«¿Y quién puede estar seguro de que ninguna monstruosidad surgirá repentinamente de estas profundidades crepusculares?», pensó Gaviota. Una mañana de viaje había hecho que se adentrase más que nunca en el bosque. Nunca había visto nada más grande que un oso, pero había visto algunas huellas bastante extrañas.
Hizo girar a la recua con un áspero «¡Haw!» y dirigió a los animales hacia una pendiente que llevaba hasta el explorador, que permanecía inmóvil encima de un pequeño promontorio. Las herraduras de las mulas atravesaban las hojas para hundirse en la blandura del suelo. Las ruedas del carro se inclinaban hacia los lados, y durante un momento Gaviota pensó que podían volcar. Pero la recua encontró puntos de apoyo y el carro se enderezó, y siguieron adelante. El explorador reanudó su avance, buscando la ruta más llana que llevara hacia el noroeste. Gaviota volvió la cabeza. Los otros conductores estaban siguiendo sus rodadas, e iban subiendo por la pendiente sin tener problemas.
Hasta el momento habían tenido mucha suerte a la hora de encontrar pasos. Quizá llegara un instante en el que tuvieran que empujar los carros o usar palancas para subirlos por una pendiente, o talar árboles; pero eso aún no había ocurrido, y ya resolverían cualquier problema que pudiera haber en cuanto se presentase.
De repente Gaviota tenía una nueva vida que giraba alrededor de unos carros y unas monturas cuya existencia ni siquiera había conocido tres días antes. No cabía duda de que los dioses eran caprichosos, y que tenían mucha imaginación en lo referente a cambiar la existencia de los hombres.
¿Qué otras sorpresas le reservaba el futuro?
* * *
Los carros —sus carros— estaban bien construidos: eran sólidos pero rápidos y fáciles de manejar, con las ruedas lo bastante grandes para poder salvar sin dificultad los obstáculos de las rocas y los baches, pero aun así tan delgadas como un brazo. La caja de madera era alargada, con los lados y los extremos bajando en unas suaves curvas hacia el centro de tal manera que los cargamentos quedaran bajos y situados en la parte central. No volcarían con facilidad. Había un total de cinco carros, cuatro cubiertos con lonas y uno que consistía en una caja sólida. Gaviota conducía el carro de los suministros, que crujía y tintineaba con el continuo estrépito de las ollas, marmitas y cacharros de hierro, las cajas de manzanas y jarras de aceite, y los sacos de harina y sal. Mangas Verdes, la gorda cocinera y su flaco ayudante viajaban con él.
Después venía el carro de las mujeres, en el que viajaban seis de las mujeres más hermosas que Gaviota había visto jamás, bailarinas vestidas con holgadas y ondulantes prendas de seda y satén que formaban todo un harén ambulante para Liante. Las bailarinas iban y venían a lo largo de la pequeña caravana de carros como pájaros y viajaban en distintos carros, pero Gaviota enseguida se dio cuenta de que siempre había un par atendiendo a Liante.
En el centro, ocupando el lugar más seguro y protegido de la caravana, estaba el carro sin lona de Liante, con sus filigranas doradas, rostros tallados y escenas pintadas del mundo entero. El hechicero pasaba la mayor parte del día y de la noche dentro de él. Un secretario vestido de gris que siempre tenía los ojos entrecerrados sujetaba las riendas con sus manos manchadas de tinta. No cobraba ningún sueldo por ese trabajo, por lo que Gaviota ya había llegado a la conclusión de que era un hombre importante.
Detrás venía el carro de la astróloga, que contenía —si el rápido vistazo que Gaviota echó a su interior no le había engañado— un eunuco que desempeñaba las funciones de enfermero y herbario; una astróloga tan marchita y llena de arrugas que parecía una manzana reseca; y una mujer de abigarrados ropajes multicolores que llevaba consigo una gran lira, obviamente una cantora.
La caravana terminaba con el carro de los hombres. Había cuatro guardias, y cada uno era un hombretón tan alto y corpulento como Gaviota. Tres de ellos conducían carros, y se pasaban el día entero empuñando las riendas. Se turnaban para explorar el camino que estaban siguiendo, detectar cualquier señal de peligro y cazar si era posible. La razón básica de su existencia era proteger a Liante..., con sus vidas, si llegaba a ser necesario.
Gaviota había contado dieciocho personas, a cada una de las cuales se le pagaba un mínimo de dos coronas de oro al día (aunque Gaviota probablemente era la más pobre, después del ayudante de la cocinera). Se trataba de una suma fabulosa que Liante desembolsaba cada día meramente para vivir cómodamente y con elegancia. El hechicero consideraba que el dinero carecía de importancia, pero podía permitirse el lujo de pensar así: tenía montones de dinero.
Pensando, soñando despierto o con la mente totalmente en blanco, Gaviota siguió empuñando las riendas y bamboleándose de un lado a otro con las oscilaciones del carro. Risco Blanco ya había quedado muy atrás. Aunque no sacara nada más de aquella vida, por lo menos quizá podría irse alejando de una parte de sus penas.
* * *
El mediodía encontró a la caravana unos quince kilómetros dentro del bosque.
La cocinera se levantó de su catre de paja, fue tambaleándose hasta el pescante del carro que saltaba y temblaba y agarró el hombro de Gaviota con sus manos llenas de viejos cortes y quemaduras.
—Encuentra un sitio plano y coloca los carros formando un círculo, Chicarrón —jadeó—. Vamos a comer.
Su ayudante ya había bajado de un salto para recoger ramas caídas con las que encender el fuego para cocinar.
Los animales fueron desviándose para formar un círculo —todas las bestias conocían la rutina—, y los conductores pusieron los frenos mientras todo el mundo saltaba al suelo para empezar a trabajar. Dos bailarinas cogieron cubos de cuero para traer agua de un arroyo. Los guardias hablaron con el explorador que acababa de regresar. Dos de ellos se armaron con ballestas y espadas, y después empezaron a moverse en círculos alrededor del campamento mientras los demás iban aflojando los arneses. El secretario desapareció dentro del carro de Liante, y una bailarina salió de él para hacer sitio a otra. El enfermero ayudó a avivar el fuego, y la cantora se sentó encima de una roca, afinó su lira y empezó a cantar. Sólo la anciana astróloga se tumbó encima de una manta para echar una siesta debajo de los cálidos rayos del sol.
Gaviota también empezó a trabajar. Tenía montones de cosas que hacer.
Los animales —ocho mulas y doce caballos— siguieron con los arreos puestos, pero se les permitió pastar y beber. Gaviota, con un punzón para limpiar pezuñas en la mano, inspeccionó cada pata en busca de grietas o piedras que hubieran quedado incrustadas debajo de las herraduras. Había un total de ochenta pezuñas que examinar, y algunos de aquellos animales que habían estado tan descuidados hasta aquel momento aprovecharon todos los descuidos del leñador para tratar de dejar caer su pata encima de sus pies. Gaviota habló con cada bestia, acariciándola y calmándola mientras lo hacía. Tardaría algún tiempo en ganarse su confianza: incluso Suave y Cabezota mordían si se les presentaba una oportunidad de hacerlo. Al atardecer Gaviota tendría que cepillar flancos y peinar crines enredadas, y también debería llevar a cabo un examen general en busca de rozaduras provocadas por los arneses, picaduras de pulga infectadas, y demás problemas. Si llegaba a ser necesario, montaría una fragua con su pequeño yunque y cambiaría herraduras. Además también tenía que frotar los arneses con aceite, sustituir las secciones gastadas, ocuparse de que los hierros de sujeción estuvieran en buen estado, engrasar ejes, inspeccionar las ruedas en busca de grietas y posibles roturas y asegurarse de que las tiras de cuero estuviesen tensas y no tuvieran desgarrones. Aparte de todo eso, no había que olvidar el conducir un carro y preocuparse de cuatro más durante todo el día.
Estaba claro que la jornada del leñador abarcaría desde antes del amanecer hasta un buen rato después de que hubiera oscurecido, y que también incluiría el vigilar a Mangas Verdes durante todo ese tiempo.
Y hablando de Mangas Verdes, ¿dónde se había metido?
El campamento resonaba con el estrépito de las ollas y asadores, las hachas que cortaban madera, la balada de la cantora, el parloteo de las muchachas y mujeres, y las groseras bromas que estaban intercambiando los dos guardias que no tenían nada que hacer en aquel instante.
Pero no había ni rastro de su hermana.
Gaviota se puso hecho una furia. En realidad, no había forma de que pudiera cuidar de ella: Mangas Verdes se esfumaba tan deprisa y con tanta facilidad como si estuviera hecha de humo. Los dioses y su buena estrella innata tendrían que protegerla. Él estaría demasiado ocupado...
—¡Eh, Chicarrón! —La cocinera, que estaba sudando encima del fuego, le ofreció un plato—. ¡Ven y cómetelo, o se lo daremos a los cerdos!
Gaviota se colgó el látigo de las mulas del centro de la espalda y cogió el plato de latón. La comida consistía en un estofado de salazón de cerdo, una rebanada de pan de maíz recién cocido y unos cuantos encurtidos que no logró identificar, y estaba acompañada por una jarra de cerveza tibia. El leñador quedó bastante impresionado. El largo invierno había pasado pero las cosechas aún no habían podido ser recogidas, por lo que Risco Blanco había andado bastante escasa de comida últimamente. Gaviota no había comido pan de maíz desde hacía tres meses, y no había bebido cerveza desde hacía dos. Además el estofado estaba muy sabroso y bien condimentado, el pan crujía y era de un hermoso color dorado, los encurtidos estaban buenísimos y la cerveza era realmente magnífica. Gaviota se lo dijo a la cocinera, y la mujer sonrió.
—Me alegra que te guste. Cocinar es un trabajo espantosamente duro. ¿Dónde está tu hermana? Tengo su plato preparado.
Gaviota meneó la cabeza con la boca llena.
—Normalmente no come —dijo—. Encuentra el sustento en el bosque o vive del aire, igual que un hada.
La cocinera se limpió el rostro con un gordo brazo y llenó otro plato.
—Por eso está tan delgada. Bueno, yo lo arreglaré. ¡Eh, Chico Malo, ven a por tu comida!
Gaviota, que estaba muy concentrado en la tarea de comer, se tambaleó cuando alguien le golpeó en el hombro. Su plato cayó al suelo.
El hombre de aspecto sombrío que iba vestido de cuero rió detrás de él, Una silueta negra desde los pies hasta la cabeza: su atuendo consistía en una chaquetilla cerrada mediante cordones, ceñidos pantalones de montar, botas de media caña y protectores para los brazos, y llevaba el cabello muy corto. No era mucho más viejo que Gaviota, pero ya había sido bastante maltratado por la vida. Una larga cicatriz iba desde su sien izquierda hasta su mandíbula. La carne que rodeaba la cicatriz estaba llena de arrugas y bultos, como si le hubieran raspado el rostro, y le faltaba una oreja. Unos surcos blanquecinos tiraban de sus párpados y hacían que siempre tuviera un ojo muy abierto, lo que le proporcionaba una expresión sardónica.
El guardia contempló con expresión burlona los morados de Gaviota, como si el leñador ya hubiera sido vencido en una pelea.
—¿Qué pasa? ¿Tienes las manos resbaladizas por el sudor de caballo? ¡Hazte a un lado! No estoy dispuesto a aguantar el olor a mierda de caballo mientras como.
Gaviota asintió y giró sobre sus talones para marcharse.
—Sí, señor.
El brazo del matón se alargó hacia su plato. Gaviota volvió a girar bruscamente e incrustó su codo debajo de las costillas del hombre, hundiéndolo en sus tripas.
El hombre vestido de negro jadeó y se dobló sobre sí mismo, pero haberse quedado sin aliento no le impidió agarrar un cuchillo de su cinturón y lanzar un salvaje tajo dirigido al brazo de Gaviota.
Pero Gaviota había seguido moviéndose. El leñador retrocedió rápidamente, y un zueco de madera de nogal chocó con un trasero.
La cocinera soltó un chillido cuando el guardia cayó sobre la hoguera, esparciendo cenizas por encima de la comida y haciendo salir despedido un trípode de hierro.
Pero el guardia rodó sobre sí mismo, absorbiendo ágilmente el impacto de la caída, quedó sentado al lado de la hoguera y lanzó el cuchillo.
Un potente chasquido hizo vibrar el aire y el cuchillo voló hacia los árboles como una mariposa resplandeciente. Gaviota había empuñado su látigo y había golpeado el cuchillo en pleno vuelo.
Todo el campamento se había quedado perplejo y boquiabierto, incluso el guardia caído en el suelo. Gaviota, sonriendo, hizo girar el látigo por encima de su cabeza y lanzó un nuevo golpe. La punta invisible siseó como una avispa sobre la cabeza del guardia, que aulló cuando su única oreja quedó rajada por el latigazo.
Gaviota volvió a mover su látigo. La tira de cuero se enroscó tres veces alrededor de su cuello igual que si fuese una serpiente amaestrada, y acabó reposando su punta de víbora encima de su pecho. El leñador desenrolló el látigo de su cuello, despacio y tomándose su tiempo, moviéndose con una calma impasible.
El guardia se llevó la mano a la oreja y descubrió que estaba cubierta de sangre.
—¡La próxima vez te mataré! —gritó.
—La próxima vez que lo intentes te reventaré un ojo —replicó Gaviota.
El leñador alargó la mano hacia el plato del guardia y la cocinera se lo entregó.
—Bien hecho —dijo la cocinera—. Un hombre que tira la comida puede pasar sin comer. ¡Eh, Tontito, ven a por ella!
Casi todo el mundo había venido corriendo para ver cómo el matón del campamento ponía a prueba al recién llegado. El matón se levantó del suelo y fue hacia el bosque. Gaviota empezó a comer y otro guardia, un hombretón de piel bronceada y rostro lleno de arrugas, le saludó levantando el pulgar hacia el cielo mientras sonreía con una sonrisa a la que le faltaban unos cuantos dientes.
—Un amigo, un enemigo —murmuró Gaviota con voz pensativa—. No está mal para una mañana de trabajo.
* * *
Mangas Verdes regresó mientras Gaviota estaba poniendo los arreos a la última recua de animales. Había traído consigo un objeto alargado de color negro grisáceo. Gaviota se volvió hacia ella, y el objeto gruñó.
Era un tejón.
El animal pesaba bastante, por lo que su hermana lo llevaba pegado al pecho pese a sus colmillos recubiertos de espuma. El tejón se dejaba transportar y acariciar, aunque estaba claro que era una criatura salvaje del bosque. Le faltaba un trocito de oreja, probablemente arrancado por un gato montes.