Los ejércitos se enfrentaron a menos de cien metros de ellos, chocando con un rugido y un estrépito de cuerpos y metales.
Incluso Gaviota, que no sabía nada de las guerras salvo lo que había oído en las historias, pudo ver que los soldados vestidos de rojo eran profesionales y que los bárbaros azules eran meros salvajes carentes de todo adiestramiento. Los soldados vestidos de rojo mantuvieron una apretada falange erizada de acero formada por dos filas de hombres. Avanzaban hacia la guerra moviéndose al unísono, con los escudos creando una muralla, y entonaban un cántico de guerra mientras caminaban.
Los combatientes azules, que Gaviota vio debían su color tanto a pinturas como a tatuajes, tenían colmillos y las mandíbulas muy largas, y melenas blancas que llevaban trenzadas de muchas maneras distintas. Tanto los hombres como las mujeres vestían prendas de cuero adornadas con fantásticos dibujos. Su manera de atacar era superar en potencia de grito a los demás, agredir al aire primero y a sus oponentes después con las espadas de hoja curva, o golpearles con sus garrotes de guerra terminados en puntas de obsidiana.
Pero cuando empezó a correr, su sangre resultó ser de color escarlata. Los soldados vestidos de rojo combatían por parejas, con un miembro del dúo cubriendo al otro. Gaviota vio cómo un guerrero azul se enfrentaba a un escudo redondo y lanzaba un tajo dirigido a las grebas que cubrían las pantorrillas de un soldado vestido de rojo. El compañero del soldado lanzó un mandoble corto contra una garganta azul, y el golpe cubrió a los tres con una rociada de sangre. Al mismo tiempo, el primer soldado movió su hoja para mantener a raya a otro guerrero azul, el cual perdió una mano debido al veloz tajo del compañero del soldado. El resultado final fue de dos guerreros azules yaciendo sobre la hierba sin ningún daño para los soldados vestidos de rojo.
Y lo mismo estaba ocurriendo por toda la línea del combate. Los bárbaros azules valoraban la bravura y el alarde bélico, y los soldados de ojos gélidos y ropas rojas el trabajo en equipo. Una combatiente azul saltó como un gamo para trepar por encima de la muralla de escudos. En vez de ofrecer resistencia, los soldados de la primera fila la lanzaron por los aires, entregándola a los soldados de atrás, que hundieron espadas en su estómago. Pero la mujer de piel azul siguió luchando incluso mientras moría, y su garrote de piedra negra chocó con un cuello envuelto en tela roja. El soldado herido fue llevado hasta la retaguardia por sus compañeros mientras los bárbaros azules caían como espigas de trigo.
Gaviota temía que los soldados vestidos de rojo eliminaran a los bárbaros y que después cayeran sobre quien estuviese cerca de ellos en cuanto hubiesen acabado con sus enemigos. No desperdició el tiempo contemplando el combate con la boca abierta, sino que volvió a agarrar a su hermana —Mangas Verdes señaló algo en el cielo y soltó un murmullo ininteligible—, y tiró de ella en dirección sur a lo largo del muro de espinos. Podían llegar al pequeño río y tratar de cruzarlo, o tal vez consiguieran encontrar una brecha en el muro de espinos, un pequeño hueco en el cual esconderse...
Pero entonces Gaviota descubrió qué era lo que tenían encima y que tanto interesaba a Mangas Verdes.
* * *
Clavos de hierro tan largos como estacas llovieron sobre el suelo delante de ellos. Los clavos rebotaron en las rocas con tintineos metálicos, temblaron en la tierra y cortaron espinos. Gaviota alzó la mirada.
Había dos vejigas volantes a diez metros escasos por encima de sus cabezas. Tenerlas tan cerca permitió que Gaviota viese que eran unos artefactos bastante precarios y no muy bien conservados. Las vejigas estaban llenas de remiendos, muchas cuerdas parecían a punto de romperse, y las barquillas estaban medio astilladas y mostraban las huellas dejadas por bastantes aterrizajes bruscos. Rostros verdigrises con orejas puntiagudas, algunos calvos y otros canosos, vestidos con pieles sin curtir procedentes de chivos, mapaches, marmotas y demás animales, les miraron fijamente y les hicieron muecas burlonas. Todos eran tan feos y flacos que Gaviota no sabía si eran machos, hembras o ninguna de las dos cosas. Los trasgos vaciaron toda una cesta de clavos, que cayeron en trayectorias tan implacables como flechas para atravesar el cráneo de cualquier víctima cercana..., o lo habrían hecho si quienes los lanzaban se hubieran tomado la molestia de apuntar.
Había seis o más de aquellas criaturas repugnantes en cada barquilla.
«Trasgos», pensó Gaviota. Eran esos villanos maliciosos y burlones de los que tanto hablaban los cuentos para niños.
Una barquilla que flotaba justo sobre ellos enseguida se encontró con problemas. Un trasgo de cabeza puntiaguda alzó un clavo para arrojarlo, pero lo que consiguió fue perforar la vejiga que tenía encima. Otros trasgos empezaron a chillarle, le dieron manotazos en la cabeza y se apresuraron a buscar asideros entre las cuerdas, gritando mientras la vejiga se deshinchaba.
La vejiga se abrió de repente, y un largo desgarrón la recorrió velozmente de abajo arriba. Toda la precaria armazón se desmoronó y se desplomó sobre el muro de espinos, derramando ocupantes que chillaban y gimoteaban como si fuesen pajarillos caídos de un nido. La otra vejiga se alejó plácidamente, con sus ocupantes burlándose de sus compañeros caídos e insultándoles. Un trasgo llegó al extremo de arrojar un clavo sobre ellos, y otro se inclinó sobre la borda para poder orinarse encima de sus cabezas..., pero ése aulló cuando alguien que estaba detrás estuvo a punto de hacerle salir despedido de la barquilla de una patada.
Gaviota estaba tan asombrado que sólo era capaz de mirar. Aquellos idiotas eran más peligrosos para su propio bando que para el enemigo.
Pero enseguida cambió de parecer.
Resistentes y ágiles como gatos monteses, el puñado de trasgos se recuperó al instante, levantándose de un salto para agarrar las armas que colgaban de sus cinturones: cuchillos de pedernal y nudosos garrotes. Una hembra muy huesuda señaló a Mangas Verdes y empezó a chillar.
—¡Carne! —aulló.
Tal vez fueran pequeños, estúpidos e incapaces de estar juntos sin pelearse, pero Gaviota descubrió que aquellos trasgos verdigrises también eran muy rápidos.
Uno de aquellos demonios se lanzó sobre el pecho de Mangas Verdes, saltando con la misma agilidad de un zorro. El trasgo se aferró a su chal y la mordió en el cuello. La muchacha gritó y empezó a agitar las manos, y los dos cayeron al suelo.
Gaviota soltó una maldición. Difícilmente podía usar el hacha con su hermana. Lo que hizo fue agarrar al trasgo por el cuello y arrancar a la criatura de la muchacha. Estar tan cerca de aquella cosa hizo que pudiera captar su olor, rancio y mohoso como el de un granero viejo o unos despojos medio devorados por los gusanos. El nacimiento de su cabellera estaba lleno de picaduras de pulgas. Gaviota sacudió al trasgo en el aire y lo retorció, intentando romperle el cuello como si fuese una gallina. Pero el cuerpo del trasgo era tan duro como el cuero, y sus garras llenas de suciedad se deslizaron por el brazo del leñador dejando profundos arañazos. El repentino dolor hizo que Gaviota soltara al trasgo.
Más trasgos llegaron a la carrera, la mayoría desde atrás.
—¡No te levantes, Mangas Verdes! —rugió Gaviota, y rezó para que le obedeciese.
El leñador giró sobre sus talones, moviéndose en un veloz círculo con el hacha firmemente empuñada. La pesada hoja hendió el aire..., y a tres trasgos.
El primero intentó esquivarla y perdió un brazo. La desdichada criatura empezó a rodar sobre sí misma, aullando y lanzando chorros de sangre verdosa. La segunda logró agacharse y quedar encogida por debajo del hacha, pero perdió la parte superior de su cráneo. El trasgo alzó una mano vacilante y rozó los sesos que empezaban a salírsele de la cabeza. El tercero fue limpiamente cortado por la mitad, y dejó sus piernas de pie mientras su tronco caía flácidamente detrás de ellas.
Los cuatro trasgos restantes no perdieron ni un instante y echaron a correr, huyendo como ratas en todas direcciones. Uno de ellos fue en línea recta hacia el seto de espinos, lanzándose sobre él y consiguiendo quedar empalado.
Mangas Verdes gimoteaba y temblaba como un conejo asustado. Gaviota no se molestó en consolarla, y se limitó a levantarla de un tirón y echó a correr.
El valle estaba lleno de ruido y pestilencia. Ululantes gritos de guerra resonaban de un lado a otro, y un instante después se oyó el relincho de un caballo. Gaviota oyó a más trasgos que estaban discutiendo entre ellos a través de un macizo de espinos, y también oyó un golpeteo ahogado que no consiguió identificar. Olió sangre en el viento y el hedor acre del sudor y, por todas partes, humo que no surgía de ningún fuego encendido para cocinar.
Gaviota corrió a lo largo del muro de espinos y pasó una pierna por encima del murete de piedra que rodeaba la casa de Bálsamo de Abeja. Los espinos habían enterrado una esquina, pero esperaba poder deslizarse por detrás de la casa y desaparecer sin ser visto. Gaviota rodeó la cintura de Mangas Verdes con un brazo mientras intentaba no dejar caer su pesada hacha, y la levantó por encima del murete.
Y soltó una maldición. Había interrumpido a un par de trasgos que estaban sacándole las entrañas a una cabra de pelaje marrón.
El ojo vidrioso del animal se abría y se cerraba mientras la pareja de trasgos iba extrayendo sus tripas goteantes. Gaviota sintió cómo una oleada de ira recorría todo su ser. Aquella cabra había sido la mascota de Bálsamo de Abeja, quien la había criado con sus propias manos después de que los lobos se llevaran a su madre. El leñador lanzó una patada dirigida contra los trasgos, pero su pierna lisiada le traicionó y Gaviota se desplomó sobre el murete. Las piedras rodaron bajo sus pies y acabó aterrizando encima de su trasero. Esperaba no haber roto sus flechas y su arco. Gaviota se apresuró a levantarse, hirviendo de furia.
Los trasgos habían agarrado su cena ensangrentada y habían huido. Gaviota estaba tan enfurecido que no pudo quedarse callado.
—¡Corred, bastardos ladrones! —gritó—. ¡Corred, malditos piojos!
¿Qué derecho tenían aquellos condenados trasgos, gigantes y soldados, y los repugnantes hechiceros que los habían traído hasta allí, a destruir una aldea que era el hogar de tantas buenas gentes?
Un repentino estrépito de espinos aplastados que se convertían en astillas interrumpió el curso de sus pensamientos. El cielo se ennegreció, como si un nubarrón de tormenta estuviera pasando por encima de Gaviota.
Una pezuña tan gruesa como el tronco de un árbol descendió sobre la casa de Bálsamo de Abeja.
Gaviota se había quedado boquiabierto. Alzándose sobre él, enorme y tan largo como un establo, avanzaba un... ¿caballo de madera y planchas de hierro?
¿Estaba vivo? Visto desde abajo, parecía un molino ambulante. En vez de tripas, la cosa tenía ruedas, engranajes y tiras de cuero tensadas sobre poleas. Un corazón mecánico hacía girar grandes ejes que movían las piernas a la altura de las caderas, y después había puñados de acoplamientos que Gaviota no pudo entender o distinguir con claridad. Tampoco vio ninguna fuente de energía: no había vapor, fuego o agua en movimiento. Tampoco había nadie que la controlase.
Y sin embargo, la cosa caminaba como un caballo de patas tiesas mientras intentaba liberar la pata atrapada en la casa que se había derrumbado. Debía de ser monstruosamente pesado, pues sus flancos eran masas sólidas de hierro cubierto de óxido. Su cabeza recordaba a la de un caballo con el hocico achatado, con la única diferencia de que los ojos eran conos articulados. Aunque le hubiese ido la vida en ello, Gaviota no habría podido decir si aquella bestia mecánica tenía un cerebro encerrado en su angulosa cabeza o no. ¿Podía acaso la magia por sí sola mover algo tan colosal?
Un instante después tuvo que esquivarlo, pues la bestia logró liberarse de los escombros lanzando un diluvio de tejas y vigas polvorientas que se esparció en todas direcciones. El monstruo mecánico se dirigió hacia cualquiera que fuese su papel en la batalla, y se fue alejando envuelto en un estrépito de zumbidos, chasquidos y crujidos.
Los soldados vestidos de rojo gritaron. Después disgregaron su falange, pues ya no había más bárbaros azules, sólo cuerpos azules de los que fluía sangre roja.
Con creciente horror, Gaviota vio que los soldados iniciaban una nueva carga..., avanzando en línea recta hacia los aldeanos que permanecían inmóviles en la orilla este.
—¡¡¡Noooooooo!!!
* * *
Los aldeanos chillaron y se dispersaron. Algunos corrieron hacia el Bosque Salvaje y otros hacia la aldea, mientras que unos cuantos huían hacia la casa que tuvieran más cerca. Soldados aullantes atacaron al primero que se les acercaba, matando a diestro y siniestro sin ninguna consideración hacia el sexo o la edad. Un anciano, un niño, una matrona se derrumbaron como espigas de trigo ante las hoces. Una joven que intentó defenderse fue alzada en vilo por su cabellera amarilla, y después fue golpeada salvajemente hasta quedar sin sentido. Gaviota la reconoció: era Primavera, la hija de Tejón. El leñador chilló y dejó escapar un rugido lleno de impotencia.
Gaviota estiró el cuello intentando ver a su familia, pero sólo vio personas aterrorizadas que corrían de un lado a otro. Rezó por su padre, cuya espalda lisiada le impedía correr, y también rezó por su madre, que nunca abandonaría a su esposo.
¿Y qué podía hacer él? Seguía teniendo a Mangas Verdes, y ningún sitio donde esconderla. Y él tampoco podía correr, pues su rodilla lisiada le fallaría en el momento menos pensado. Aun así, debía ayudarles. Gaviota miró desesperadamente a su alrededor en busca de un refugio, y se preguntó si el sótano donde Bálsamo de Abeja guardaba sus raíces y hierbas seguiría intacto.
Sus ojos se posaron en un agujero que la bestia mecánica había abierto en el espesor del muro de espinos. Arbustos enteros habían sido arrancados de raíz, formando unos pequeños huecos. Cualquiera de ellos serviría.
—¡Ven, Mangas Verdes! —Gaviota buscó frenéticamente algunas palabras tranquilizadoras, pero incluso el torpe cerebro de su hermana era capaz de percibir los alaridos estridentes que resonaban al otro lado del arroyo—. ¡Vamos, hermana! ¡Jugaremos al escondite! ¡Aquí!
Gaviota guió a su hermana a través de la brecha del muro, maldiciendo y aferrando su hacha pero, al mismo tiempo, tratando a Mangas Verdes con la mayor delicadeza posible para evitar que se asustara igual que un ciervo y huyera corriendo hacia su muerte. El olor de la savia de los espinos flotaba en sus fosas nasales como una nube de verdor amargo, y el olor de la tierra recién removida le recordó al de una tumba abierta. Gaviota metió a Mangas Verdes en un hueco, empujándola y animándola con cariñosos chasquidos de la lengua hasta dejarla encogida dentro de él como si fuese una cría de conejo.