—Poder —gruñó la voz áspera y gutural de Holleb, sobresaltando a Gaviota y a su compañera—. Poder para convertirse en dioses.
El fuego había quedado reducido a una masa de ascuas rojizas. El Bosque de los Susurros estaba tan inmóvil y silencioso a su alrededor que Gaviota tuvo que hacer un gran esfuerzo para percibir aquellas cuasi-voces sibilantes que zumbaban tan perezosamente como las abejas durante el verano.
El leñador había conseguido unir unas cuantas piezas, pero eso sólo había servido para que el rompecabezas se volviera todavía más grande. Si los hechiceros luchaban entre ellos por el poder, o la magia o el maná o como quiera que lo llamasen, ¿por qué dos de ellos habían venido hasta aquel lugar? El único poder existente en Risco Blanco había sido el del agua que hacía girar la rueda del molino, y había muy poca magia. Su curandera tenía más de comadrona que de bruja. Podía bendecir las semillas cuando eran plantadas, y su herrero podía hacer aparecer chispazos de colores mientras forjaba el acero, pero...
Que los hechiceros invadiesen su valle no tenía ningún sentido.
Y el hecho de que aquella batalla careciese de sentido y de motivo hizo que la furia volviese a arder dentro de Gaviota. ¿Cómo se atrevían a utilizar a las personas igual que si fuesen herramientas, para arrojarlas luego a un lado cuando estaban rotas o necesitaban salir huyendo?
Una agitación repentina y un ruido de ramas que crujían y se partían llegó hasta sus oídos desde el comienzo del bosque.
Gaviota se irguió al instante, agarró su hacha y buscó a Mangas Verdes con la mirada. Los centauros se incorporaron de un salto y sacaron sus lanzas de los aros. Los tres salieron de la luz de la hoguera.
Junto con los ruidos de madera rompiéndose, como si un tornado estuviera partiendo ramas, llegó un sordo retumbar que Gaviota sintió a través de las plantas de sus pies. El leñador agarró su hacha con más fuerza. Fuera lo que fuese...
Y de repente las ramas se separaron allí donde empezaba el campamento, muy por encima de la cabeza de Gaviota. Liko, el gigante de dos cabezas, apareció ante ellos y llenó todo el espacio iluminado por la hoguera. Las hojas resbalaban de sus hombros y caían al fuego trazando lentas espirales. Haber perdido uno de sus enormes brazos hacía que su enorme cuerpo se inclinara hacia la izquierda. Los ojos almendrados parecían adormilados, como los de un niño.
—¿Tenéis comida? Yo tengo hambre.
* * *
Hicieron que el gigante se sentara con la espalda apoyada en un fresno. El árbol gimió, igual que el hombre-montaña. Sus rostros gemelos recubiertos por una capa de sudor aceitoso estaban tan pálidos como la corteza del abedul.
Gaviota le preguntó cómo se encontraba, pero sólo obtuvo un murmullo del gigante. El leñador se volvió hacia los centauros.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Ha sufrido los mismos infortunios, y ha sido tan víctima de la esclavitud de la hechicera como vosotros.
Los centauros hablaron en su lenguaje, gruñendo y resoplando como dos perros que se pelean, y Helki acabó haciendo una sugerencia.
—Vimos reses en el otro bosque —dijo—. Podríamos traer una. ¿Come carne?
—Come cualquier cosa. Pero ¿realmente sois capaces de encontrar reses de noche?
Una repentina chispa de furia ardió en los ojos de Holleb, el hombre-caballo.
—¿Estás bromeando?
—No, no. —Gaviota había quedado muy sorprendido—. Pero... ¡Dioses, yo estuve buscando las reses esta misma mañana y no hallé ni rastro de ellas!
Helki dejó escapar un delicado resoplido.
—Holleb puede seguir el rastro de un mosquito zancudo a través de un lago —dijo—. Traeremos una res.
Los centauros se desvanecieron en la oscuridad, con sus arreos y equipo tintineando sobre sus flancos.
No había nadie más para hacerlo, así que Gaviota decidió inspeccionar la herida del gigante. Su cabeza izquierda le contempló con visible curiosidad mientras la cabeza derecha dormía. Apartar la piel de caballo verdosa dejó en libertad un hedor nauseabundo. Astillas de hueso sobresalían de una carne donde el rojo de la llama rozaba el gris de la putrefacción. Gaviota suspiró y volvió a tapar la herida.
Pensó que no tenía nada de raro que el gigante estuviera cansado, luchando con semejante infección. El alivio, y la paz de la tumba, pronto serían suyos en cuanto el envenenamiento de la sangre llegara a su corazón.
—Bueno, veo que los gigantes son capaces de aguantar prácticamente cualquier cosa —dijo, esforzándose por hablar en un tono jovial—. Sois tan fuertes y resistentes que no me extraña que cuenten leyendas sobre vosotros.
No estaba muy seguro de si el gigante le entendía o no. Sus ojos rasgados, su piel apergaminada y su calva hacían que Liko pareciese anciano y sabio, pero Gaviota ya se había dado cuenta de que casi todo le confundía y le dejaba perplejo.
—¿Cómo llegaste a encontrarte al servicio de esa hechicera, Liko? —preguntó para cambiar de tema—. ¿También te estrechó la mano?
Un fruncimiento de ceño.
—¿Hechicera?
Gaviota estaba empezando a sentir dolor en el cuello de tanto mirar hacia arriba. La cabeza del gigante quedaba a más de un metro por encima de la suya incluso cuando estaba sentado.
—No. Me dio tonel de vino. En barca pequeñita. —Liko alzó los brazos para mostrar la longitud de la barca, pero le faltaba una mano y volvió a fruncir el ceño. Su pecho y su estómago subían y bajaban lentamente, haciendo que el enorme blusón hecho con trozos de velas se agitara como un barco en alta mar—. Buen vino. Buena amiga.
«Y a la hora de encontrar gangas haría sonrojarse incluso a Urza —pensó el leñador—. Compró un esclavo con un tonel de vino.»
—¿Por qué no descansas, Liko? Los centauros pronto traerán comida.
—También me gusta el vino.
—¿Y a quién no le gusta el vino? Tendrás que esperar hasta la cosecha de otoño.
Una ramita se partió detrás de Gaviota, y no había sido ninguna de las que crujían dentro de la hoguera.
El leñador giró sobre sí mismo.
Un trasgo le estaba robando el hacha.
* * *
El leñador lanzó un aullido para asustar al ladrón y salvó la hoguera de un torpe salto.
El trasgo, que tenía las piernas muy cortas y se hallaba estorbado por el peso del hacha, no consiguió llegar muy lejos. Gaviota lo envió contra un árbol de un manotazo.
El trasgo dejó caer su botín e intentó levantarse para huir, chillando frenéticamente mientras se debatía. Gaviota agarró un flaco tobillo y alzó a la criatura como si fuese un pez enganchado en el anzuelo. Con un harapiento faldellín colgando alrededor de sus brazos, la criatura era obviamente del sexo masculino. No llegaba a pesar veinte kilos, y su pelaje gris estaba surcado por una franja negra muy parecida a la de las mofetas.
La sabandija balbuceó, suplicó, amenazó, movió los brazos como si fuesen las aspas de un molino de viento y casi consiguió romperse el tobillo con sus contorsiones. Gaviota la sacudió hasta que la cabeza del trasgo bailoteó de un lado a otro y la criatura se quedó callada.
—Eso está mejor —dijo Gaviota—. Y ahora, ¿qué he de hacer? ¿Dejo tus sesos esparcidos encima de este tronco, o vas a decirme por qué robaste mi hacha?
—¡No lo hice, no lo hice! —chilló el trasgo.
Su rostro invertido, que normalmente era de un verde liquen, se fue volviendo tan intensamente verde como las hojas de trébol.
Gaviota soltó un bufido y fue hacia la hoguera.
—¿Qué has dicho? —preguntó mientras movía al trasgo de un lado a otro por encima de las llamas.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Lo hice, la robé! ¿Eso es malo?
—¿Cómo? ¡Por supuesto que es malo! ¡Robar está mal, y robarme a mí está especialmente mal!
—¡Sí, sí, ahora lo entiendo y lo veo muy claro! ¡No volveré a hacerlo! ¡Lo juro!
—¡Bah! El que nace ladrón, morirá siendo ladrón —dijo Gaviota, y sacudió la flaca pierna para dar más énfasis a sus palabras.
—Ciertísimo, señor, sí, sí... Pero yo soy un pésimo ladrón. ¿Ves? ¡Me han pillado, así que abandono el oficio! —Comprender que Gaviota no iba a matarle hizo que el trasgo se fuera calmando un poco—. Ah, señor, si tuvierais la bondad de soltarme...
—Silencio.
Gaviota bajó bruscamente al trasgo y la cabeza de la criatura chocó con el suelo. ¿Qué debía hacer? Tal vez sería mejor que le retorciese el cuello y arrojara los despojos a las hormigas. Un trasgo no suponía una gran amenaza, pero los trasgos eran como las ratas o las cucarachas, y había que aplastarlos siempre que fuera posible.
Unos roces y crujidos entre la maleza hicieron que Gaviota girase sobre sus talones. Mangas Verdes estaba volviendo del bosque.
La joven puso una mano sobre el brazo de Gaviota y la otra sobre el pie del trasgo y emitió un burbujeo interrogativo. El trasgo, que seguía cabeza abajo, se aferró al maltrecho extremo de su túnica.
—¡Oh, salvadme, dulce dama! ¡Soy inocente, mi buena muchacha, soy inocente! Esta bestia salvaje me ha capturado y me maltrata, a mí, un pobre infeliz que nunca ha hecho ningún daño...
—¿Ningún daño? —Gaviota no pudo contener la risa ante aquella mentira tan descarada—. ¡Tú y tu pandilla intentasteis abrirme en canal! ¡Y queríais comeros a mi hermana! ¡Os comisteis el brazo de Liko! Debería...
Mangas Verdes tiró del brazo de Gaviota sin dejar de parlotear y fue haciéndolo bajar poco a poco. El trasgo se movió con la agilidad de una araña, agarrándose a una roca cercana a la hoguera y gritando al sentir que se le quemaban los dedos.
—Oh, Verde...
Pero la cariñosa y suave insistencia de su hermana hizo que Gaviota acabara dejando caer al ladrón. El trasgo rebotó sobre su cabeza y rodó por el suelo hasta quedar en pie.
—¡Ja! —chilló—. ¡Te he engañado, bobo de piel blanquecina! ¡Asno, patoso atontado! ¡Me he escapado! ¡Hace falta algo más que una gigantesca montaña de carne estúpida para vencer a Sorbehuevos! ¡Ja, ja!
La celebración de su triunfo quedó un poco deslucida por tener que soplar sobre los dedos que se había quemado.
Gaviota dio un paso hacia adelante, y el trasgo salió disparado hacia la oscuridad.
El leñador se volvió hacia la diminuta y frágil silueta de su hermana y se dispuso a reñirla, pero enseguida decidió olvidarlo. Los ojos de Mangas Verdes estaban clavados en su hermano mayor e irradiaban adoración.
—Eso ha sido una estupidez, ¿sabes? Dejar libre a una comadreja rabiosa como ésa... Pero supongo que ya ha habido suficientes muertes.
Su hermana miró por encima del hombro de Gaviota. ¿Habrían vuelto los centauros?
No.
Inmóvil en el círculo de luz de la hoguera, tan resplandeciente como la claridad del sol, había un hombre de cabellera amarilla vestido con una túnica adornada por franjas de muchos colores.
Gaviota agarró su hacha del suelo y actuó guiado por el más puro instinto.
El leñador se lanzó a la carga.
—¡Te mataré! —gritó.
Gaviota le sacaba la cabeza y los hombros al hechicero, y probablemente pesaba una vez y media su peso. El leñador hizo girar en el aire su enorme hacha de doble filo mientras que el hechicero seguía inmóvil con sólo una especie de sonajero infantil para enfrentarse a él.
Y aun así fue Gaviota el que acabó desviándose de su camino. Un pie sufrió un espasmo, y resbaló sobre unas hojas de fresno mojadas. Gaviota se encontró patinando sobre el costado, tirando de su hacha detrás de él.
«¡Eres un idiota!», se maldijo. ¡Caerse de narices delante de un enemigo!
Gaviota se levantó soltando juramentos y volvió a lanzarse a la carga. Blandía su hacha por encima de la cabeza, temiendo volver a tropezar y herirse a sí mismo. Si conseguía acercarse a ese hechicero, ya no iba a necesitar ningún arma. Le desgarraría la garganta con sus uñas y...
El brazo derecho de Gaviota se movió violentamente como si tuviera voluntad propia, contrayéndose en un repentino espasmo. El leñador perdió el equilibrio, cayó de bruces y volvió a probar el sabor de las hojas.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Gaviota dejó caer el hacha —sin aullar ni maldecir, sino con una fría y meditada calma—, e intentó rodar sobre sí mismo para avanzar sobre el suelo sin levantarse. De esa manera no se caería. Si conseguía golpear los pies de su enemigo y derribarle...
Su muslo sufrió otro espasmo, y el dolor fue tan intenso como si los músculos se estuvieran partiendo. Una brusca contracción de la rodilla puso fin a su torpe rodar sobre el suelo.
Gaviota pensó que aquello no era culpa suya. Aquella especie de sonajero le había dejado totalmente impotente, por ridículo que pareciese. ¿Podría arrastrarse, agarrar al hechicero por un tobillo y...?
—Cálmate —dijo el hechicero, rozándole la frente con una mano mientras Gaviota yacía en el suelo, jadeante y tembloroso—. Vengo en son de paz, para hablar.
La ira que había estado hirviendo dentro de Gaviota se esfumó tan rápidamente como el agua que se escapa por un desagüe. Quizá matar a aquel hechicero no fuese una buena idea. Quizá fuese preferible hablar. Quizá podía ayudarles...
A menos que lanzara otro hechizo, le advirtió una parte oscura de su mente.
Gaviota descartó esa idea. Conocía muy bien su mente. Lo único que le ocurría era que estaba cansado después de dos días enteros de pelear, correr, vivir y morir.
—Muy bien —resopló—. Hablemos.
* * *
Gaviota esperó hasta que sus músculos volvieron a responderle y se levantó. El hechicero deslizó el «sonajero» debajo de su cinturón. El extraño objeto estaba hecho de plata minuciosamente pulimentada y trabajada en un sinfín de nudos y volutas. El leñador lo señaló con un dedo.
—¿Qué es esa cosa?
El hechicero rozó la protuberancia redonda con la mano.
—Oh, no es nada importante... Desvía los ataques, nada más. No quiero que nadie sufra ningún daño.
«No, ¿eh?», pensó Gaviota. El hechicero estaba negándolo todo, igual que había hecho el trasgo.
Tenía la voz de un hombre joven, y a pesar del frondoso bigote Gaviota pensó que el hechicero probablemente todavía no tenía veinte años. Sus manos eran tan suaves y delicadas como las de un bebé, de eso no cabía duda. Su cabellera amarilla, peinada hacia atrás y recubierta por una capa de cal aguada que actuaba como fijador, estaba tan revuelta como la de un muchacho.