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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (15 page)

—Me recuerda mucho a ese guardia, así que quizá deberías llamarle Chico Malo —bromeó Gaviota, retrocediendo un par de pasos—. Pero déjalo aquí, Verde. Nunca querrá ir dentro de un carro.

Mangas Verdes acarició la cabeza de pelaje rayado sin dejar de murmurar cariñosamente ni un solo instante, y jugó con los tiesos bigotes y le hizo cosquillas en el hocico. Al animal le gustaba ser rascado. La joven acabó dejándolo en el suelo, y el tejón se deslizó velozmente hacia la espesura con el estómago pegado al suelo y desapareció. Después Mangas Verdes bostezó, abriendo la boca tan aparatosamente como si fuera una niña.

Gaviota soltó una risita, la agarró por la cintura y la alzó en vilo hasta depositarla encima del pescante del carro.

—¡Ah, ya tenemos aquí a la pequeña! —la saludó cariñosamente la cocinera—. Anda, querida, ven aquí y échate una siestecita con Felda.

Mangas Verdes, toda pies y rodillas sucias, se metió en la parte de atrás del carro y se hizo un ovillo como si fuese un perro.

Gaviota avanzó con paso cojeante a lo largo de la hilera de carros, haciendo una última inspección. Un escupitajo voló por los aires y se estrelló contra el suelo cuando pasaba por delante del carro de las mujeres. El guardia vestido de cuero estaba encorvado en el pescante. El tajo que le había infligido el látigo de Gaviota ya no sangraba, pero la oreja se le había hinchado hasta el doble de su tamaño normal.

—No vivirás para ver la luz del nuevo día, removedor de estiércol —se burló el guardia.

Gaviota sonrió y se llevó una mano a la cabeza.

—¿Cómo dices? —replicó—. No puedo oírte. Creo que tengo algún problema con mi oreja.

Las venas se hincharon en el cuello del guardia. El guardia del rostro lleno de arrugas, que estaba sentado dos carros más atrás, dejó escapar una risotada silenciosa.

Gaviota terminó su inspección y se volvió hacia el secretario que conducía el carro de Liante.

—Listos para seguir.

El secretario metió la cabeza dentro del carro, murmuró algo y asintió.

—Adelante.

La pequeña caravana se puso en movimiento entre chirridos de frenos, crujir de riendas y chasquear de lenguas de los conductores, y fue bajando por el sendero que había elegido el hombre vestido con pieles de oveja al que la cocinera llamaba Tontito. Los carros siguieron su ruidoso avance y continuaron adentrándose en las profundidades del Bosque de los Susurros.

Gaviota se preguntó hasta dónde se extendía el bosque, dónde terminaba y qué había más allá de él. Después le gritó a Cabezota —aquella condenada hija de un cerdo ciego y calvo que tenía el cerebro del tamaño de un guisante y las orejas peladas— que intentara rodear la roca que tenían delante por el lado que el leñador le estaba indicando con el látigo.

* * *

Quien no tuviera que conducir podía caminar. La cantora siempre lo hacía, sosteniendo su lira y silbando las llamadas de distintas aves. Las bailarinas iban de un carro a otro, desapareciendo dentro del de Liante cuando el hechicero las llamaba.

Pero Gaviota se sorprendió cuando una bailarina vestida de blanco se agarró al extremo del pescante.

—¡Échame una mano!

Gaviota la izó a bordo con delicada cautela, y después volvió a concentrarse en la conducción del carro. Se encontraban en un tramo del camino donde resultaba muy fácil rozar un árbol y romper una rueda, pero aun así corrió el riesgo de echar una mirada a la chica. Sus ojos intentaron atravesar la capa de maquillaje, y Gaviota supuso que todavía era una muchacha, no mucho mayor que Mangas Verdes. La bailarina guardó silencio durante un rato antes de hablar.

—Lo que hiciste con la oreja de Kem fue toda una demostración de habilidad —dijo por fin.

El recuerdo hizo que Gaviota soltara una risita.

—Oh, eso no fue nada. Espanto moscas de las orejas de mi mula sin hacerles ni un rasguño. Kem me estaba poniendo a prueba, y ahora ya nos hemos tomado la medida el uno al otro.

—Bueno, pues ya puedes ignorar todas sus amenazas. Sólo se mete con la gente que se asusta de él. Convirtió la vida de nuestro último jefe de caravana en un auténtico infierno.

«Ahora ya sé por qué se escondió entre los caballos y quedó destrozado por esa bola de fuego», pensó Gaviota, y chasqueó la lengua para hacer que su recua rodease un pequeño macizo de abedules.

—¿Hablas por experiencia personal? —preguntó después.

—Sí —dijo la joven con ingenua franqueza—. Me acosté con él una vez, pero me pegó. No he vuelto a hacerlo.

«Ah, así que me está agradecida porque le he dado una buena lección a Kem», pensó Gaviota.

—¿Y qué tuvo que decir Liante al respecto?

—¿Respecto a que me pegara, quieres decir?

—No, a que te acostaras con él.

—Oh. Se nos permite acostarnos con los hombres siempre que paguen a cambio del placer que les damos. Después de todo, somos empleadas de Liante.

—¿Y qué servicios le prestas?

Gaviota se limitaba a darle conversación, y no esperaba obtener una respuesta.

Pero la joven sonrió y respondió.

—No tantos como podrías pensar. Liante siempre está demasiado preocupado por su salud y las estrellas, y eso le impide pasarlo realmente bien en la cama.

—¿Eh? ¿Su salud y las estrellas?

—Así es. —La joven se desperezó igual que un gato y bostezó—. Está convencido de que... No le digas que te lo he contado, ¿de acuerdo?

—¿Cómo?

Gaviota le lanzó una rápida mirada de soslayo. La joven tenía los cabellos de un castaño oscuro y los llevaba bastante cortos a los lados para que le enmarcaran las mejillas, con el resto de la cabellera recogido en una trenza sujetada mediante cintas blancas que le caía sobre la espalda. Todas sus prendas eran blancas con pequeñas franjas de adorno azules y amarillas: llevaba una delgada blusa, un chaleco con flores bordadas, pantalones anchos y unas zapatillas cerradas mediante más cintas. Gaviota volvió a concentrar la atención en sus mulas.

—No lo haré —dijo—. Puedes confiar en mí.

—Hmmmm... —La joven titubeó durante unos momentos antes de tomar una decisión y empezar a hablar—. Liante está convencido de que hacer magia consume sus «jugos vitales». Siempre está hablando de «equilibrar las sales» y «mantener la electricidad», sea lo que sea eso. Ésa es la razón por la que siempre viaja acompañado de Haley, el eunuco, que es su enfermero. Unas horribles pociones verdes seis veces al día, derramadas por un extremo del cuerpo o introducidas en forma de chorrito por el otro... Es ridículo. Y se preocupa mucho por la influencia de las estrellas, así que también se hace acompañar por esa bruja llamada Kakulina, que es su astróloga personal. Lo único que hace es dibujar cartas estelares y farfullar tonterías que no tienen ningún sentido. Ojalá tuviera su trabajo... No tiene que seguirle la corriente a alguien que siempre está hablando de sus entrañas y de la piedra de su nacimiento.

Gaviota sonrió, muy divertido por las extrañas ideas de su jefe.

—Podrías haber solicitado el puesto de mulero.

—Debería haberlo hecho. No podría hacer de cocinera, eso es seguro. Nunca aprendí a cocinar.

—¿No sabes cocinar? —preguntó Gaviota, tan sorprendido que faltó poco para que se atragantase—. ¡En mi aldea todas las niñas aprenden a cocinar!

La joven extendió un pie calzado con una delicada zapatilla a lo largo del pescante y dejó que se balanceara siguiendo el ritmo de las sacudidas del carro. Los rayos del sol caían sobre su rostro empolvado, cubriéndolo con manchitas de luz y sombra y haciendo que tuviera un aspecto artificial y enfermizo.

—Mis padres me vendieron a un burdel cuando era pequeña —dijo—. Once bocas eran demasiadas bocas que alimentar, y yo era demasiado bonita para seguir con ellos. Aprendí a atender las mesas, servir té y cerveza, preparar vino caliente con especias, bailar y cantar, esquivar una botella lanzada contra mi cabeza, reconocer las enfermedades, esconder mi dinero para que las otras chicas no me lo robaran y suplicar a un hombre que no me marcara con su cuchillo. Más tarde, cuando fui lo bastante mayor, aprendí cómo excitar a un hombre, cómo convertir en realidad sus fantasías...

—No hace falta que me cuentes el resto.

La joven tenía los ojos clavados en el camino.

—Bien, el caso es que nunca me enseñaron a cocinar.

—No parece una vida demasiado agradable.

Los delgados hombros de la joven subieron y bajaron en un leve encogimiento.

—No es el peor trabajo del mundo —dijo—. No tengo que sacarles la tripas a los peces, arar, pasarme todo el día inclinada encima de una cuba de curtidor o cuidar de unos cerdos cubiertos de barro y mugre. No tengo que complacer a seis o siete hombres en una sola noche, sino únicamente a uno, y Liante no exige mucho de mí. Ah, y además he estado ahorrando... Algún día tendré mi propio negocio.

—Oh, ¿sí? —murmuró Gaviota, entre divertido y perplejo. En algunos aspectos aquella mujer tan práctica y segura de sí misma le recordaba a la pobre Primavera, pero su elegante altivez la hacía distinta a cualquier mujer que hubiese conocido hasta aquel momento—. ¿Qué clase de negocio?

—Una tienda para caballeros y damas. ¡Una sombrerería, con todos los complementos necesarios! Sólo venderé los mejores sombreros y guantes, y abriré mi tienda en alguna gran ciudad.

El leñador asintió.

—La gente siempre necesitará ropa, así que no te morirás de hambre. Me alegra ver un poco de ambición. Yo sólo he aprendido a cortar árboles y a dar forma a la madera..., y a guiar mulas dándoles golpes en la cabeza. Me habría bastado con eso, pero se me acabó la suerte de repente hace tres días.

—Bueno, pues entonces no sigas pensando en lo que ocurrió. Alégrate de haber tenido un hogar. A algunos se nos ha negado incluso eso.

Los dos guardaron silencio durante un rato.

—¿Cómo conseguiste este trabajo? —acabó preguntando Gaviota.

—Liante compró mi contrato hace un año. Eso también fue muy raro. Sí, se portó de una manera muy extraña...

—¿Qué quieres decir?

Aquella mujer era una sorpresa detrás de otra.

La bailarina frunció el ceño mientras recordaba.

—Hizo que todas las chicas fuéramos al salón, y después hizo que cada una se colgara del cuello un medallón de plata que sacó de una caja. Nos lo fuimos poniendo una detrás de otra, y nunca llegamos a saber por qué quería que nos lo pusiéramos. Después dijo que quería comprarme, regateó un rato y mi señora me dejó marchar.

Gaviota pensó que realmente aquello era muy extraño y no tenía ningún sentido, y se limitó a encogerse de hombros.

—¿Cómo te llamas?

—Lirio. Liante quiere que siempre vaya vestida de blanco. Las otras chicas son Rosa, que es un encanto pero un poco boba; Orquídea, que se cree una reina; Flor de Melocotón, que no está mal del todo; Junco, que debería estar matando cerdos en vez de aquí; y Campánula, y ésa es tan perra que podría criar a toda una camada de cachorros.

—Gracias por la advertencia —replicó Gaviota.

Pero empezó a pensar en lo que le había dicho Lirio. Las bailarinas llevaban nombres de flores, como solía ocurrir también con las mujeres de su aldea. Ninguna de ellas se habría llamado Lirio, una flor muy delicada que crecía en los jardines y a la que era preciso cuidar continuamente. La primavera, en cambio, era una flor silvestre vigorosa y tenaz que crecía en los montones de estiércol.

Un instante después, los recuerdos del hogar y de todo lo que había perdido invadieron la mente de Gaviota, y no le permitieron decir ni una palabra más.

* * *

A media tarde el explorador alzó una mano para indicar a la caravana que se detuviera, y después les hizo señas desde un pequeño promontorio que se alzaba por delante de ellos pidiendo que Gaviota fuese a reunirse con él. El leñador, sintiendo curiosidad, pasó las riendas a Lirio y subió cojeando por la pequeña colina.

El hombre del rostro lleno de arrugas y la piel bronceada estaba haciendo su turno de vigilancia.

—¿Qué opinas de eso? —preguntó de repente, apoyando su ballesta en un robusto brazo y señalando con la mano libre.

Gaviota puso una rodilla en el suelo y examinó el sendero, evitando pisar el rastro. Un poco de agua que brotaba del sendero y quedaba atrapada en una pequeña cuneta hacía que la tierra estuviera fangosa, y había dos roderas de carro abiertas en ella. Dentro de cada rodera se veían unos pequeños hoyos bastante profundos, espaciados regularmente a un palmo de distancia el uno del otro.

—Remaches en una llanta de hierro —dijo Gaviota—. No se parecen en nada a nuestras ruedas. Son lisas... Tenemos a alguien delante de nosotros. ¿Tal vez... cuatro carros? —Rozó los bordes de las huellas con las puntas de los dedos. Eran tan rectos y precisos como si los hubieran hecho con un cuchillo, pero ya se habían secado y se desmoronaron bajo su mano—. Yo diría que nos llevan dos días de ventaja.

Gaviota se irguió y fue por una abertura de la arboleda.

—Venían de más al norte, y entonces cambiaron de parecer y siguieron por esta dirección —siguió diciendo—. Por eso no los hemos visto antes. ¿Van al mismo sitio que nosotros?

—Es una pregunta a la que no puedo responderte, hombretón —dijo el guardia, y se rió—. No sé adónde vamos. Me llamo Morven, por cierto... Estuve treinta años en el agua hasta que llegó un momento en el que me bastaba con ver algo azul para vomitar, así que levé anclas. Después me fui tierra adentro y acabé entrando al servicio de ese hechicero tan delicado que siempre anda rodeado de perros de presa. ¿Cómo te llamas?

—Gaviota.

El leñador estrechó la huesuda mano del guardia. Morven tenía una gran cantidad de canas en su barba y su rizada cabellera. Su rostro estaba tan lleno de arrugas como el caparazón de un cangrejo de tanto entrecerrar los ojos para protegerlos del sol y del viento. Vestido con una camisa azul bastante descolorida y unos pantalones blancos y con sus pies nudosos calzados con sandalias, le recordó al viejo Diente de Lobo, el único hombre de Risco Blanco que había viajado.

Otro entrecerrar de ojos.

—¿Gaviota? ¿Un nombre de ave marina, siendo leñador?

—Sí. Una gaviota se posó en el umbral de nuestra casa el día en que nací. Fue la primera y la última gaviota que se ha visto jamás en nuestra aldea.

—Entonces tu destino es ir al mar algún día.

—Quizá. —Gaviota se encogió de hombros—. Nunca he tratado de adivinar las intenciones de los dioses. Siempre hacen lo que quieren con nosotros... Ni siquiera soy capaz de saber cuáles son las intenciones del hombre para el que trabajo, dejando aparte la de mantener satisfechas a sus bestias.

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