué tal era su marido. Pero con todas estas cosas, nunca Psiches quebrantó el mandamiento de su marido ni sacó de su pecho el secreto de lo que sabía: y hablando en el negocio, fingió que era un mancebo hermoso y de buena disposición, que entonces le apuntaban las barbas, el cual andaba allá ocupado en hacienda del campo y caza de montería; y porque en algunas palabras de las que hablaba no se descubriese el secreto, cargolas de oro, joyas y piedras preciosas, y llamado el viento, mandole que las tornase a llevar de donde las había traído: lo cual hecho, las buenas de las hermanas, tornándose a casa, iban ardiendo con la hiel de la envidia que les crecía, y una a otra hablaba sobre ello muchas cosas, entre las cuales, una dijo esto:
«Mirad ahora qué cosa es la fortuna ciega, malvada y cruel. ¿Parécete a ti bien que seamos todas tres hijas de un padre y madre y que tengamos diversos estados? ¿Nosotras, que somos mayores, seamos esclavas de maridos advenedizos y que vivamos como desterradas fuera de nuestra tierra y apartadas muy lejos de la casa y reino de nuestros padres, y esta nuestra hermana, última de todas, que nació después que nuestra madre estaba harta de parir, haya de poseer tantas riquezas y tener un dios por marido? Y aun, cierto, ella no sabe bien usar de tanta muchedumbre de riquezas como tiene: ¿no viste tú, hermana, cuántas cosas están en aquella casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecen, cuántas piedras preciosas relumbran? Y además de esto, ¿cuánto oro se huella en casa? Por cierto, si ella tiene el marido hermoso, como dijo, ninguna más bienaventurada mujer vive hoy en todo el mundo; y por ventura podrá ser que, procediendo la continuación y esforzándose más la afición, siendo él dios, también hará a ella diosa. Y por cierto así es, que ya ella presumía y se trataba con mucha altivez, que ya piensa que es diosa, pues que tiene las voces por servidoras y manda a los vientos. Yo, mezquina, lo primero que puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre, y además de esto más calvo que una calabaza y más flaco que un niño, guardando de continuo la casa cerrada con cerrojos y cadenas.»
Cuando hubo dicho esto, comenzó la otra y dijo:
«Pues yo sufro otro marido gotoso, que tiene los dedos tuertos de la gota y es corcovado, por lo cual nunca tengo placer, y estoy fregándole de continuo sus dedos endurecidos como piedra con medicinas hediondas y paños sucios y cataplasmas, que ya tengo quemadas estas mis manos, que solían ser delicadas, que cierto yo no represento oficio de mujer, más antes uso de persona de médico, y aun bien fatigado. Pero tú, hermana, paréceme que sufres esto con ánimo paciente; y aun mejor podría decir que es de sierva, porque ya libremente te quiero decir lo que siento. Mas yo, en ninguna manera, puedo ya sufrir que tanta bienaventuranza haya caído en persona tan indigna: ¿no te acuerdas cuán soberbiamente y con cuánta arrogancia se hubo con nosotras, que las cosas que nos mostró con aquella alabanza, como gran señora, manifestaron bien su corazón hinchado? Y de tantas riquezas como allí tenía nos alcanzó esto poquito, por contra su voluntad, y pesándole con nosotras, luego nos mandó echar de allí con sus silbos del viento. Pues no me tenga por mujer, ni nunca yo viva, si no la hago lanzar de tantas riquezas; finalmente, que si esta injuria te toca a ti, como es razón, tomemos ambas un buen consejo, y estas cosas que llevamos no las mostraremos a nuestros padres, ni a nadie digamos cosa alguna de su salud; harto nos basta lo que nosotras vimos, de lo cual nos pesa de haberlo visto, y no publiquemos a nadie tanta felicidad suya, porque no se pueden llamar bienaventurados aquellos de cuyas riquezas ninguno sabe: a lo menos sepa ella que nosotras no somos sus esclavas, más sus hermanas mayores; y ahora dejemos esto y tornemos a nuestros maridos y pobres casas, aunque cierto buenas y honestas, y después instruidas, con mayor acuerdo y consejo tornaremos más fuertes para punir su soberbia.»