El leñador tenía que hacer algo, y lo que hizo fue golpear el gran ojo marrón del caballo con su puño. El animal piafó y trató de retroceder. El jinete se bamboleó sobre la silla de montar, perdiendo el control y la ventaja. Gaviota, animado por su éxito, golpeó la sensible boca del caballo. El animal giró la cabeza hacia el otro lado, y el jinete volvió a verse sacudido.
«¿Por qué no?», pensó Gaviota. Dejó caer su hacha y saltó.
Su mano tensa golpeó la bota del jinete a la altura del tobillo, impulsándola limpiamente hacia atrás y sacándola por completo del estribo. El hombre lanzó un grito de sorpresa, y Gaviota tiró salvajemente del tobillo, con su hombro herido ardiendo en una furiosa llamarada de dolor mientras lo hacía. El caballero bajó la guarda de su sable sobre la cabeza de Gaviota, pero tenía que volverse hacia un lado o permitir que su tobillo quedara dislocado. La pierna atrapada hizo que su trasero dejara de estar en contacto con la silla de montar...
... y Gaviota empujó empleando toda su fuerza.
Con un graznido primero y un potente estrépito después, el caballero se estrelló contra el suelo.
Gaviota podría haberse entregado a un éxtasis de carcajadas y ansias de batalla, pero un jinete surgió de la nada y extinguió rápidamente su fugaz alegría. El leñador se agachó para esquivar un tajo velocísimo que le habría decapitado. Gaviota recogió su hacha. El caballero caído estaba intentando levantarse al otro lado del caballo.
¿Qué vendría a continuación? ¿Un duelo entre sable y hacha librado en la oscuridad y contra un experto?
—¡No, gracias! —gritó Gaviota.
Buscó a tientas las riendas del caballo negro hasta encontrarlas, calmó al animal con un chasquido de la lengua y se apresuró a retroceder por el hueco abierto en el círculo de la caravana.
Con el caballo como escudo, los jinetes negros que acechaban fuera del círculo no podían acercarse. Gaviota vio cómo el hombre que se había quedado sin montura —una silueta negra— llamaba a los otros jinetes, se agarraba a la mano de un camarada y era alzado hasta quedar detrás de él sobre la silla de montar. Gaviota tuvo que admitir que eran unos jinetes soberbios.
El leñador metió al nervioso caballo en el hueco central.
—¡Soy Gaviota! —gritó para evitar recibir algún disparo de las ballestas.
—¿Y quién te necesita? —le respondió un gruñido malhumorado.
Era Kem, dándole la bienvenida al hogar. Gaviota podría haberse echado a reír, pero de repente hubo un tremendo estrépito en el centro del círculo de la caravana. Un torrente de imágenes confusas invadió la mente de Gaviota, y el leñador intentó acordarse del peligro.
Ató a toda prisa las riendas oscuras a una rueda del carro de los suministros, y habló instintivamente al animal mientras lo hacía.
Un suave trino llegó hasta sus oídos. Mangas Verdes había oído su voz y acababa de descorrer la cortina del carro. Gaviota agitó su hacha delante de la joven.
—¡Vuelve dentro! —siseó—. ¡Vamos, métete dentro! Es demasiado... Oh, cielos...
Tres jinetes más gritaron, volvieron grupas y lanzaron sus ganchos. Garras de acero se hundieron profundamente en la madera pintada e hicieron presa en ella.
El carro de los suministros se bamboleó. Felda gritó. Mangas Verdes, sintiendo curiosidad, se asomó todavía un poco más.
Y un instante después baló como una oveja. El carro se inclinó sobre dos ruedas.
—¡Nooooo! —aulló Gaviota.
* * *
Gaviota se lanzó hacia el brazo de su hermana y no consiguió agarrarlo. La joven fue empujada por detrás cuando Felda, la gorda cocinera, intentó saltar del carro. Mangas Verdes acabó cayendo en el hueco del pescante del carro.
El carro continuó inclinándose. El caballo negro atado a la rueda piafó, y después lanzó un relincho de terror cuando sus mandíbulas fueron impulsadas hacia arriba. Gaviota se agarró a la rueda para descargar todo su peso por aquel lado, pero el haber quedado libre en el aire hizo que la rueda girase y el leñador cayó.
Morven se cogió a la lona en un extremo del carro y permaneció agarrado allí, aguantando la progresiva inclinación. Un jinete ladró una orden a su montura, sin duda para que tirase con más fuerza. Estorbado por su pesada hacha y con el hombro ardiéndole como si hubiera sido fulminado por el rayo, Gaviota se agarró a un lado del carro y se mantuvo desesperadamente aferrado a él, tirando del carro hacia abajo.
Pero una hoja de sable se incrustó en la madera muy cerca de su cabeza, y tuvo que soltar el carro.
Se había olvidado de los dos caballeros que estaban dentro del círculo.
Ya era demasiado tarde para esquivar, pues el sable descendía de nuevo, una astilla de acero tan plateado como la de un creciente lunar. Gaviota alzó su hacha.
Demasiado tarde.
* * *
En vez de golpear el caballero se arqueó y se retorció de repente, y movió el brazo de un lado a otro con tanta violencia que quedó medio fuera de la silla de montar. Su hoja chocó con la rueda del carro que estaba suspendida en el aire, y arrancó un trocito de hierro del reborde.
El caballero quedó colgando de la silla, sostenido únicamente por un estribo. Parecía incapaz de agarrarse a nada, como si estuviera azogado. Su cabeza iba de un lado a otro, temblando bajo el efecto de unas bofetadas invisibles. El otro caballero que había entrado en el círculo se estaba comportando de la misma manera.
Gaviota los miró, boquiabierto. ¿De dónde procedía aquella repentina enfermedad? ¿Y dónde la había visto Gaviota antes?
Entonces se acordó. ¡Le había ocurrido a él!
Recorrió los alrededores con una rápida mirada que acabó deteniéndose en el carro de Liante. El hechicero inmóvil era una silueta que se recortaba contra el cielo plateado, y las franjas de su túnica ardían en blanco y negro. Una mano sostenía el cetro que había empleado contra Gaviota, aquel que «desviaba los ataques».
Gaviota sabía cómo lo conseguía: hacía que tus músculos sufrieran violentos espasmos.
Durante un período de tiempo bastante corto.
El caballero ya estaba logrando volver a erguirse sobre la silla de montar, pero había perdido su sable. El otro merodeador había conseguido mantenerse encima de su caballo. Pero ninguno de los hombres había sido atacado, y Gaviota se preguntó si Liante también había provocado aquellos espasmos en los guardias.
Daba igual. El leñador giró sobre sí mismo para volver a agarrar la rueda del carro.
Demasiado tarde.
A pesar del peso de Morven y del caballo atado a la rueda, el carro crujió y se estremeció y acabó volcando sobre un lado.
El grito de Felda terminó de repente cuando algo cayó encima de ella. Mangas Verdes giró sobre sí misma, tan ligera como una pluma, y rodó sobre el suelo. Los tres caballeros habían dejado caer sus cables terminados en ganchos, pero la repentina aparición de la muchacha entre sus patas asustó a los caballos negros, que retrocedieron y trataron de encabritarse.
Con el carro volcado, Liante podía ver con toda claridad lo que había delante de él. El hechicero agitó una mano y lanzó su hechizo.
Un jinete aulló al sentir un repentino calambre que se extendió por todos sus músculos. Incluso el caballo meneó la cabeza, y el caballero se derrumbó de la silla de montar. El brazo de otro jinete sufrió un espasmo tan violento que el tirón hizo dar media vuelta a su caballo, y el animal se alejó al galope como si huyera de las picaduras de un enjambre de abejas. El tercer hombre vio la silueta de un hechicero empuñando una varita, y encabritó su caballo para obtener una protección parcial contra él mientras retrocedía expertamente.
—¡Utiliza la hidra de roca! —gritó Gaviota—. ¡Aterrorizaría a los caballos!
—¡Las hidras son bestias diurnas! ¡Necesitan el sol para luchar! —rugió Liante—. ¡Guárdate tus consejos para ti, peón!
El caballero que había retrocedido dejó que su caballo volviera a poner las cuatro patas en el suelo en cuanto estuvo fuera del radio de alcance de la varita mágica. Después rugió una frase ininteligible, seguramente un insulto. El hechicero le devolvió el grito: era la primera vez que Gaviota veía enfurecido a Liante. El caballero se rió. Una visión de color blanco asomó la cabeza por detrás de Liante: era una bailarina, demasiado curiosa para su propio bien.
Los caballeros se habían dispersado, colocándose fuera del campo de acción del hechizo para poder volver a instalarse sobre sus sillas de montar. El jinete que se había reído, que quizá fuese su capitán, alzó la mano en un burlón saludo y gritó una áspera orden a sus camaradas. Los jinetes hundieron sus talones en los flancos de los caballos negros y se prepararon para marcharse.
—¿Vamos a dejar que se vayan? —le preguntó Gaviota al aire.
Y un instante después se agachó.
En vez de moverse en círculos alrededor de los carros, los ruidosos caballeros se lanzaron hacia la brecha y cabalgaron en una carga atronadora a través del centro del círculo entre risas y gritos burlones mientras los guardias se apresuraban a apartarse. Uno agarró las riendas del caballo atado, pero no consiguió soltarlas y tuvo que dejarlas caer.
Liante saltó hacia la seguridad que le ofrecía el interior de su carro. Gaviota oyó el ruido que hizo la cortina de lona al rasgarse.
Alguien se movió con demasiada lentitud.
La fantasmal silueta blanca había quedado abandonada en el pescante del carro.
El capitán de los jinetes hizo que su negra montura saltara sobre el eje del tiro, y agarró a la bailarina al pasar junto a ella.
La joven cayó sobre la silla de montar con un chillido, quedando acostada encima del estómago. Se debatió y pataleó, pero un puño enguantado golpeó su cuello y la dejó aturdida.
El capitán negro reagrupó a sus tropas sin dejar de reír. Los jinetes volvieron a juntarse como una bandada de cuervos, el capitán con un trofeo y los demás con morados y heridas. Pellas de barro y trocitos de tierra flotaban como puntos negros en el aire detrás de ellos.
Gaviota ya había comprendido lo que acababa de ocurrir.
—¡Lirio!
Gaviota se inclinó para recoger su hacha. Después soltó las riendas del caballo cautivo, subió de un salto a la silla y dejó escapar un siseo cuando notó un pinchazo de dolor en su trasero; pero gritó «¡Hyah!» y emprendió una veloz persecución...
... de unos caballeros armados, con coraza y expertos en el combate, mientras que él iba desnudo salvo por un faldellín y un hacha.
Bueno, tal como solía decir su padre «Lo único que puedes hacer es intentarlo».
El caballo, que estaba muy bien adiestrado, salió por la brecha entre los carros y galopó en pos de sus compañeros.
—¡A por ellos, Gaviota! —gritó Morven.
El leñador bajó la cabeza e intentó mantenerse encima de la silla de montar. Antes había cabalgado sobre caballos de arado, sin silla de montar y meramente para divertirse.
Aun así, lo único que podía hacer era intentarlo.
La hueste de caballeros se dividió delante de él. El capitán con Lirio —el trasero vestido de blanco y las piernas de la bailarina eran claramente visibles en la oscuridad— y dos jinetes siguieron al galope mientras los demás se desviaban. Gaviota no tenía ni idea del porqué habían llevado a cabo aquella maniobra. El capitán debía de haberles ordenado que volvieran con el otro hechicero...
—¡Eh!
Gaviota habló en voz alta, sorprendiéndose a sí mismo. ¿Dónde estaba el otro hechicero, el duelista? Hasta el momento habían soportado ataques a cargo de zombis, leones y caballería, pero aún tenían que ver a la persona que había lanzado toda aquella ofensiva. ¿Cuándo aparecería aquel hechicero misterioso?
¿Y qué clase de demonio arrancaba zombis de sus tumbas?
Y ya que estaba pensando en todo aquello, ¿sería aquel contingente el que había dejado las huellas de carro que Morven había encontrado? En ese caso, ¿dónde estaban los carros? ¿Y por qué la caravana de Liante había llegado hasta allí antes?
—¡Olvídate de eso! —se riñó a sí mismo—. ¡Ya habrá tiempo para hacerse preguntas más tarde!
Ejerció presión con sus rodillas y golpeó el flanco del caballo negro con el plano del hacha. El impacto sorprendió de tal manera a la montura que salió disparada hacia adelante, ganando terreno hasta que Gaviota se encontró muy cerca del caballero que galopaba en último lugar. El trío había reducido la velocidad en cuanto estuvo lo suficientemente lejos del destrozado campamento de Liante.
Y el más rezagado de los tres jinetes negros pagó su laxitud con la vida.
Gaviota fue en línea recta hacia su lado izquierdo, guiando a su montura con mera fuerza bruta y sin ninguna habilidad. El yelmo que ahogaba los sonidos hizo que el hombre no percibiese el repiquetear de cascos, y el jinete se volvió en el último momento para sobresaltarse al ver aquel monstruo medio desnudo y de ojos desorbitados que caía sobre él.
Gaviota hizo girar su hacha con una sola mano en un golpe que resultó bastante suave, pues su hombro herido ya se estaba debilitando. Aun así la afilada hoja se hundió en la espalda del caballero. El jinete se desplomó hacia adelante, la columna vertebral seccionada, y cayó sobre el pomo de la silla de montar.
Gaviota liberó su arma de un tirón y pasó junto al caballero agonizante, galopando frenéticamente y resoplando tan ruidosamente como su caballo.
El jinete del medio, que ya se había dado cuenta de que algo andaba mal, giró sobre su silla de montar, una masa negra sobre la negrura del bosque. Gaviota, que no dominaba las artes de la equitación, tuvo que aproximarse al hombre por su derecha, el lado de su sable.
Miles de horas de adiestramiento se hicieron notar entonces, pues el jinete desenvainó su arma en un segundo. La hoja salió velozmente de la vaina para relucir bajo la luz de la luna. El caballero negro la hizo girar en un golpe asestado de plano, que tanto podía hendir la cara del caballo como la del jinete.
Gaviota no tenía ninguna protección ni la menor idea de qué debía hacer, por lo que reaccionó instintivamente alzando su hacha. El acto le salvó la vida.
La hoja curva chocó con el mango de madera de nogal, resbaló sobre él y acabó rebotando en el hacha. Gaviota soltó una maldición, alegrándose de haber estado sujetando el mango bastante por abajo y pensando que no le habría hecho ninguna gracia perder dedos de la mano derecha cuando ya le faltaban tres en la izquierda.