Gaviota intentó concentrarse, y estuvo a punto de caer cuando Lirio soltó un jadeo y tiró bruscamente de su mano. Todavía estaban a unos cien metros del campamento.
—¿Qué...?
Y entonces lo vio. La luz parpadeante de la pesadilla le permitió descubrir las siluetas retorcidas que yacían esparcidas por el suelo del bosque que se extendía a sus pies.
«Zombis dañinos —las había llamado Lirio—, zombis de Escatia...»
Yacían como espigas de maíz cosechadas, caídos al azar por todos lados. Con el rostro vuelto hacia el suelo, la cabeza echada hacia atrás, unos encima de otros... Había más de cincuenta, totalmente inmóviles salvo por la agitación de los puñados de gusanos que se retorcían encima de ellos.
El hedor de su hinchada podredumbre era casi palpable, como el impacto de un puño en la cara. Gaviota se tapó la nariz y retrocedió. El leñador y la bailarina dieron un gran rodeo, tambaleándose y luchando con las náuseas.
A pesar del horror, Gaviota pensó que aquella escena le resultaba familiar. Estaba contemplando un montón de cuerpos caídos que habían sido dispersados como pajas por un vendaval, igual que había ocurrido en Risco Blanco.
Los aldeanos, incluidos sus padres y hermanos, se habían ido derrumbando hacia el final del duelo entre los hechiceros. Una misteriosa debilidad, invisible e inaudible, había ido absorbiendo la vitalidad de sus cuerpos y se la había arrebatado. El mismo Gaviota había caído. Sólo los más sanos y fuertes sobrevivieron. Jóvenes, ancianos y débiles murieron. Muchos otros nunca habían llegado a recuperar las fuerzas y habían yacido inconscientes hasta que expiraron, marchitados como flores cortadas.
Y si aquel hechizo de debilidad —suponiendo que se tratara de eso— derribaba zombis en aquel lugar, entonces el mismo hechicero tenía que haberlo lanzado en Risco Blanco.
Liante.
Gaviota se quedó inmóvil, horrorizado y perplejo. ¿Liante había acabado con su familia y sus amigos?
¿O sería quizá que todos los hechiceros conocían aquel hechizo?
Gaviota, hirviendo de negra furia, se dijo que si había sido Liante lo pagaría con su vida. Gaviota le mataría. Gaviota le rompería todos los huesos uno por uno, y mientras lo hacía iría recitando los nombres de todos los aldeanos de Risco Blanco que habían caído bajo su magia.
—¡Malditos sean todos los hechiceros, y maldito sea yo por trabajar para uno!
* * *
Unos gritos surgieron del campamento lejano.
Gaviota volvió la cabeza en esa dirección. Las rojas uñas de Lirio se habían hundido en su brazo.
—¡Alejémonos de estos... muertos!
Pero el campamento asediado por un fantasma llameante no iba a ser un gran refugio.
—¡Mira! —gritó Gaviota—. Algo lo ha detenido...
Bailando en el aire más arriba de lo que nadie podía llegar, la pesadilla dejó de trazar círculos. La criatura empezó a agitar nerviosamente sus patas en el cielo y movió su cola llameante de un lado a otro, creando una rociada de globos de fuego que se desprendieron de ella como las chispas de una piedra de amolar. Los globos de fuego ardían y se consumían con un último parpadeo al caer entre el verdor recién brotado, pues en todo aquel retorcido bosque pesadillesco ya no quedaba nada que pudiese arder.
Pero daba la impresión de que la pesadilla podía huir en cualquier momento, pues algo la estaba manteniendo a raya. Los destellos de luz que emitía permitieron que Gaviota pudiera ver las franjas laterales de Liante, que estaba inmóvil encima del pescante del carro.
Gaviota, enfurecido y desesperado, pensó que el hechicero no estaba lanzando muchos ataques aquella noche. Tenía trabajo más que suficiente con defender su campamento y mantener con vida a sus seguidores ante los distintos asaltos que caían sobre ellos.
Pero en aquel momento Liante alzó una especie de jarra de piedra, bastante parecida a las que se usaban para beber cerveza o aguardiente, y entonó un hechizo que tenía un sonido extrañamente musical.
Gaviota también había visto aquello con anterioridad.
La jarra emitió una nube que se hinchó y se fue haciendo más y más grande, creciendo continuamente sin dejar de mantener una forma que recordaba a una vejiga hinchada. La nube se fue hinchando gradualmente igual que una burbuja de jabón, y acabó desprendiéndose de la jarra para quedar flotando en el aire.
Y adoptar la forma de un hombre.
El hombre era alto, de piel azulada, tan musculoso que parecía gordo y con una larga coleta negra en su cráneo calvo, y llevaba un ceñido chaleco y unos holgados pantalones bombachos bastante parecidos a los que usaban las bailarinas. El hombre azul se fue irguiendo igual que una burbuja en el agua y se encaró con la pesadilla, que estaba danzando sobre sus patas justo al lado del círculo de carros.
El séquito de Liante dejó de gritar. Gaviota se dio cuenta de que por sí solo eso ya era una buena razón para conjurar al hombre-nube.
—Un djinn —jadeó Lirio.
Moviéndose igual que una nube animada, el djinn azul inició un avance tan lento como el de un banco de neblina. La pesadilla agitó su cola llameante, se alzó sobre sus pezuñas de fuego...
... y mostró unos dientes amarillentos y se lanzó a la carga.
Gaviota y la joven contuvieron el aliento mientras el fantasma saltaba sobre la nube azul.
Y pasaba a través de ella.
Los resultados no se parecieron a nada de cuanto pudiesen haber predecido.
Parecía como si el fuego se hubiera encontrado con el agua. Un tremendo ¡whooomph! hizo vibrar el aire, y retumbó en los oídos con tanta potencia como un golpe físico.
El djinn estalló y se convirtió en una masa de nubéculas de vapor. Las nubéculas fueron subiendo lentamente hacia el cielo como el humo que brota de una hoguera recién extinguida.
La pesadilla se detuvo y se sacudió como un perro al salir de un estanque. Su fuego se había debilitado hasta que la noche había vuelto a ser casi negra, pero volvió a inflamarse en aquel momento.
Las partículas de humo volvieron a unirse en las alturas, recuperando su forma y convirtiéndose una vez más en un hombre mágico.
La pesadilla escupió fuego por los ollares y atacó. El llamear era tan intenso que incluso el mismísimo aire parecía chisporrotear. La madera crujía y se incendiaba allí donde los cascos de la criatura rozaban los troncos quemados.
El leñador se dio cuenta de que el poder de la pesadilla se incrementaba con su ataque, y lo mismo ocurrió con su llama. Hasta el momento lo único que estaba salvándoles de una conflagración general era el hecho de que el bosque ya hubiese ardido antes. Pero si la bestia de llamas llegaba a arder con un fuego lo suficientemente caliente, el calor tal vez podría consumir incluso a esos troncos calcinados de corteza resistente a las llamas y provocar la ignición de su corazón de madera.
—¡Vamos, Lirio! —gritó Gaviota mientras tiraba de la joven—. ¡Tenemos que llegar al interior del círculo!
Lirio no se resistió, y se limitó a titubear.
—Pero... ¿Qué está ocurriendo allí? —preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del estrépito del viento abrasador.
Gaviota se quedó boquiabierto. Se había olvidado del campamento del otro hechicero. Las llamas de la hoguera se habían hecho más altas, y Gaviota rodeó un tronco para poder ver mejor. Silueteada delante del fuego, la figura de la armadura estaba dando órdenes.
Pero se había vuelto más grande, y estaba más cerca.
El hechicero que avanzaba a gigantescas zancadas, balanceando sus miembros envueltos en la coraza color oro y plata, se había vuelto tan descomunal y pesado que se hundía hasta los tobillos en el blando suelo del bosque.
Y una horda de esqueletos saltaba y hacía piruetas alrededor de sus piernas.
* * *
Los esqueletos eran bastante pequeños, no más altos que niños y de constitución delicada. Sus mandíbulas eran muy largas y estaban repletas de dientes puntiagudos. Las siluetas angulosas se agitaban y temblaban delante de la lejana hoguera, imposiblemente delgadas y desarticuladas, y sin embargo vivas.
Gaviota comprendió que estaba viendo esqueletos de trasgos, aquellos ladrones rastreros, implacables y llenos de astucia. Vivos no servían de nada. Tal vez fuesen de mayor utilidad muertos...
El caballo que había capturado se encabritó con un estridente relincho y arrancó las riendas de la mano del leñador. Gaviota permitió que se escapara.
—¡Nosotros también deberíamos echar a correr! ¡Ve hacia el campamento y no te pares por nada!
Ya podían oír el ruido del ejército de esqueletos. Unos extraños gritos aflautados que hacían pensar en una colonia de murciélagos llegaban hasta ellos, flotando en el cada vez más cargado aire de la noche. Por encima de sus cabezas, la pesadilla volvió a lanzarse sobre el hombre-nube.
Y la mente de Gaviota fue repentinamente incapaz de aceptar tanta extrañeza. Caballos fantasma, titanes acorazados, esqueletos que chillaban y graznaban, seres-nube, zombis muertos y no muertos... ¡Todo aquello había surgido de la nada y se agitaba en el bosque consumido por las llamas! Si seguía pensando en esos seres, Gaviota sucumbiría al pánico o se volvería loco. El leñador los expulsó de su cerebro con un decidido esfuerzo de voluntad. «Encuentra a Mangas Verdes», se dijo. Tenía que encontrar a su hermana y salir huyendo como si le persiguiesen todos los demonios del infierno..., pues probablemente lo harían en algún lugar de aquel vasto paisaje enloquecido.
Gaviota avanzó con paso tambaleante hacia el campamento, remolcando a Lirio detrás de él, hasta que pudo distinguir rostros relucientes por el sudor que alzaban la mirada hacia la batalla espectral y hacia el hechicero de la armadura y su huesuda horda.
La pesadilla se estaba abriendo paso nuevamente a través de la masa azul del hombre-nube, pero esta vez la neblina azulada se dispersó por el aire de la noche y se fue disipando hasta dejar de existir. La criatura no volvió a formarse.
Estaba claro que la pesadilla era la reina de la noche.
El monstruoso caballo se alzó sobre las copas de los árboles, piafando y dando coces, más fuerte y resplandeciente que nunca. Su cuerpo estaba tan caliente que despedía chispas, igual que el acero cuando arde dentro de la forja. Las chispas caían sobre el campamento y se extinguían como luciérnagas.
Pero Gaviota apenas si podía ver el campamento. Una extraña calina estaba brotando del suelo, como la neblina que emana de un pantano. El leñador siguió corriendo y jadeando, y se adentró en ella y notó un repentino escozor en los ojos. Era humo, el tipo de humareda que se pega al suelo y que surge de las hogueras de los campamentos cuando hace mal tiempo.
Nadie había tocado el fuego que se usaba para cocinar y los árboles apenas ardían, pero el humo se iba espesando como si la misma noche se estuviera consumiendo poco a poco.
—¡Más condenada magia! —tosió Gaviota.
Medio ciegos y con los ojos entrecerrados, el leñador y la bailarina dejaron atrás el carro de los hombres volcado en el suelo y tropezaron con el varal al que se uncían las recuas. Gaviota se dio cuenta de que el carro había sido volcado por segunda vez, o quizá fuese que le habían dado la vuelta: en todo caso, no cabía duda de que la lona apuntaba hacia el centro. Eso era bueno, pues el fondo del carro formaba un muro exterior.
Alguien les dio el alto, y los dos gritaron sus nombres. Guiados hasta Morven, Gaviota y Lirio se acurrucaron detrás del pescante del carro volcado. La humareda se había vuelto tan espesa que la hoguera del campamento había quedado convertida en un borroso manchón grisáceo. Gaviota sólo podía ver la cabellera gris blanquecina de Morven.
—¿Qué le ha pasado al carro? —jadeó el leñador.
—Intentamos levantarlo, nos asustamos y acabamos volcándolo del otro lado —murmuró el marinero—. Estamos metidos en un buen lío, y este humo no ayuda nada. Es uno de los hechizos más estúpidos de Liante... El humo va muy bien para ahuyentar a los animales o a las personas, pero no estorbará en lo más mínimo a ese bastardo de la armadura o a sus matones de hueso. Claro que quizá acabe matando a las pulgas de mi manta.
—¿Cómo puedes...? —Gaviota se atragantó y estornudó—. ¿Cómo puedes bromear en este momento?
El leñador sintió más que vio el encogimiento de hombros del marinero.
—Bueno, en cuanto ha pasado algún tiempo te acostumbras. Nuestro pequeño Lío mueve las manos y empieza a caer mierda del cielo. Procura mantener el mentón por encima de ella y no abras la boca... De momento todos seguimos con vida.
—El jefe de caravana anterior murió.
—Oh, cierto. —Otro encogimiento de hombros—. Pero salió del círculo de protección. El pobre Gorman había nacido para remover la mierda con una pala, no para pensar... Espero que nuestro querido Liante pueda sacarse algún truco de la manga. Ese monstruo blindado tiene aspecto de poder comerse un carro entero en tres bocados.
—¿Qué nos haría a nosotros? —resopló Gaviota.
Como el resto del séquito, estaba respirando a través de las manos o de un trozo de tela mientras contemplaba a la horda que se iba aproximando. Había cortinas de humo gris que ondulaban entre ellos y los esqueletos, pero aun así podían ver que ya sólo estaban a unos treinta metros de distancia.
Por lo menos el terror que se había adueñado de los seguidores de Liante ya estaba empezando a disiparse un poco, pues la pesadilla flotaba en el sur a la altura de las copas de los árboles, inmóvil delante del hechicero blindado como si fuese un faro suspendido en el cielo. Liante había entrado en su carro.
Morven se frotó los ojos llorosos.
—Oh, probablemente no se nos comerán y tampoco nos torturarán hasta matarnos: mantente lo bastante lejos y normalmente no tendrás problemas. Para los hechiceros sólo somos hormigas. Quedaríamos esparcidos a los cuatro vientos, tal como le ocurrió a tu aldea. Oh, lo siento... Pero apuesto a que este pirata anda detrás de la caja de coral. Si está tan llena de magia como dijo el pequeño Lío, entonces será un imán para todos los agitadores de manos de todos los puntos de la rosa de los vientos.
—Quizá Liante acabe decidiendo renunciar a ella —murmuró Gaviota.
Morven y Lirio soltaron un bufido.
Gaviota abrió y cerró sus manos vacías. Sin un arma se sentía impotente, desnudo. Sus posesiones actuales se reducían a un faldellín de cuero y nada más. Le dijo a Lirio que no se moviera de allí, y después pasó junto a ellos para ir al carro de los suministros volcado.