El bosque de los susurros (24 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Sabía que debía seguir moviéndose. Si se quedaba quieto durante un segundo, todos sus golpes y heridas empezarían a dolerle de tal manera que no podría hacer nada.

Avanzó tambaleándose a través de la pendiente del cráter y fue hacia el caballo del capitán. El animal retrocedió, pero Gaviota le cogió por las riendas mientras emitía sonidos tranquilizadores y el caballo obedeció. Demasiado dolorido y mareado para montar, el leñador tomó la mano de Lirio y dio una palmada en la grupa del caballo para que subiera la pendiente remolcándoles detrás de él.

Una vez en lo alto de la pendiente, Gaviota buscó el caballo desde el que había saltado, pero no lo vio. Con la luna desaparecida, la noche se había vuelto totalmente negra. Sólo quedaba el débil resplandor fantasmagórico de los tocones de abedul, troncos calcinados que creaban rayas grises sobre la negrura. Gaviota apenas si podía ver sus manos a la luz de las estrellas. Tendrían que volver al campamento yendo despacio y con mucho cuidado.

A pesar de las protestas de la bailarina —Lirio no quería volver a montar—, Gaviota se instaló con mucha dificultad y bastantes dolores en la silla de montar y la izó hasta colocarla delante de él. Esta vez Lirio viajaría en posición vertical. Chasqueando la lengua, Gaviota inició el avance en dirección oeste. El caballo estaba agotado y llevaba el doble de carga de lo habitual, por lo que sólo podía caminar. Gaviota, que también estaba agotado, dejó que caminara.

El campamento debía de estar a un kilómetro de distancia. Poco después divisaron una luz a través de los troncos retorcidos y de lo que parecía una pantalla formada por matorrales entrelazados.

—¡Es la hoguera del campamento! —casi canturreó Lirio.

—Puede que le hayan echado más madera para que nos sirva como señal —murmuró Gaviota.

—¿Crees que la batalla habrá terminado?

El leñador se encogió de hombros. El momento de descanso le había recordado todas sus lesiones, y cada una de ellas le quemaba, picaba, ardía y dolía. El sudor, la tierra y la sangre se adherían a su piel allí donde ésta tocaba las sucias prendas holgadas de Lirio, pero Gaviota se pegó un poco más a su cuerpo en busca de consuelo a pesar de ello.

—Tal vez —dijo—, pero eso también puede ser malo. Si Liante se encuentra superado en número podría huir, como hizo esa hechicera de la túnica marrón y amarilla durante el duelo en Risco Blanco. —El nombre de su aldea perdida llenó de dolor su corazón. Gaviota meneó la cabeza, enfurecido consigo mismo—. Por eso debemos volver lo más deprisa posible. Si Liante desaparece, podría llevarse consigo a todo el mundo, mi hermana incluida. Es la única persona que me importa.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Lirio con un mohín.

La irritación se unió al dolor y la preocupación que acosaban a Gaviota. El leñador chasqueó la lengua e intentó conseguir que el caballo fuese un poco más deprisa.

—Tú también me importas, naturalmente. Pero debemos...

El caballo soltó un relincho y se detuvo tan de repente como si hubiera chocado con una muralla. Gaviota masculló una maldición y le clavó los talones, pero un instante después percibió que había algo delante de ellos en la oscuridad. La suave brisa que había estado envolviéndoles hasta aquel momento acababa de cesar.

Bajó cautelosamente del caballo y avanzó con una mano extendida delante de él..., y se la pinchó. Gaviota captó un olor verde y amargo que le resultaba muy familiar.

—¡Por todas las pelotas del mundo! Es el muro de espinos de Liante otra vez. ¿Y ahora qué? —Gaviota miró a derecha e izquierda, se enredó la despeinada cabellera en unos espinos que parecían querer agarrarla y soltó una maldición—. ¿Puedes ver algún camino que permita rodearla?

La bailarina, que estaba un poco más arriba de la grupa del caballo, estiró el cuello.

—Hacia la derecha hay algo blanco. No serán espinos, ¿verdad?

—¿Quién sabe? —Gaviota suspiró—. En cuanto dejan suelta la magia, ya no hay más reglas que valgan. Nada tiene sentido.

Tiró del caballo llevándolo hacia aquellos lo-que-fuesen blancos, con una mano levantada delante del rostro para protegerlo en la impenetrable oscuridad. El muro de espinos serpenteaba como un matorral del bosque, y Gaviota fue pinchado en los hombros y las manos por unos cuantos espinos, puso los pies descalzos sobre bastantes más, y sufrió frecuentes tropiezos con gruesos tallos y tuvo que dar un rodeo para esquivarlos.

El leñador se fue sintiendo cada vez más y más preocupado a medida que iba pasando el tiempo. Tenía que volver con Mangas Verdes antes de que algún desastre cayera sobre el campamento.

Y cuando estuvo muy cerca de las barreras blancas, Gaviota descubrió que eran... ¿dientes?

* * *

Al principio el muro de espinos se mezclaba con los dientes blancos, y luego acababa desapareciendo del todo para ser sustituido por ellos. Los dientes eran de todos los tamaños, desde la longitud de un dedo hasta tan altos que un hombre no podía llegar a la punta con la mano. Gaviota tocó un diente y se encontró con que era liso y un poco resbaladizo, y que la punta era lo bastante afilada para atravesar la piel. Decidió hacer una prueba y partió un diente delgado en su mano como si fuese un carámbano, pero todos los que tenían el grosor de su pulgar o lo superaban no podían ser rotos.

—Ya los he visto antes —dijo Lirio—. Crecen en cavernas, y salen del suelo y del techo. La gente los llama lanzas de piedra. ¿Lo hueles? El suelo está cubierto de guano de murciélago.

Aquel olor acre y seco hizo que Gaviota arrugase la nariz. El suelo se había vuelto de un blanco grisáceo, y el parloteo de un millón de insectos que vivían en aquella sustancia pegajosa y repugnante brotaba de ella. «Otro trozo lejano de los Dominios —pensó Gaviota—, arrancado del suelo de alguna caverna colosal y arrojado aquí, en los confines occidentales del Bosque de los Susurros...» ¡Cuántas maravillas y prodigios eran capaces de desperdiciar aquellos hechiceros para satisfacer su codicia!

Blanqueado por la luz de las estrellas, el muro de espadas ondulaba a través del bosque de tocones calcinados, como si hubiera sido sembrado por un borracho. Pero no tenía más de sesenta metros de anchura en ningún punto.

Y entonces se llevaron otra sorpresa.

Ya no había obstáculos delante de ellos, y podían ver con toda claridad la hoguera que habían divisado antes.

No era la de su campamento, sino la del campamento de otro hechicero.

* * *

Lo que estaban viendo no era una pequeña hoguera encendida en un hoyo para cocinar, sino una gran pira.

Se encontraba a unos cien metros escasos de ellos. «No teníamos a la luna para que nos guiara, y me he desviado sin darme cuenta», pensó Gaviota. No podía ver gran cosa entre aquellos troncos que parecían barrotes negros. La gran hoguera estaba rodeada de caballeros negros, algunos montados y otros de pie. En el centro caminaba una silueta de gran tamaño..., y un instante después Gaviota se dio cuenta de que era realmente muy grande. Casi tenía la altura de los hombres montados. Aquella silueta iba de un lado a otro, probablemente arengando a sus tropas, tan peligrosas como los leones. La luz destellaba sobre el hombre como si llevara una armadura que cubría su cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Más allá del círculo había unas protuberancias curvas que hacían pensar en colinas lejanas, y Gaviota acabó decidiendo que eran carros con la lona pintada de algún color oscuro.

Así que aquellos eran los carros con cuyas huellas se habían encontrado hacía semanas.

Pero ¿dónde estaba el campamento de Liante? ¿Y dónde estaban los zombis? ¿Y qué forma adoptaría el próximo ataque? ¿Sería algo peor que los no muertos?

Lirio susurró el nombre del leñador y señaló con una mano. Gaviota siguió la curva blanca de su manga.

A lo lejos se veía el destello de un fuego protegido. También había un vaga sugerencia de cuerpos que se movían y una forma ovalada, la curva de un carro volcado.

Gaviota pidió silencio con un siseo para no atraer a los jinetes negros, tapó los ollares del caballo para evitar que lanzara algún resoplido dirigido a sus compañeros y tiró cautelosamente del animal conduciéndolo por entre el campo de espadas. Apenas había luz, por lo que Gaviota procuró arrastrar los pies descalzos para no pisar alguna de aquellas afiladas lanzas de piedra, y esperó que el caballo hiciera lo mismo. El estiércol de murciélago chasqueaba con un sonido líquido entre los dedos de sus pies. El crujir de los caparazones de los insectos era tan estrepitoso como repugnante.

No tardaron en salir de aquel suelo de caverna para volver a encontrarse encima de la blanda y esponjosa tierra negra. Gaviota se limpió los pies y montó detrás de Lirio. Con aquel diminuto destello para guiarles, podían cabalgar hasta el campamento. Si los jinetes aparecían, tal vez tendrían que huir.

Un atronar de cascos tamborileó repentinamente en sus oídos, pero no venía de la hoguera lejana. Sonaba procedente de la dirección en que estaba el campamento de Liante.

Gaviota detuvo al caballo al lado de un grueso tronco.

—¿Quién...? —preguntó Lirio.

—¡Calla!

Eran dos jinetes lanzados al galope que giraban y serpenteaban por entre los árboles. Un extraño sonido rompió el silencio, un fantasmagórico y ululante grito de guerra que hizo añicos la noche y llenó de escalofríos las columnas vertebrales de cuantos lo escucharon.

Gaviota dejó escapar un jadeo de pura sorpresa. Conocía aquel grito.

—¡Helki! ¡Holleb!

* * *

Piel bronceada cubierta de sudor relucía bajo la luz de las estrellas. Los centauros estaban desnudos, sin coraza ni cascos o pinturas de guerra, y sólo llevaban sus brazales y sus lanzas emplumadas. Unas melenas hirsutas y despeinadas ondulaban detrás de ellos, cabelleras crecidas hasta ser casi tan largas como sus colas. «¿Qué ha ocurrido?», se preguntó Gaviota. Antes habían sido tan pulcros y de aspecto tan marcial, con su equipo pintado y frotado y meticulosamente ordenado encima de sus arneses... ¿A qué venía aquel nuevo aspecto tan mísero y descuidado?

¿Y qué estaban haciendo allí? ¿Por qué no estaban en su hogar del país de las estepas?

Gaviota gritó sus nombres mientras pasaban por delante de ellos. Holleb se limitó a lanzar aquel grito de guerra suyo que helaba la sangre, pero Helki tembló como si tuviera miedo o sintiera vergüenza.

—¡Gaviota! ¡Debemos atacar! ¡Somos cautivos! No podemos... ¡Uh!

La centauro se interrumpió bruscamente para lanzar su grito, y los dos enfilaron sus lanzas.

Jinetes negros se apresuraban a montar junto a la lejana hoguera. La enorme figura central agitaba brazos que relucían con destellos dorados.

Pero Gaviota había quedado tan asombrado y aturdido por las palabras de Helki que era incapaz de moverse. ¿Cautivos? ¿De nuevo? La hechicera de la túnica marrón y amarilla los había abandonado, y Liante los había devuelto a su hogar. Así pues... ¿Los había invocado él mismo, esclavizándolos para sus propios propósitos? Tenía que haberlo hecho, pues venían de su campamento e iban hacia el del enemigo.

¿Era realmente Liante tan malvado, despiadado e implacable como cualquier otro hechicero? ¿Se estaba comportando Gaviota como un idiota al que se podía engañar con unas cuantas palabras al trabajar para él?

—¡Oh! —exclamó Lirio—. ¡Mira el cielo!

Un destello muy potente cegó a Gaviota, obligándole a parpadear.

Chisporroteando en el aire, surgida del campamento del hechicero que se encontraba más lejos, volaba un caballo envuelto en llamas que resplandecía como un cohete.

—¡Una pesadilla!

_____ 12 _____

El caballo mágico ardía en el cielo igual que un cometa.

El cuerpo y el rostro eran tan grises como la piedra de una lápida. Las patas eran de un blanco resplandeciente y esparcían llamas amarillas. La crin y la cola llameantes se desplegaban detrás de él como una cometa de papel a la que se hubiera prendido fuego.

La criatura había surgido de la hoguera del otro hechicero igual que si hubiera sido lanzada por una catapulta. El caballo mágico estaba surcando el cielo en un veloz arco, hiriendo los ojos con aquella brillantez que hacía casi imposible el contemplarlo, y agitaba sus cascos por encima de las copas de los árboles. Las pezuñas tamborileaban en los oídos y en el aire a pesar de que no tocaban nada. Los ollares escupían fuego y pequeñas nubes de humo negro.

Gaviota se preguntó si estaba vivo o muerto. Las madres decían que cuando tenías una pesadilla estabas cabalgando sobre la yegua de los malos sueños, pero Gaviota nunca había imaginado que un auténtico demonio anduviera suelto durante las horas oscuras y reinara en ellas.

Y un instante después ya no hubo más tiempo para suposiciones, porque el monstruo llameante se lanzó en picado sobre los carros de Liante.

—¡Mangas Verdes! —aulló el leñador.

Agarró a Lirio por la cintura y hundió los talones en los flancos del caballo, lanzándolo al galope hacia el campamento. Pero el animal de carne y hueso tembló y se resistió, temiendo ya fuese al fuego o a ese extraño olor metálico que brotaba del caballo fantasmal. Gaviota acabó rindiéndose después de tres intentos de obligarle a avanzar. El leñador bajó de la silla de montar y tiró de Lirio, haciendo que la joven se tambaleara detrás de él.

—¡Vamos!

Pero no tenía ni idea de lo que esperaba hacer cuando llegara al campamento. Ya no tenía ni el hacha que había arrojado, por lo que estaba totalmente inerme. Lo máximo que podía esperar hacer era coger en brazos a Mangas Verdes y salir huyendo lo más deprisa posible.

Bajando del cielo con un silbido estridente, como un halcón que se precipita sobre las gallinas, la pesadilla trazó un círculo por encima de los maltrechos carros de la caravana. El campamento quedaba iluminado con toda claridad por su resplandor. Gaviota vio cómo las mujeres y los guardias se encogían sobre sí mismos. Incluso los siempre fanfarrones Kem y Chad se hicieron un ovillo y se taparon la cabeza, como niños asustados por la ira de un progenitor.

Todo el mundo, tanto dentro de los carros como fuera de ellos, aullaba como si el gritar fuese la única forma de seguir con vida.

«Terror —pensó Gaviota—. Esa cosa difunde el terror. Provoca malos sueños de los que no puedes despertar.»

Sin darse cuenta de ello, el leñador había empezado a moverse cada vez más despacio, como si el miedo fuese una marea creciente que hubiese que vadear.

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