El bosque de los susurros (21 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

—¿Por qué... no lo... olvidamos? —jadeó Gaviota.

El gran gato pegó el estómago al suelo. Gaviota ya sabía lo que vendría a continuación, y se sintió como un ratón atrapado en un granero.

El león se impulsó con sus patas traseras y saltó, levantando las zarpas para atraparle debajo de ellas.

Jadeando tan violentamente que pensó que sus entrañas iban a reventar, Gaviota lanzó un golpe hacia arriba para herir al león debajo de la mandíbula o en la garganta. Pero una gruesa pata delantera desvió el hacha. El leñador había quedado desequilibrado, y el barrido de la zarpa y su propia inercia hicieron que Gaviota acabara en el suelo.

Una lanzada de dolor desgarró su cuerpo cuando cayó encima de su hombro lacerado. La tierra le entró por la nariz, irritándola y haciendo que le escocieran las fosas nasales. El barro y las cenizas se pegaron al sudor y la sangre. Hilillos de sangre caliente surgidos del arañazo que tenía en la frente le entraron en los ojos. Le zumbaba la cabeza.

«¡Olvídate de todo eso!», pensó frenéticamente. ¿Dónde estaba el maldito león?

A seis metros de distancia y cojeando, ahí era donde estaba. Gaviota había conseguido romperle o dislocarle una pata delantera con su golpe.

—¡Ahora estamos iguales! —gruñó.

Los dos estaban lisiados y medio ciegos.

La pata herida correspondía al lado ciego del animal, por lo que el gran gato se tambaleaba a cada paso que daba. El león empezó a moverse en círculos, jadeando e intentando recuperar el aliento, igual que el hombre.

Después, gruñendo su amenaza, el león fue alejándose hacia su manada dando saltos de tres patas.

«Los leones son más listos que la gente —pensó Gaviota—. No luchan hasta la muerte.»

Pero entonces el estridente relinchar de los caballos y las mulas hizo que levantara la cabeza de golpe.

Las leonas habían caído sobre las recuas, desgarrando, mordiendo y golpeando a los animales atados con sus afiladas uñas.

La batalla todavía no había terminado. Apenas acababa de empezar.

* * *

Exhausto, superado en número y abrumado, Gaviota comprendió que no podía enfrentarse a todos los grandes gatos.

Pero tenía que alejar a los leones de las recuas.

Quizá un farol podría funcionar. Los animales no aguantaban los ruidos fuertes.

Gaviota alzó su hacha en una mano y su arco en la otra y empezó a agitar las dos armas de un lado a otro mientras se lanzaba a la carga, gritando y aullando. Esperaba no acabar siendo atacado por media docena de carnívoros hambrientos.

—¡Yaaaah! ¡Hya-yaah! ¡Venga, venga! ¡Vamos, moveros de una vez! ¡Hya-yaah!

El truco dio resultado, al menos por el momento.

Los leones y las leonas parecieron asustarse cuando aquel humano enloquecido echó a correr por entre ellos. Los caballos, que tenían las patas delanteras atadas por las correas de cuero, dieron saltos y se encabritaron frenéticamente. Los leones gruñeron, menearon la cabeza y empezaron a retroceder. Gaviota exprimió su suerte al máximo golpeando el trasero de un gran gato cuando pasó junto a él. Después dejó atrás una mula gris, se metió por debajo de la cabeza de una yegua pinta y se escondió entre un aterrorizado montón de carne de caballo.

Una reacción instintiva hizo que empezara a consolar a las caballerías repartiendo palmaditas en sus hocicos. Los caballos se pegaron los unos a los otros, juntando los ollares, empujándose y dándose golpes con las costillas. Los leones se reagruparon a una distancia prudencial de las recuas. Cabezota, la mula, hizo que retrocedieran aún más coceando a una leona. Su pezuña le acertó en la mandíbula, e hizo que la leona se batiese en retirada.

Hubo un momento de calma total. El gruñir de los leones era como un trueno lejano. Los caballos se estremecían y golpeaban el suelo con los cascos, agitándose como árboles bajo un vendaval.

Durante unos momentos Gaviota albergó la esperanza de que los leones se retirarían y se contentarían con comerse a la jaca marrón. Los machos jóvenes ya estaban lamiendo la sangre de sus flancos temblorosos. El leñador pensó que un descanso no le iría nada mal —estaba sangrando por tres sitios: la frente, el hombro y el trasero—, pero los leones siguieron moviéndose en círculos igual que buitres, apretando el lazo más y más. Los caballos aterrorizados chocaban unos con otros y generaban todavía más pánico.

La calma no podía durar.

Si los leones se lanzaban a la carga, matarían o dejarían lisiadas a una docena de caballerías. Gaviota pensó que era mejor sacrificar a unas cuantas.

Agarró su hacha por la cabeza y soltó una maldición. No disponía de espacio para inclinarse y desatar las correas de cuero que mantenían prisioneras a las recuas, y agacharse estando rodeado de caballos asustados sólo serviría para que acabara con una pezuña en el cráneo.

Cabezota podía arreglárselas por sí sola. De todas formas merecía que se la comieran, porque la muy ingrata aprovechó que Gaviota se estaba inclinando para arrancarle un mechón de cabellos de un mordisco.

El hacha cayó por entre las patas nudosas y las pezuñas letales, y se abrió paso a través del cuero. Gaviota fue cortando más ataduras. Mientras lo hacía pensó que si sobrevivía a aquella noche y le quedaba algún animal, luego se pasaría toda una eternidad haciendo correas nuevas.

El hacha golpeó, los caballos y las mulas saltaron, y los leones continuaron con su acecho, poniendo a prueba el valor de las recuas. Gaviota sudaba y manejaba el hacha y comía tierra y sudor de caballo mientras se movía a tientas entre la negrura y la agitación de patas. Nunca supo cómo lo hizo, pero consiguió arreglárselas para no cortarse los pies y sólo despellejó un par de jarretes.

Una a una, las caballerías fueron descubriendo que estaban libres. Caballos y mulas piafaron y se enfrentaron a dos impulsos irresistibles y contradictorios, el de quedarse con los demás animales y el de huir al galope.

Cabezota se encargó de decidirles girando repentinamente sobre sus cuartos traseros y lanzándose a un trote tan torpe y vacilante como el de una vaca. Suave la siguió, y después lo hizo un caballo y luego otro. Muy pronto ya no quedaba una sola caballería libre que no estuviera galopando frenéticamente, y Gaviota tuvo que aferrar las bridas para poder cortar las últimas cuatro correas.

El leñador se limpió el rostro sudoroso con una mano ensangrentada.

Y se dio cuenta de que se había quedado solo con los leones hambrientos y sin ningún refugio.

Pero la manada se dispersó. Cuatro leonas persiguieron a las caballerías a grandes saltos para averiguar cuáles se irían quedando rezagadas y morirían. Los machos jóvenes habían abierto en canal el flanco de la jaca marrón, esparciendo el hígado y las entrañas que relucían bajo la luz de la luna, y se estaban peleando por los trozos del infortunado animal como cerditos apelotonados delante de la teta. El enorme león al que Gaviota había herido con su flecha y su hacha se había derrumbado y yacía sobre un flanco, tan inmóvil como una alfombra.

Gaviota buscó su arco y descubrió que la cuerda estaba rota. De todas maneras había perdido la aljaba, por lo que arrojó el arco a un lado. Después se escurrió alrededor de un pequeño macizo de abedules sin desperdiciar ni un momento y fue lo más deprisa posible hacia los carros.

Donde el estrépito se había incrementado repentinamente. Había gritos, alaridos, maldiciones y el tintinear del acero entrechocando con el acero.

Una hueste de caballería vestida de negro estaba atacando los carros.

* * *

Caballos, arreos, capas, yelmos... Todo era negro. Los visores de los yelmos estaban levantados para revelar los rostros de negras barbas de los invasores. Sólo sus escudos tenían algo de color, plata con el rostro de un demonio sonriente en el centro.

Entre jadeos y resoplidos, Gaviota contó diez o doce jinetes con coraza y armados. En comparación con ellos, los cuatro combatientes de Liante eran unos niños. Sables de hoja curva resonaban en los costados de los jinetes negros, pero lo que blandían eran sogas terminadas en ganchos de acero.

Los caballeros trazaron un círculo atronador en torno a los carros —una maniobra que recordó a Gaviota el ataque de los leones—, fantasmas negros contra un cielo negro, aullando órdenes o burlas o gritos de ánimo dirigidos a sus compañeros. Los jinetes negros hicieron girar las sogas sobre sus cabezas. Los ganchos silbaron y chirriaron, demostrando que el último metro era de cadena e invulnerable al filo de las espadas.

La mayor parte del séquito de Liante debía de estar acurrucado dentro del carro, ya que sólo los cuatro guardias se habían preparado para plantar cara al ataque. Oles alzó su ballesta y disparó, pero el dardo chocó con un escudo. (El leñador supuso que los escudos eran de alguna madera muy dura: nogal, serbal o palo de hierro.) Un gancho golpeó a Chad en la cabeza, derribándole, o el guardia lo esquivó con un movimiento muy brusco. Kem se había metido debajo de un carro y lanzó un tajo de su espada contra la pata de un caballo, pero el magnífico y bien entrenado animal se hizo a un lado sin desequilibrar a su jinete. Ese mismo caballero desenvainó su sable en un solo y fluido movimiento y envió un mandoble dirigido contra la cabeza de Kem. El guarda se apresuró a retroceder mientras la pesada hoja dejaba una muesca en el roble.

Sólo Morven era efectivo. Veterano de batallas bamboleantes en alta mar, el marinero se instaló tranquilamente sobre el pescante de un carro, apuntó su ballesta y preparó meticulosamente el disparo. Los merodeadores que giraban velozmente a su alrededor no ofrecían blancos fáciles, pero uno de ellos aulló de repente y fue derribado de su silla de montar por un dardo que se incrustó en su rostro.

Gaviota, impotente junto al tronco de un árbol, hervía de ira. No tenía su arco y no podía atacar con su hacha, y tampoco podía llegar hasta los carros. Buscó una roca que lanzar y no encontró ninguna. Por el dragón shivano, ¿qué hacer?

¿Y qué habían venido a buscar aquellos jinetes?

Tres de ellos engancharon su garra metálica en el carro de los hombres sin un solo grito. Después ataron los cables a los pomos de sus sillas de montar y ladraron una seca orden a sus caballos, que empezaron a retroceder. Un gancho se soltó de la lona y resbaló por el suelo, pero los otros dos habían quedado profundamente incrustados en el carro.

El carro tembló, crujió, se bamboleó y fue inclinándose sobre dos ruedas.

Los guardias avisaron a gritos del peligro. Oles volvió a hacer un disparo bajo, y un caballo relinchó.

El carro se derrumbó estrepitosamente sobre un costado.

Su caída dejó un hueco en el círculo. Dos invasores lo aprovecharon al instante, y se lanzaron a la carga por él.

Gaviota cogió un puñado de tierra y lo esparció por el resbaladizo mango de su hacha.

Había llegado el momento de la matanza..., y los que morirían igual que peces atrapados dentro de un barril serían los hombres y mujeres de Liante.

* * *

Dos caballeros y sus monturas suponían una enorme cantidad de hombre y caballo. Los jinetes se encontraron metidos en un agujero más pequeño de lo que habían previsto. Gaviota sintió un escalofrío que le puso la piel de gallina a pesar del ardiente furor de la batalla. Aquellos hombres que se comunicaban con extraños graznidos hicieron volver grupas a sus bestias como si formasen parte de ellas..., como los centauros Helki y Holleb.

Gaviota pensó que era una suerte que estuviera demasiado ocupado para poder tener miedo.

Porque un instante después echó a correr hacia el círculo.

Los dos caballeros, valientes, estúpidos o enloquecidos por la gloria, hicieron volver grupas a sus monturas, obligando a retroceder a los guardias y no dejándoles más salida que esconderse debajo de los carros. Después los jinetes empuñaron sus largos sables de hoja curva y destrozaron lonas, madera, cuerdas y todo lo que les rodeaba con su acerado contacto.

El leñador vio que los otros jinetes reanudaban su circuito alrededor de los carros, haciendo girar los ganchos sobre sus cabezas mientras se movían. Gaviota supuso que los caballeros del centro tenían como función evitar que se produjeran nuevos disparos de ballesta mientras que los demás... ¿Qué tenían que hacer los demás? ¿Volcar otro carro para dejar todavía más destruido el círculo de la caravana?

¿Qué querían? ¿A Liante, quizá? ¿Y dónde estaba aquel bastardo cobarde? ¡La caravana que estaba siendo atacada por los caballeros era su séquito!

Gaviota calculó cuidadosamente el momento y echó a correr hacia el hueco abierto entre la cabeza de un caballo y el extremo del carro volcado. Esperaba que su rodilla palpitante no respondiera al esfuerzo fallando y dejándole tirado en el suelo.

Pero un caballo negro surgió de la nada como por arte de magia y se deslizó junto a un carro, pasando lo bastante cerca de él para rozar una bolsa de grano y cortarle el paso. Gaviota dio un respingo. ¡Aquellos jinetes casi podían hacer volar a sus caballos!

El hombre desenvainó un sable con un veloz giro de la muñeca y gritó algo. ¿Un desafío, una burla? Varios jinetes más repitieron su acción, ensanchando el círculo.

Gaviota, que había quedado atrapado entre muros de carne, soltó una maldición. Tenía su hacha manchada de sangre y tierra y nada más.

El caballero bajó la cabeza y le fulminó con la mirada, el blanco de sus ojos reluciendo encima de una barba negra, y después tiró de las riendas haciendo que el caballo se detuviera casi encima de Gaviota. Las monturas quizá habían sido entrenadas para pisotear a la infantería, lo cual supondría otro método de matar al que enfrentarse. Fuera como fuese, el jinete alzó su sable hacia el cielo. Desde esa gran altura partiría el cráneo de Gaviota en dos mitades como si el leñador fuese una gallina.

Gaviota se agachó de manera instintiva y saltó hacia la cabeza del caballo. Tal como esperaba, el jinete no quiso mover su hoja tan cerca de la oreja de su montura, por lo que lanzó un mandoble contra el hombro expuesto de Gaviota.

Gaviota alzó su hacha y la impulsó hacia un lado para detener el golpe con el mango, pero el sable chocó con el acero del hacha en un encontronazo lo bastante potente para resultar doloroso. Un diluvio de chispas salió despedido en todas direcciones. El impacto hizo que Gaviota sintiera un cosquilleo en los dedos. El sable ascendió con una maldición, una curva de plata bajo la luz de la luna, preparándose para otro mandoble.

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