Otro de los comentarios de Oso Pardo volvió a la mente de Gaviota: «Consulta todos tus negocios con la almohada. Siempre hay tiempo de sobras para equivocarse.»
—He de pensármelo —dijo Gaviota, dirigiendo sus palabras más a su padre muerto que a sí mismo—. Te daré mi contestación por la mañana.
—Prudente. —El hechicero asintió—. Muy prudente, sí. Serás un excelente jefe de caravana. Eres más listo que el pobre Gorman, que ahora está difunto... Ven por la mañana, si es que quieres venir. Nos iremos poco después de que haya amanecido.
El hechicero se levantó y se dispuso a irse, y las franjas de colores relucieron con destellos iridiscentes bajo la luz de la hoguera.
—¡Espera un momento! —exclamó Gaviota—. Si vengo, he de traer conmigo a mi hermana. Tengo que cuidar de ella.
El hechicero sonrió.
—Entiendes tanto a los animales como a las personas, ¿eh? De acuerdo, tu hermana puede venir... Probablemente comerá poco. Te deseo que pases una buena noche, y espero verte por la mañana.
El hechicero se desvaneció en la oscuridad, sus franjas de colores ondulando como llamas antes de esfumarse.
Gaviota permaneció sentado encima de la roca durante un buen rato, aprovechando su primera auténtica oportunidad de pensar en el futuro con los crujidos y chisporroteos de la hoguera como única compañía. Mangas Verdes se había enroscado como un gato para dormir.
¿Debían ir con el hechicero o no? ¿Podían quedarse allí?
No, por muchas razones. No tenían grano ni reservas de ninguna clase, y el Bosque de los Susurros no era un lugar en el que abundara la caza. Si continuaban acampando allí, no tardarían en agotar las presas igual que la plaga de ratas de la aldea acabaría consumiendo todos los alimentos, para desplazarse luego hacia el bosque como un rapaz ejército negro..., y si la plaga y el hambre no acababan con ellos, entonces lo haría el frío del invierno.
A Gaviota ya casi le daba igual lo que pudiera ser de él, pero tenía que cuidar de Mangas Verdes.
Y había otra ventaja. Si se mantenía cerca de aquel hechicero, tal vez acabara encontrándose con la mujer de la cabellera reluciente que había luchado con él. Entonces, aunque de momento no fuera capaz de imaginarse cómo iba a hacerlo, Gaviota vengaría la destrucción de Risco Blanco.
Aun así, había una duda que volvía una y otra vez a su mente: ¿y si Gavilán regresaba? Pero en lo más profundo de su corazón Gaviota sabía que el muchacho estaba perdido, probablemente para siempre.
Después de haber tomado la decisión de irse, Gaviota se sintió como un árbol arrancado de raíz. Estaba vivo pero agonizaba lentamente, endureciéndose y pudriéndose al mismo tiempo.
Y eso era otra cosa que se había olvidado de preguntar.
¿Adónde irían?
* * *
Cuando llegó el amanecer, dos humanos, dos mulas y dos centauros salieron del Bosque de los Susurros y se dirigieron hacia un círculo de carros inmóvil en lo alto de un risco sobre las ruinas de una aldea.
Gaviota había uncido sus mulas al trineo que usaba para transportar la madera y lo había cargado con su equipo y sus herramientas: dos sierras, dos hachas, un martillo, leznas, limas y piedras de amolar, una gran mochila, una jarra de barro rojizo, su arco y sus flechas, y una capa para cuando hiciese mal tiempo. Llevaba puesta su túnica y su faldellín de cuero y calzaba sus zuecos de madera de nogal, y eso era cuanto poseía en el mundo.
A su lado caminaba Mangas Verdes, que poseía una túnica harapienta y un chal y nada más, ni siquiera zapatos, pues siempre había perdido todos los pares que se le daban. Una sucia manecita sostenía un puñado de helechos. Una hoja de fresno había quedado atrapada en su revuelta cabellera castaña, y su hermano se la quitó. Su madre siempre se había ocupado de los cabellos de Mangas Verdes, pero ya ni siquiera tenían un peine.
Los centauros llevaban puesta toda su armadura, pero no lucían las pinturas de guerra, y sostenían sus lanzas apuntando hacia el cielo de tal manera que las plumas temblaban bajo la brisa matinal.
Nadie habló, a pesar de que habían estado discutiendo hasta muy entrada la noche.
Helki y Holleb habían estado de acuerdo en que, aunque existía un número incontable de historias sobre hechiceros malvados e implacables, también había historias en las que trababan amistad con héroes y ayudaban a evitar la catástrofe. En consecuencia, el hechicero de las franjas de colores —Gaviota seguía sin saber cómo se llamaba—, muy bien podía ser un estudiante totalmente inofensivo. Trabajar para él podía resultar beneficioso.
Pero los centauros no pudieron prolongar demasiado la discusión, porque estaban demasiado nerviosos e impacientes. Los dos avanzaban, moviendo las ocho patas al unísono, con la cabezas altas pero tan temblorosos y excitados como un par de potros ante sus primeras nieves.
El séquito del hechicero les vio llegar. Gaviota, a su vez, lo estudió mientras avanzaba con paso cojeante a través de los promontorios cubiertos de musgo. Los carros eran prácticamente nuevos y estaban pintados de vivos colores, y las lonas estaban un poco amarillas pero enteras y en buen estado de conservación. El campamento se veía limpio y ordenado, libre de basura y restos de comida, e incluso contaba con una pantalla de lona colocada alrededor de una letrina cavada en un lugar cuidadosamente escogido para que el viento no pudiera traer su olor hasta los carros. El hechicero no toleraba el descuido o la pereza.
Sólo los caballos y mulas atados a una larga cuerda parecían un poco desatendidos. Gaviota frunció el ceño ante los pelajes llenos de ronchas y mataduras, las colas enredadas, las pezuñas demasiado crecidas y los ojos opacos. De repente se alegró de que el jefe de la caravana hubiera muerto: se lo merecía.
Siete hombres y más mujeres estaban desayunando dentro del círculo. Una cocinera muy gorda sudaba inclinada encima de una parrilla. Después de dos días tomando sólo alimentos del bosque, el aroma de las tortitas y la miel hizo que el estómago de Gaviota soltara un graznido quejumbroso.
Un hombre muy alto y de piel oscura vestido de cuero negro llamó a la entrada de un carro, y el hechicero de las franjas de colores salió al instante con una sonrisa en los labios. Saltó por encima del varal de un carro y alzó las dos manos.
—¡Amigos míos! ¡Cómo me alegra veros esta espléndida mañana! ¡Venid, venid! ¡Uníos a nosotros! ¿Habéis comido?
Gaviota detuvo a sus mulas con un chasquido de la lengua e impidió que Mangas Verdes persiguiera a una mariposa. Los centauros golpearon el suelo con sus pezuñas, como dos humanos haciendo entrechocar los talones en un saludo marcial.
—Antes de compartir el pan hay que hablar de negocios —dijo el leñador—. He pensado en tu oferta, y trabajaremos para ti. Puedo ver que tus animales necesitan cuidados, y Mangas Verdes no nos causará ningún problema. Pero he de pedirte una cosa.
El hechicero, que ya se había salido con la suya, sonrió como un rey.
—Haré cuanto esté en mi mano, buen señor —dijo—. ¿Qué puedo concederos?
Gaviota señaló a los centauros con una mano.
—Estos son Helki y Holleb —explicó—. Fueron traídos aquí por la hechicera de la túnica marrón, y han quedado atrapados en este lugar. Si pudieras...
—¿Enviarles a casa, tal como hice con el gigante? —Una sonrisa. Visto a la luz del día, el hechicero parecía más joven que nunca, e incluso recordaba un poco al desaparecido Gavilán—. Me encantaría. Ya he enviado de vuelta a algunas criaturas esta mañana. Mis guardias sorprendieron a unos trasgos saqueando nuestra despensa. Devolverlos a los horribles eriales en los que viven será un castigo más que suficiente. También envié a casa a esa bestia mecánica lisiada. Espero que su propietario, sea quien sea, pueda repararla.
«Eso resulta un poco curioso», pensó Gaviota distraídamente. ¿Cómo había podido saber el hechicero de dónde procedía la bestia mecánica? ¿Tenía un cerebro? ¿Había hablado?
—Y ahora, ¿puedo preguntar...?
Los centauros-soldados describieron sus verdes estepas al norte del Mar Endulzado. El hechicero hizo muchas preguntas y recitó una lista con decenas de nombres de lugares lejanos hasta que mencionó la Montaña del Dedo Roto. Los centauros casi bailotearon de puro nerviosismo.
—¡Sí, conocemos ese monte! ¡Se encuentra cerca de nuestro hogar! ¿Has estado allí?
La respuesta del hechicero consistió en una sonrisa. Después puso las manos sobre los petos de los centauros sin más preámbulos (o pago, como notó Gaviota). Los centauros se encogieron un poco al sentir aquel contacto extraño, pero el hechicero los calmó con unas cuantas palabras y murmuró un hechizo.
Pero Helki piafó y retrocedió, pareciendo levemente inquieta.
—Nos vamos —dijo yendo hacia Gaviota—, pero te agradecemos tu hospitalidad. Nosotros siempre te recordaremos como amigo.
—Yo también —dijo Gaviota, con un nudo en la garganta. Volver a despedirse después de haber perdido tantas cosas le resultaba muy doloroso—. Lamento haber dudado de vuestro... honor.
Mangas Verdes acarició el lustroso flanco rojizo de la centauro y le ofreció sus helechos. Helki los cogió, visiblemente conmovida.
—Es bueno que os vayáis a casa —dijo Gaviota—. Es importante tener... un hogar...
Helki saludó con su lanza, las lágrimas surgiendo de debajo de su yelmo, y trotó hacia el hechicero, que sonrió como un abuelo complacido. Una nueva imposición de manos, un susurro y un centelleo como el de las últimas estrellas que se desvanecen con el alba, y los centauros desaparecieron.
El hechicero puso cara de satisfacción y se sacudió las manos como si se quitara unas motas de polvo. Después dio una palmadita sobre la despeinada cabeza de Mangas Verdes y estrechó la mano de Gaviota.
—Me alegra mucho que te hayas unido a nosotros —dijo—. Te necesitamos. Y doy la bienvenida a tu hermana y a su amable dulzura... Vamos, romped vuestro ayuno. Después podrás conocer a las bestias. Como tú mismo has dicho, necesitan atenciones.
—Pero ¿cómo te llamas? —preguntó Gaviota—. ¿Cómo debo dirigirme a ti?
Un encogimiento de hombros.
—No somos muy amantes de las formalidades. Soy más joven que la mayoría de vosotros, así que sería ridículo llamarme «amo» o «señor». Llámame Liante.
—¿Liante?
Una leve sonrisa.
—Sí. Un nombre más adecuado para uno de esos perritos que siempre están creando problemas a sus dueños, ¿eh? Mi padre era un gran bromista, y a veces su hijo también lo es.
* * *
Y así fue como, dos horas después, Gaviota estaba unciendo caballos y mulas a los carros que le señalaba el mozo que ayudaba a la cocinera. Ajustó los arreos y puso bien las cinchas, y acabó declarando que los animales estaban preparados. Sus mulas fueron colocadas delante de otra recua de mulas en el carro de los suministros. Gaviota se instaló en el pescante con Mangas Verdes junto a él. La cocinera y su ayudante volvieron a dormir dentro del carro, acostados entre cajas, sacos y barriles.
Gaviota puso en marcha a sus animales con un chasquido de la lengua. Los otros carros empezaron a moverse detrás de él. Liante se había mostrado bastante vago acerca de su destino, y se había limitado a ordenar que entraran en el Bosque de los Susurros por el primer hueco que fuese lo bastante grande para poder permitir el paso de los carros.
El carro avanzó a lo largo del risco, envuelto en un estrépito de crujidos y chirridos, y Gaviota no miró hacia abajo. En el valle ya sólo habría huesos.
Y nunca volvería a verlo.
Mientras tiraba de las riendas, Gaviota pensó que al menos podía tener la seguridad de que su nuevo trabajo haría que estuviera demasiado ocupado para pensar y deprimirse. De repente tenía un millar de tareas nuevas y se encontraba rodeado de desconocidos, avanzando a través de un bosque misterioso por un camino que no había visto nunca.
«Lo cual es estupendo», se dijo malhumoradamente. Estaría demasiado ocupado para ponerse triste.
La fila de carros chirriaba y se bamboleaba, e iba abriéndose paso por las profundidades del Bosque de los Susurros. El camino no era demasiado difícil. Los árboles de aquel bosque eran tan viejos que apenas crecían, por lo que formaban un dosel sólido que protegía a las hojas, mohos y musgos del suelo, privando de la luz del sol a la espesura. Sólo el laurel de las montañas o los rododendros, más altos que Gaviota y de tallos muy resistentes, podrían haber supuesto un obstáculo para su avance, y los carros evitaban aquellos macizos que los hubiesen retrasado. El muérdago colgaba de los grandes troncos formando gruesos telones, pero era lo bastante verde y flexible para poder ser cortado. De hecho, los únicos obstáculos existentes eran los que presentaba el mismo terreno, con sus arroyos de cauces rocosos y sus cañadas, agujeros y pequeños riscos.
El mayor de todos los obstáculos, aquel incesante susurrar, iba afectando poco a poco a los humanos. Gaviota y Mangas Verdes ya se hallaban acostumbrados a él, pero estaba poniendo bastante nerviosos a los demás.
El viejo Diente de Lobo había dicho que aquel susurro continuo era como el mar. (¿Y qué tal le estaría yendo al viejo Diente de Lobo, y a Foca y los demás?), o como un coro que siseara, intercambiando secretos y comentarios, como un grupo de viejas reunidas en la fuente o como gansos volando sobre tu cabeza. Los susurros burbujeaban por todas partes, primero aquí y luego allá, como si hubiera fantasmas parloteando a tu espalda. Pero volverse y entrecerrar los ojos no revelaba nada salvo más sonidos ahogados.
Aquel inexplicable murmurar había mantenido alejados de allí a todos los habitantes de Risco Blanco, y ésa era la razón por la que Oso Pardo se había convertido en el leñador de la aldea. Oso Pardo no le tenía miedo a nada y se había llevado consigo a su flaco y aterrorizado hijo, tirando de él hasta que aquel muchacho también fue alto y fuerte. Y así, de una existencia entera de cortar árboles que podían aplastarle, o hacerle cosas todavía peores, había acabado surgiendo el no temer a casi nada.
Pero el séquito de Liante lanzaba miradas llenas de miedo a los enormes troncos que se alzaban sobre ellos y al dosel de verdor que se cernía sobre sus cabezas, iluminado únicamente por astillas de luz solar, por lo que en el bosque siempre parecía ser la hora del crepúsculo. Incluso el explorador, un robusto hombretón que vestía un chaquetón de piel, procuraba mantenerse lo más cerca posible del carro de los suministros.