El bosque de los susurros (19 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Gaviota quería que dejase de mirarle, y decidió descolgar el látigo de las mulas de la parte de atrás de su cinturón. Era pesado, largo y aceitado, dos metros y medio de látigo que siempre parecían estar vivos en su mano, como una serpiente.

—Bueno, si no podemos cazar porque hay alguien hablando, entonces podemos practicar con esto.

Gaviota guardó la flecha dentro de su aljaba y empuñó el látigo.

—Sostenlo dejándolo flojo, y luego arrójalo a lo largo del suelo. No lo muevas junto a ti, sino por detrás. Cuanto más recto, mejor... Para empezar lánzalo hacia adelante, moviéndolo por debajo de la mano. Con mucha delicadeza, como si le cogieras la mano a una chica... Dale a ese arbusto.

Stiggur tomó reverentemente el látigo y lo movió con gran cuidado, adelantándolo hasta dejar que quedara desplegado. Después dio un gran paso hacia adelante y golpeó con todas sus fuerzas.

La serpiente negra se curvó, retorciéndose y golpeándole detrás de la rodilla. El muchacho soltó un chillido.

Gaviota asintió.

—Ésa es una de las grandes ventajas del látigo: si no escuchas, el castigo es automático. Ahora fíjate bien.

Gaviota tomó el látigo de la mano del muchacho, lo hizo ondular por detrás de su espalda con un fluido giro de la muñeca y golpeó por debajo de la mano. El cuero siseó igual que la lengua de un dragón y arrancó una rama de diez centímetros de longitud del tronco de un roble joven.

—¡Caramba! —balbuceó el chico.

Gaviota volvió a ofrecerle el látigo.

—Era un golpe muy fácil. Ahora te toca a ti.

Cuatro nuevos intentos sirvieron para que Stiggur lograra golpearse en el tobillo, el cuello y el trasero. Pero la punta del látigo acabó acertando un arbusto. El muchacho corrió hacia él y le enseñó la ramita rota como si fuese un soberbio cisne blanco. Gaviota se echó a reír.

—Es un buen comienzo —dijo—, pero has de seguir practicando. Si cazamos un ciervo, podemos cortar una tira de su piel y entonces te enseñaré cómo trenzar tu propio látigo.

—¿De veras? ¡Eso sería magnífico!

—He dicho «si»..., ¡suponiendo que algún día llegue a haber el silencio suficiente para poder cazar! —El leñador revolvió la despeinada cabellera del muchacho con una mano, pero enseguida dejó de hacerlo. El chico le recordaba mucho a Gavilán, tanto que sentía un gran dolor cada vez que le miraba—. ¿Dónde está tu familia, Stiggur?

—Nunca he tenido una familia. Felda me encontró delante de la entrada de la valla de un pastizal una mañana. Eso es lo que significa mi nombre: Stiggur quiere decir «puerta».

—Un huérfano sin hogar, ¿eh? Bueno, entonces ya somos dos. —Gaviota empujó cariñosamente al muchacho hacia el campamento—. Bien, vamos... Si el sol no me engaña, mi turno ya casi ha terminado. Ahora he de cavar, y tú has de ir a recoger madera.

El hombre y el muchacho se abrieron paso a través de la espesura y volvieron al campamento.

* * *

Cuatro días de excavación sólo encontraron tierra.

Al principio habían estado viendo arena, barro y arcilla machacada por el impacto de la estrella fugaz, pero después de tanto cavar el agujero había quedado reducido a una masa de arena limpia y compacta, con sólo una manchita de tierra negruzca en el centro. Los hombres siguieron cavando con renovado vigor, encorvando las espaldas encima del agujero.

Liante había venido hasta allí en busca de una gran piedra de hierro y níquel. Sería una especie de pelota llena de bultos y protuberancias, estaría oxidada y habría quedado medio fundida y calcinada, por lo que tendría un aspecto bastante similar al de una gran ceniza metálica. El hechicero les explicó que ésa era la materia de la que estaban hechas las estrellas, algo que todos habían ignorado hasta aquel momento. Morven sugirió que las estrellas debían de estar terriblemente calientes para que el hierro y el níquel acabaran quemándose.

Pero lo que acabaron encontrando no era una roca de hierro redonda.

* * *

Chad fue el primero en dar con ella.

Aquel chik metálico, un ruido que no les resultaba familiar y que no era producido por una roca, hizo que todos se quedaran inmóviles. El guardia se puso de rodillas y alzó la hoja de la pala con las dos manos para seguir cavando con mucho cuidado. Liante les había advertido de que no debían romper la estrella.

Una afilada nariz cuadrada se hizo visible en el agujero y empezó a soltar tierra.

Los hombres se apresuraron a inclinarse sobre ella, y sus cabezas entrechocaron al hacerlo. Gaviota envió a Stiggur en busca de Liante. Dos hombres fueron sacando la arena con las manos, apartándola con gran delicadeza. Siguieron quitando arena hasta dejar tres lados al descubierto, y después dejaron de hacerlo.

La caja era tan grande como un cráneo y tan rosada como la piel quemada por el sol. Estaba tallada, o cincelada, con surcos regulares. Dos caras mostraban cuadrados que recordaban hebillas de cinturón, y los otros dos contenían círculos de un aspecto bastante similar. Unos promontorios parecidos a tiras mantenían cerradas aquella especie de hebillas. Pero todo era de una sola pieza, y hacía pensar en una gran roca rosada de apariencia porosa.

—Coral —dijo Morven—. Se parece al coral.

—¿Qué es eso? —gruñó Chad.

—Es una piedra de los mares poco profundos que crece en ellos como los árboles, por debajo de las olas. Los peces nadan a través de ella igual que si fuesen monos. Hay corales de todos los colores, pero la mayoría son rosados. Aunque el coral es blando... Puedes dejarlo señalado con un cuchillo, e incluso cortarlo. Para haber caído del cielo, haber abierto un cráter de este tamaño y seguir intacta, esta cosa tiene que ser muy dura.

—A mí me recuerda las tripas de un cerdo —murmuró Kem—. Es como si envolvieras una caja en tripas de cerdo, igual que cuando quieres hacer unas salchichas. Es como algo muerto.

Gaviota la golpeó suavemente con una uña.

—Parece sólida, pero tiene aspecto de poder abrirse.

—Sí —dijo Knoton el secretario—. Es como una caja fuerte sin cerradura.

—¿Crees que Liante podrá abrirla? —preguntó Gaviota—. ¿Se atreverá a hacerlo? Cayó de las estrellas. Quién sabe lo que puede haber dentro...

El secretario se encogió de hombros.

—Nos ha hecho cruzar medio bosque y cavar durante varios días para encontrarla. ¿Qué te parece que hará?

Gaviota se echó hacia atrás hasta quedar apoyado sobre las pantorrillas.

—Espero que estemos en otro sitio cuando consiga abrirla.

Todo el mundo estuvo de acuerdo.

* * *

El hallazgo dejó tan complacido a Liante que les dio el día libre a todos.

Los trabajadores sacaron las herramientas del agujero con un gemido de agradecimiento y volvieron al campamento. Después se quitaron los zapatos y las camisas y se lavaron en el arroyo. Felda canturreaba mientras preparaba la cena. Todo el mundo se alegraba de que el objeto hubiera sido encontrado, pues eso significaba que ya podían irse de aquel erial maloliente y repleto de cenizas. Cualquier otro sitio tenía que ser mejor.

Liante, que se hallaba de un excitado buen humor muy raro en él, se quedó fuera de su carro para dejarse caer encima de un tocón y tomar sorbos de té endulzado con miel. El hechicero no paraba de juguetear con la caja rosada, dándole vueltas, alzándola bajo la luz del sol y contemplándola con los ojos entrecerrados en busca de grietas, pestillos o alguna manera de abrirla.

Gaviota aceptó un plato de arenques y patatas secas y los inevitables encurtidos, recibió una jarra de cerveza de manos de Stiggur y después se sentó con la espalda apoyada en una rueda, no muy lejos de Liante.

—Bueno, Liante, ¿qué es? —preguntó en tono despreocupado después de haber estado comiendo durante un rato.

El hechicero interrumpió sus manipulaciones de la caja para mirarle fijamente.

—Yo no te hago preguntas sobre los cuidados que requieren las mulas —replicó—. Ten la amabilidad de no interrogarme acerca de la magia.

—Bueno, bueno.

Gaviota se encogió de hombros. Siguió contemplando los jugueteos del hechicero y esperó en silencio.

Liante acabó hablando, demasiado excitado para poder resistir la tentación de parlotear sobre el hallazgo.

—¡Es un cofre de maná!

Gaviota puso cara de interés, pero también de estupidez.

—Almacena energía mágica..., ¡maná! La magia está por todas partes, ¿sabes? En el aire que respiramos, en el agua, en la tierra... Pero la magia está muy dispersa. ¡Esta cosa almacena el maná de la misma manera que una bolsa contiene el oro! ¡Encierra el valor de toda una tierra, listo para ser empleado por la persona capaz de usar la magia que lo necesite!

—¿De veras?

El hechicero casi dio unos saltitos sobre el tocón, como un niño con un juguete nuevo.

—¡Sí, sí! ¡Si está tan lleno como creo, entonces podré conjurar un centenar..., un millar de hechizos sólo con esto! ¡Acelerará enormemente el avance de mis estudios! ¡Vale su peso en oro! ¡En platino! Pero no vale absolutamente nada para la persona que no sea capaz de utilizar la magia —se apresuró a añadir.

Gaviota se hizo el estúpido.

—Por supuesto. A nosotros no nos sirve de nada. Bueno, me alegro de que podamos dejar de cavar.

Liante miró al tonto de pueblo que tenía a su servicio y se rió de él. Después apuró su té frío y se puso la caja debajo del brazo para volver a entrar en su carro.

Pero Mangas Verdes le estaba obstruyendo el paso.

Liante frunció el ceño. Hasta aquel momento había ignorado a aquella muchacha que parecía medio retrasada. La trataba como si fuese el gato de alguien, una criatura incapaz de trabajar u obedecer órdenes. Nunca le dirigía la palabra.

Pero la muchacha le impedía avanzar. Liante extendió el brazo para hacerla a un lado, y Gaviota se incorporó.

Gaviota, que parecía tan irresistiblemente atraída por la caja como una abeja por un narciso, alargó una sucia manecita en un gesto lleno de ávido interés. Liante giró sobre sus talones, pero Mangas Verdes le siguió.

Gaviota pensó que aquello resultaba muy curioso. Mangas Verdes nunca había demostrado interés hacia ningún objeto creado por la mano del hombre. Insectos, aves, flores, helechos, hojas, copos de nieve: eso era lo único que le interesaba.

Pero de repente quería aquella caja de piedra.

—¡Alto! ¡No debes tocarla!

Liante alzó una mano para impedírselo, pero se detuvo cuando Gaviota se aclaró la garganta. Nadie iba a maltratar a su hermana.

El hermano la cogió suavemente del brazo.

—Vamos, Verde... Eso no es para ti.

Liante entró en su carro. Mangas Verdes intentó soltarse de la mano de Gaviota, maullando como un gatito hambriento mientras se debatía, y siguió intentándolo incluso después de que el cortinaje hubiera sido corrido de nuevo. Gaviota tiró de ella hasta llevarla a la hoguera, le pidió alguna golosina a Felda y recibió un poco de miel en una cuchara. Pero su tonta hermana se limitó a dejarla caer al suelo. El leñador tuvo que impedirle que entrara en el carro de Liante.

—Vaya, eso sí que es raro —murmuró la cocinera—. La pequeña quiere esa caja. ¿Ve algo que nosotros no podemos ver?

Gaviota meneó la cabeza, un poco irritado.

—Probablemente sólo es por el color. Debe de parecerle un ramo de flores o... No sé, puede que un cerdito.

Pero los viejos de la aldea solían decir que los «tocados» tenían el don de la vista mágica, y que podían percibir cosas que los mortales corrientes no eran capaces de sentir. ¿Qué había visto Mangas Verdes en aquella caja?

Fuera lo que fuese, daba igual. La caja pertenecía a Liante, y si insistía en su empeño Mangas Verdes sólo conseguiría causar problemas.

—Vamos, Verde. He de inspeccionar las pezuñas de los animales. ¡Vamos, ven conmigo! Te dejaré acariciar a las mulas... —Gaviota tiró de ella hasta darle la vuelta—. ¡Ven!

Los dos hermanos atravesaron el páramo calcinado —él tirando, ella maullando— en dirección a las recuas.

* * *

Lirio no paraba de removerse y darse vueltas, y ya le había clavado el codo o la rodilla a Gaviota una docena de veces.

El leñador acabó irguiéndose y se deslizó por debajo de los ejes.

—¿Quieres dormir o quieres bailar? —preguntó, tocándola en el hombro.

La bailarina salió de entre las mantas y apartó un mechón de cabellos sudorosos de su frente. El rostro de Lirio era claramente visible, pues la Luna de la Neblina estaba alta en el cielo y bañaba la noche con una luz blanca. Su piel brillaba con una extraña claridad, haciendo que pareciese más una estatua que una mujer de carne y hueso.

—Lo siento. He tenido... malos sueños. Hay... Hay algo en el aire que...

Gaviota volvió a dejarse caer sobre la espalda y soltó un gemido.

—¡No, tú también no! Primero Mangas Verdes se pone a llorar porque quiere una roca rosada, y ahora tú te dedicas a galopar por la tierra de las pesadillas.

La muchacha se estremeció y se hizo un ovillo, pegándose al hombro desnudo del leñador.

—Es este sitio. Está lleno de susurros que hablan dentro de mi cabeza. Siento haberte despertado, amor mío.

—Esto me recuerda a lo que ocurría en el Bosque de los Susurros —murmuró Gaviota—. Mangas Verdes era sensible a ese bosque... ¿Cómo me has llamado?

El leñador no obtuvo respuesta, y erguirse apoyándose en un codo no servía de nada porque estaba tan oscuro que no podía ver la cara de la joven.

—Lirio...

—Se me ha escapado. —Los brazos perfumados de Lirio rodearon repentinamente su cuello y la bailarina se aferró a él. Gaviota sintió el cosquilleo de sus lágrimas deslizándose por encima de su hombro—. Pero no ha sido una equivocación.

—Lirio...

Gaviota no sabía cómo empezar.

Un murmullo sonó junto a él.

—Eres tan bueno, tan dulce... Me tratas decentemente y me hablas como si fuese una gran dama, no una...

—¡Calla! —Gaviota le tapó la boca con la mano—. No me gusta esa palabra. No tiene nada que ver contigo.

Una inspiración ahogada, un suspiro.

—Es lo que soy. Soy una ramera, y doy placer a los hombres a cambio de dinero. Me he acostado con todos: Liante, Chad, Oles, Kem..., incluso Morven.

Gaviota se irguió de repente.

—¿Morven?

—Sí. Fue el más bueno de todos. Ardía de deseo, pero fue amable y delicado. Le gustaba que yo...

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