—¡Nos vamos, y ahora mismo, y eso es todo!
—¿Adónde iréis? —preguntó Gaviota, recayendo en su antigua costumbre de oponerse a todo lo que dijera Foca.
Otros aldeanos dejaron de discutir entre ellos y volvieron la mirada hacia los dos hombres.
—¡Lejos! —gruñó el gordo hombretón—. ¡Esta aldea está maldita! ¡Es una fosa abierta!
—¿Adónde iréis? —repitió Gaviota—. ¡No me dices adonde iréis! ¡Nunca habéis estado en ningún otro sitio!
—¡Eso da igual! Basta con que esté lejos de aquí!
—Pero... —intervino Febrilla con voz temblorosa—. Foca, ¿realmente crees que...?
El hombretón se volvió hacia su asustada esposa y le golpeó la cabeza con la palma de la mano.
—¡Ve a coger tus cacharros y mi jarra!
Después habría vuelto a golpearla, pero Gaviota le agarró por la muñeca y apretó hasta que Foca dio un respingo de dolor.
—¿Éste es el hombre al que seguiréis cuando abandonéis esta aldea, cuando abandonéis vuestra tierra natal? —rugió Gaviota volviéndose hacia los aldeanos—. ¿Vais a seguir a este cobarde fanfarrón? ¡Pensad en lo que dejáis aquí!
Pero nadie le respondió ni le devolvió la mirada. Estaban asustados y habían decidido huir, y condenarles no serviría de nada. Tal vez volvieran algún día, tal vez no. No había nada que Gaviota pudiese hacer al respecto.
El leñador se sentó encima de una roca cerca del cuerpo enfermo de Primavera y contempló cómo los aldeanos se preparaban para marcharse.
Mangas Verdes estaba hablando con una libélula que se había posado encima de un diente de león. Las ratas correteaban por debajo del techo apuntalado. Las moscas zumbaban de un lado a otro. La bestia mecánica seguía moviéndose en la lejanía, creando un sordo rumor. El gigante, Liko, dormía con el muñón vendado alzado hacia el cielo.
Gaviota permaneció sentado encima de la roca y no hizo nada.
No había nada que hacer. No podía enterrar a Primavera ni a su familia por miedo a la corrupción. En cuanto llegase la oscuridad, las ratas reclamarían a la muchacha. No podía encontrar a Gavilán. El chico podía haberse perdido en el bosque, o haber sido capturado por soldados o por la hechicera, pero lo más probable era que fuese uno de los muchos cadáveres esparcidos sobre el suelo del valle. Gaviota ni siquiera era capaz de pensar en una razón para seguir viviendo, salvo la de cuidar de Mangas Verdes.
Uno a uno, los aldeanos fueron recogiendo sus míseras pertenencias mientras las sombras se iban alargando. Uno a uno, avanzaron a lo largo del sendero yendo en dirección norte por encima del risco. Unos cuantos se despidieron de Gaviota agitando la mano, pero el leñador no les devolvió su adiós.
El último aldeano —Diente de Lobo, el anciano lisiado— ya estaba demasiado lejos para poder ser visto cuando llegó el crepúsculo.
Mangas Verdes fue hacia Gaviota y dejó escapar un maullido gutural, una señal de que tenía hambre. Gaviota le cogió la mano.
—Sí, es hora de comer —dijo—. Iremos al bosque. Es lo único que nos queda ahora.
Cogió su hacha, su arco y su aljaba, tomó a su hermana de la mano y fue hacia las profundidades llenas de susurros del bosque.
* * *
Como si quisiera darles la bienvenida, el bosque les ofreció un par de gordos faisanes a los que Gaviota mató sin ninguna dificultad. Encontraron el claro que el leñador había despejado... ¿sólo ayer por la mañana? Las ramas de fresno, que ardían con una llama verde, se inflamaron bajo su acero y su pedernal. En vez de asar las aves, Gaviota les sacó las tripas, cogió un poco de barro con el que envolvió a los faisanes, plumas incluidas, y los enterró en las cenizas. Podían esperar un rato hasta comer. Gaviota no tenía hambre, y Mangas Verdes había vuelto a sus viejos paseos por el bosque y estaba canturreándole a unas cuantas palomas en un pequeño macizo de abedules. Gaviota pensó que eso tal vez la retendría allí y haría que se mantuviera cerca de él, pues no había forma de saber qué fuerzas maléficas seguían estando al acecho. El leñador había visto huellas de trasgos. Pero tratar de retener a Mangas Verdes en un lugar determinado era como intentar agarrar el humo. La muchacha siempre iba donde le daba la gana a cada momento. Los dioses tendrían que protegerla: Gaviota no podía hacerlo todo.
Suave se alegró de ver a su dueño, e incluso Cabezota aceptó que Gaviota rascara sus ásperas crines sin tratar de morderle. Las mulas no habían estado atadas, pero aun así se habían mantenido cerca del claro, pastando donde podían y esperando su regreso. Gaviota encontró un extraño consuelo en su comportamiento.
—Veo que habéis sabido cuidar de vosotras mismas —les dijo—. Os ha ido bastante mejor que a Risco Blanco, ¿eh? Eso es bueno. Nuestro antiguo hogar ya no existe, así que quizá este bosque encantado sea nuestra nueva casa...
Y de repente estaba sollozando con el rostro pegado a los cuellos de las mulas. Los pobres animales quedaron un poco confusos, pero no se movieron.
La pena de Gaviota no duró mucho rato, pues de repente oyó el estrépito de muchos pies moviéndose en la oscuridad fuera del anillo de la hoguera.
«¡Soldados!», gritó su mente agotada.
Gaviota agarró su hacha, temiendo más por sus mulas y su hermana que por él mismo. ¡Maldición! ¿Dónde estaba Mangas Verdes? No podía permitir que fuera vagando de un lado a otro. Ya había suficientes peligros para que además...
Y un instante después Helki y Holleb, los dos centauros, entraron en el círculo de luz amarilla.
Se detuvieron con un último y grácil balanceo de sus patas, con las colas ondulando suavemente de un lado a otro, y apoyaron las puntas de los astiles de sus lanzas delante de sus cascos delanteros. Con la luz del fuego destellando sobre sus petos y sus yelmos, la parte superior de sus cuerpos recordaba más a una oruga que a un ser humano. Gaviota esperó sin moverse, sujetando el hacha con las dos manos.
El silencio se prolongó. La luz bailoteaba sobre los lustrosos pelajes de los centauros y el metal del hacha de Gaviota, y se reflejaba en las hojas surcadas por venitas blancas que crujían y susurraban en las alturas. Un nudo de la madera chasqueó entre las llamas y creó una rociada de chispas. Gaviota puso el pie encima de un retazo de hierba que había empezado a arder. Aparte de ése, no hubo ningún otro movimiento.
Fue Helki, que parecía tener la costumbre de llevar la voz cantante, quien rompió el silencio.
—Te vimos... hablar... a tus mulas —dijo—. Son unos animales magníficos.
¿Le habían visto llorar? Gaviota se sintió repentinamente consternado, y se frotó la cara sin darse cuenta de lo que hacía. Estaba tan cansado y maltrecho que hubiera podido dormir durante una semana entera.
Pero las observaciones del centauro no pretendían hacer que se sintiera avergonzado, sino abrir la conversación.
—Gracias —replicó Gaviota. Después se dio cuenta de que estaba siendo bastante descortés, y bajó su hacha hasta que la doble hoja quedó apoyada en el suelo—. ¿Queréis compartir mi fuego?
El yelmo adornado con plumas se inclinó en un lento asentir. Los ojos del centauro quedaban ocultos por las sombras del yelmo, pero cuando respondió la voz de Helki sonó afable y cortés.
—Gracias. Sí, nos gustaría... El fuego resulta muy agradable en una noche fría.
—Sí, claro. —A Gaviota no se le ocurría nada más que decir, pero los centauros siguieron esperando en silencio—. Hablé con Liko, el gigante. Él también era un esclavo sometido a la voluntad de la hechicera, como debéis de serlo vosotros.
—Así es —dijo Holleb.
La voz del hombre-caballo era más áspera y grave que la de Helki, y recordaba el deslizarse de la gravilla por una pendiente.
—Bien, os debo una disculpa —dijo Gaviota—. Yo... Lo siento.
Los centauros conferenciaron en su lengua, con lo que Gaviota tuvo la clara impresión de estar asistiendo a una exhibición de relinchos y resoplidos entre dos caballos.
—Nosotros también lo sentimos —declaró finalmente Helki—. Lamentamos la pérdida de tu hogar. Pero nos hallábamos bajo un yugo mágico, una compulsión profundamente enterrada en nuestras mentes, que debíamos obedecer, y lo único que podíamos hacer era luchar.
—Ahora lo entiendo.
—Todos decimos la verdad, así que debemos hablar.
—Si insistís... —Gaviota, que estaba demasiado cansado para discutir, dejó escapar un suspiro—. Pero ¿hablar de qué? Ya no queda nada. Quizá sería mejor que volvierais a vuestra tierra natal.
—No tenemos manera alguna de volver allí —dijo Helki y, por primera vez, Gaviota percibió un temblor de tristeza en su voz—. Es imposible.
* * *
Gaviota sacó los faisanes recubiertos de barro que había enterrado, rompió los cascarones endurecidos que los envolvían y separó la piel y las plumas de la carne marrón. Después colocó las aves encima de un tocón, las cortó en porciones y ofreció algunas a los centauros. Mangas Verdes podía arreglárselas por su cuenta, encontrando hongos, moras, raíces comestibles y demás alimentos silvestres en el bosque. De todas maneras no le gustaba demasiado la carne, y probablemente se limitaría a dejarla.
Los centauros se quitaron su armadura mientras Gaviota trabajaba. Sus petos se sujetaban por delante, pero se ayudaron el uno al otro como si nunca se cansaran de tocarse. Los petos y los yelmos quedaron colgando de los arneses de sus grupas, donde ya había alforjas de comida, bolsas para herramientas y equipo, un rollo de cuerda y una botella de agua. Incluso las lanzas podían ser introducidas en un par de aros de cuero colocados en su lado izquierdo. Gaviota comprendió que los dos centauros podían desaparecer en un segundo si ocurría algo que les obligara a salir huyendo.
Pero el leñador apenas pensó en ello, pues estaba muy ocupado contemplando —mientras intentaba no hacerlo— sus fantásticas siluetas.
Los rostros que habían quedado revelados eran bastante corrientes e incluso agradables, aunque los dos tenían una prominente dentadura amarilla. Sus cráneos estaban cubiertos por un corto pelaje rojizo del mismo color que el de sus cuerpos, aunque las crines seguían hasta llegar muy cerca de la frente. Sus estómagos eran de un color blanquecino, aunque el de Holleb estaba cubierto por frondosos mechones de vello rizado, mientras que Helki tenía unos pequeños pechos no muy sobresalientes, con pezones marrones que sobresalían del cuerpo y que eran tan gruesos como la articulación de un pulgar.
El hombre y las criaturas equinas acabaron sentándose junto a la hoguera, los centauros con las patas dobladas debajo del cuerpo. Seguían teniendo un aspecto grácil y delicado incluso estando sentados. Gaviota, con su mano mutilada, su rodilla lisiada y sus cicatrices de hacha, se sentía torpe y viejo. El leñador les ofreció las porciones de faisán encima de unos trozos de corteza, y los centauros las aceptaron con amable cortesía. A cambio Holleb sacó un bloque de fruto seco de un color anaranjado de una de sus alforjas. Era albaricoque, y estaba muy bueno.
Comieron en silencio durante un rato, hasta que Gaviota se decidió a hablar.
—Entiendo muy poco de lo que ha ocurrido aquí, no más de lo que una hormiga comprende una tempestad de rayos y lluvia —dijo—. ¿Cómo caísteis bajo el dominio de esa hechicera, y por qué no podéis volver a vuestro hogar?
—Nosotros no entendemos mucho más —suspiró Helki—. Nuestro pueblo vive en las estepas y la taiga que llamamos Tierras Verdes, cerca del Mar Endulzado. Eso queda muy lejos de aquí y hacia el este, a juzgar por el sol. Nuestro país es una tierra fronteriza, en la que suele haber guerras. Nos adiestramos como guerreros desde la infancia, y trabajamos como exploradores para buenas causas. Pero una hechicera —no nativa de allí, sino una viajera—, nos contrató para que recorriéramos unas tierras. No estábamos muy seguros de que fuese buena idea, pero prestamos el servicio que nos solicitaba. La hechicera nos dio las gracias estrechándonos la mano, y después se fue.
—¿Se fue? ¿Quieres decir que desapareció?
—No. Montó a caballo, y se alejó al galope con sus sirvientes. No nos pareció que hubiese nada de raro en eso, y no volvimos a pensar en ello. Pero de repente, un día, yo y Holleb nos encontramos en un campo de batalla, igual que ayer. La hechicera está allí, y ahora es nuestra dueña y señora, no sabemos cómo. Los yugos mágicos caen sobre nosotros con su peso invisible, y debemos obedecer órdenes. Por fuera obedecemos, aunque por dentro nos rebelamos, pero no nos sirve de nada. Como si hubiera dos mentes en una, y una gobierna y la otra se somete... Luchamos con enanos, criaturas pequeñas pero fuertes, y contra hombres-toro. Después la batalla cesa sin que ningún bando haya vencido y volvemos a estar en casa. Todo ha sido como un sueño, pero ha dejado cicatrices. —Helki le enseñó su codo izquierdo, surcado por una larga señal blanca—. Luego ocurre dos veces más, siempre en algún lugar distinto. Cuando la batalla ha terminado, la hechicera mueve la mano y nos envía de vuelta a casa.
»Entonces llega el día de ayer. Exploramos este lugar y luchamos aquí. Pero cuando la batalla termina, la hechicera se ha ido. No hay nadie para enviarnos de vuelta a casa.
—La hechicera salió huyendo —gruñó Gaviota—. En esas batallas anteriores debió acabar obteniendo la victoria, y por eso pudo ocuparse luego de sus guerreros y enviarlos de vuelta a sus casas. Pero esta vez le dieron una buena paliza, y escapó como una liebre asustada..., y os dejó atrapados aquí. ¿Es eso?
Helki estaba tan triste y afectada que sólo pudo asentir con la cabeza. Holleb estaba arrancando uno a uno los brotes de una gruesa rama.
—Como ese ridículo animal mecánico que sigue rondando por ahí —dijo Gaviota con voz pensativa, encajando piezas del rompecabezas—. Y esos trasgos que no sirven de nada, y el pobre gigante que ha perdido un brazo... De hecho, eso explica el color que tiene la tierra debajo del muro de espinos.
—¿Muro de... espinos? ¿Qué es un espino?
Helki sentía curiosidad a pesar de su pena, pues allí podía haber alguna respuesta a su apurada situación.
—Ese montón de matorrales llenos de pinchos —le explicó Gaviota—. Cuando estaba escondiendo a mi hermana, me di cuenta de que el suelo era de color rojo. No tenemos tierra así en nuestro valle. Sólo he oído hablar de ella a algunos viajeros, así que todo ese muro de espinos fue arrancado de algún lugar de los Dominios y trasladado hasta nuestra aldea... Imaginaos el poder que se necesita para hacer algo semejante, para arrancar de cuajo una parte de la tierra y transportarla hasta otro lugar. ¡Pensad en lo que pueden hacer esos hechiceros! Y sin embargo dedican su tiempo a luchar entre ellos, obligando a seres inocentes a combatir hasta la muerte por... Bueno, ¿y por qué luchan? Los reyes luchan por la gloria, y los soldados por la paga. ¿Qué pretenden conseguir los hechiceros?