El ayudante de la cocinera enrolló el látigo sobre su hombro, se agarró a la juntura de una rodilla y subió por la pata de la bestia mecánica, trepando tan velozmente como un mono.
Gaviota le ordenó que se detuviera, pero el muchacho respondió gritándole que los trasgos ya estaban lejos.
Y, ciertamente, el viento que no paraba de soplar había empujado los globos con forma de salchicha hasta alejarlos de ellos, y en aquel momento se encontraban encima del círculo de carros. Los trasgos aullaron de rabia, y empezaron a echarse la culpa unos a otros para acabar luchando a puñetazos entre ellos. Un trasgo viejo y calvo dominado por una rabia particularmente estúpida alzó un brazo y perforó el globo, que silbó como una tetera mientras su tripulación se ponía a gritar. Cuando la bolsa se rasgó, los trasgos fueron precipitados al macizo de espinos y espadas de piedra más espeso del muro.
Stiggur chilló, se echó a reír tal como estaba haciendo Gaviota, y tiró de una palanca. Los conos articulados que servían de ojos a la bestia mecánica reaccionaron al instante abriéndose y cerrándose. Una inmensa pezuña forrada de hierro se separó del suelo. Los guardias de Liante dieron un paso hacia atrás con la boca abierta.
—¡Voy a acabar con ellos, Gaviota! —gritó el muchacho—. ¡Los aplastaré!
Pero un surtidor de colores brotó del suelo como un manantial en el camino que estaba siguiendo la bestia mecánica. Acorazados y armados, Helki y Holleb surgieron de la nada.
Stiggur soltó un estridente chillido, tiró de una palanca e hizo girar a la bestia mecánica, que tardó muy poco en estrellarse contra el muro de espinos. Los centauros ya se habían hecho a un lado con un ágil vaivén de patas, y saludaron a Gaviota alzando sus lanzas emplumadas. Helki y Holleb divisaron a los cada vez más perplejos guardias. Los dos centauros lanzaron su atronador grito de guerra, enfilaron sus armas hacia los guardias y cargaron sobre ellos.
El leñador sintió una punzada de satisfacción tan intensa que casi le dejó sin aliento. Había sido su insistencia la que consiguió que volvieran a prepararse para la guerra...
¡Pero seguían necesitando organizar una defensa! Tenían mucha ayuda, pero debían salir de aquella hondonada. Si aquellos bárbaros azules conseguían atraparles allí, todos perecerían degollados.
Morven arrancó un pincho de acero del suelo.
—¡Con esto puedo romperle el cráneo a alguien! ¿Quién está disponible para recibir golpes?
Gaviota miró a su alrededor. Stiggur luchaba con sus palancas para liberar a la bestia mecánica del muro de espinos, produciendo un considerable estrépito con sus manipulaciones. Incapaz de retroceder, el muchacho escogió ir hacia adelante. Gigantescos miembros de madera y hierro hicieron pedazos espinos y partieron lanzas de piedra. Mientras el artefacto y su jinete desaparecían a través del muro, Gaviota no pudo evitar darse cuenta de que Stiggur había abierto una brecha más.
—¡Dentro de un momento podrás elegir entre muchos candidatos! —gritó para hacerse oír por encima del ruido—. Ese grito era... ¡Verde! ¡Espera!
Pero su hermana, perdida en su mundo particular de magia recién descubierta, continuó susurrando y meneando los dedos.
Un rugido le respondió.
Un par de osos grises tan grandes como carretas de heno surgieron de la nada con un parpadeo a diez metros de distancia. Uno de los animales de hirsuto pelaje gris amarronado rugió, abrió y cerró con un chasquido sus fauces babeantes llenas de largos dientes blancos, y miró a su alrededor buscando algo que morder.
Y sus ojos se posaron en Gaviota y los demás, inmóviles delante del monolito.
El leñador tragó saliva. ¡No sabía que su hermana hubiera llegado a tocar osos grises!
Pero ¿por qué se volvían en esa dirección...?
Y un instante después supo por qué.
Mangas Verdes no podía controlar a ninguna de esas criaturas. Atacarían a lo que quisiesen atacar..., él y su hermana incluidos.
* * *
Gaviota comprendió el problema en un instante.
Liante, con años de adiestramiento y experiencia, había aprendido a controlar todo lo que invocaba. Pesando sobre cada criatura, ya fuese mágica o no, había un yugo, una compulsión que la obligaba a servir al hechicero. Eso permitía que Liante pudiera invocar al monstruo más oscuro y dirigirlo contra un enemigo, permaneciendo inmune a su ataque en todo momento.
Pero Mangas Verdes no tenía ni adiestramiento ni años de experiencia. Lo que conjuraba hacía lo que le daba la gana. Los tejones, que se habían hecho amigos suyos, habían elegido defenderla.
Pero aquellos osos grises...
De repente tenían demasiada «ayuda».
El oso más grande, el macho, se impulsó con sus patas traseras para adquirir la máxima velocidad posible y cayó sobre ellos como un peñasco desprendido de la cima de una montaña.
—¡Mangas Verdes! —gritó Gaviota—. ¡Haz algo para detenerlo!
Su hermana vio el oso lanzado a la carga, alzó las manos y soltó un balido ahogado.
Un estallido de luz multicolor, una rápida sucesión de ladridos y gruñidos, y de repente nueve lobos de las montañas, completamente perplejos y aturdidos, se desparramaron por encima del altar.
Se desplomaron a los pies de Mangas Verdes, chocaron con el monolito y rebotaron en él, y cayeron sobre los cuartos traseros en el camino del oso gris.
Protegiendo instintivamente a su manada, un lobo enorme saltó sobre el rostro del oso y se aferró a su hocico con todos sus resplandecientes colmillos. El macho se medio incorporó para quitárselo de encima de un zarpazo. El lobo movió velozmente las patas traseras buscando un punto de apoyo en la hierba, y tiró para arrancar carne y desequilibrar a su oponente. Otros lobos lanzaron mordiscos a los flancos del oso, pero la hembra enfurecida cargó por entre ellos y los derribó a derecha e izquierda.
—¿Lobos rabiosos para detener osos hambrientos? —jadeó Morven—. ¿Eso es una mejora?
Gaviota estaba tan sorprendido que sólo pudo menear la cabeza.
—¡La he visto jugar con tejones! ¡Con ciervos! ¡Incluso con lobeznos! Pero nunca me había imaginado que hubiera tocado...
Un rugido hizo que girase sobre sus talones. En lo alto del monolito había acurrucado un león de las montañas que se aferraba a la piedra con garras afiladas como navajas de afeitar. Con los blancos bigotes erizados y las orejas echadas hacia atrás, el león aulló un desafío a aquella indignidad.
Un rugido más potente distrajo a los combatientes. Chillando, aullando, saltando y gritando, una horda de bárbaros de cabellos blancos, cuerpos pintados de azul y grandes colmillos se estaba congregando dentro de la brecha abierta en aquellos muros de espinos imposiblemente retorcidos.
Y un instante después se lanzó a la carga.
—¡Atrás! —gritó el leñador por encima de los alaridos de los bárbaros. Agarró a Mangas Verdes de un brazo y tiró de Morven, empuñando su hacha mientras tanto—. ¡Tenemos que ponernos a cubierto!
—¡No hay ningún sitio donde ponernos a cubierto! —chilló Morven, haciendo sonrojar al aire con la retahíla de juramentos y maldiciones de marinero que gritó a los bárbaros que se aproximaban.
Gaviota no discutió con él. No podían enfrentarse a todo un ejército. Fue retrocediendo alrededor del monolito, arrastrando a sus compañeros con tal premura que se veían obligados a caminar de puntillas, hasta que la columna de piedra se alzó como un muro a su izquierda.
Cerca del altar, la pelea entre el oso y el lobo hacía saltar mechones de pelaje por los aires. Cinco lobos atacaban a los osos grises y les lanzaban mordiscos, más amenazando que luchando de verdad. El oso golpeó a un lobo con una zarpa, se lanzó sobre él y lo pisoteó, y después giró velozmente sobre sí mismo. Gaviota podría haber tocado la cola del oso.
Pero el avance de los bárbaros y su griterío hizo que la encarnizada pelea cesara de repente. Lobos aullantes atravesaron a la carrera la primera línea de guerreros y desaparecieron por entre los delgados tallos espinosos. Los osos grises echaron a correr detrás de ellos, y se abrieron paso ruidosamente a través de zarcillos y lanzas de piedra.
Gaviota pensó que ya no había nada que los protegiera.
Sesenta bárbaros de piel azul avanzaron a la carrera en una formación de cinco en fondo. Mientras corrían lanzaban gritos salvajes y llenos de orgullo, en los que algunos destrozaban el nombre de un dios de la guerra lo bastante alto para que sus alaridos resonaran dolorosamente en los oídos. Reían como si fueran a una merienda campestre en vez de a una carnicería. Gaviota y sus compañeros quedarían hechos picadillo en cuestión de segundos.
Corrieron hasta la pequeña hondonada medio oculta detrás del monolito, y a Gaviota le bastó con un rápido vistazo para comprender que estaban atrapados.
El muro de espinos-espadas-madera seguía siendo una sólida barrera, de seis metros de anchura en aquel punto, que se interrumpía bruscamente en el borde del acantilado. Las raíces y las ramas se asomaban al vacío. Gaviota había albergado la vaga esperanza de que podrían correr alrededor del monolito, ya que su base no se encontraba en el mismo borde del risco. Pero rocas que terminaban más arriba de lo que podía llegar con las manos se amontonaban sobre la parte de atrás del cono oscuro, posiblemente para sostenerlo, y había toda una hilera irregular de ellas que mediría unos cinco metros de longitud. Con un poco de tiempo, hubieran podido escalarla y trepar por encima de ellas..., pero no disponían de tiempo. Gaviota entrecerró los ojos para protegerlos del sol poniente y descubrió que el borde del acantilado caía en línea recta más de seis metros hasta terminar en rocas barridas por el oleaje.
Sólo había unos tres metros de espacio entre el monolito y el muro de espinos, pero no tenían nada con que llenar la brecha, pues la bestia mecánica de Stiggur seguía estando atrapada entre los matorrales espinosos. El muchacho manipulaba los controles. Las palancas chasqueaban, las poleas entraban en acción y los engranajes rechinaban y giraban, pero el artefacto había quedado atascado entre los gruesos tallos. De todas maneras, Gaviota no estaba muy seguro de que hubiera podido formar una barrera.
Aquella hondonada sería el último campo de batalla para Gaviota, Mangas Verdes y Morven. Lucharían, y luego morirían. A la hora de morir, podrían escoger entre las espadas o una caída en el vacío.
Gaviota empujó a su hermana contra las rocas, colocándola detrás de él, y alzó su hacha. Morven levantó su patético pincho de acero.
Los bárbaros atacaron.
* * *
Eran las mismas personas que habían capturado a Gaviota y Mangas Verdes en aquel bosquecillo cercano a la playa, bárbaros que eran seres humanos normales y corrientes salvo por los colmillos y las cabelleras blancas. Cubiertos de tatuajes y con la piel vuelta de color azul por el jugo de las bayas, llevaban escudos de cuero pintado e iban armados con espadas de bronce de hoja curvada o garrotes de cabeza de obsidiana que parecían pequeños picos de cavador. Gaviota vio que las escasas mujeres que había entre ellos también tenían colmillos y tatuajes. Los bárbaros avanzaron en una carga tan ciega como incontenible, con las armas levantadas y aullando igual que demonios.
El campo visual de Gaviota quedó lleno de azul, y ya no tuvo más tiempo para pensar, y ni siquiera para llamar a su hermana. Aquel era el combate de su vida.
Un bárbaro aullante hizo girar su espada en un mandoble asestado con las dos manos. El leñador alzó el mango de su hacha en el aire, y la hoja chocó con la dura madera de nogal. Gaviota golpeó la sien del guerrero con el extremo del mango, derribando al bárbaro.
Una mujer se lanzó sobre él y su bruñida espada salió disparada hacia la ingle de Gaviota. El leñador bajó el mango de su hacha para bloquear el golpe, pero el ataque de la mujer sólo era una finta. La espada retrocedió, tan veloz como la lengua de una serpiente, y se dirigió hacia el estómago de Gaviota. El leñador se encogió sobre sí mismo y esquivó el golpe, recibiendo la punta en las costillas. El dolor le hizo enloquecer de ira. Maldiciendo, apartó la espada hacia arriba e incrustó la punta del mango del hacha en la mandíbula de la mujer. Los dientes se rompieron, y su mandíbula sufrió el mismo destino un instante después. La mujer se derrumbó, y Gaviota se alegró de verla caer. Era un enemigo demasiado peligroso.
Gaviota siguió soltando un chorro incesante de maldiciones mientras atacaba y esquivaba ataques. No le gustaba tener que luchar con aquellos adversarios. Esas personas eran tan esclavas de Liante como lo había sido Gaviota. Pero estaban bajo el control del hechicero, y le matarían si podían hacerlo.
Y no cabía duda de que lo harían. Eran guerreros bien adiestrados y acostumbrados a utilizar la espada, y Gaviota era un leñador. Hasta el momento había tenido suerte, pero eso no podía durar. Alguien le sacaría las tripas del cuerpo antes de que transcurriese mucho tiempo.
Por el rabillo del ojo vio que Morven había obtenido una espada de bronce y un escudo, y que estaba repartiendo mandobles con tanto entusiasmo como si los enemigos fueran espigas de trigo a las que quisiera separar de la paja. El marinero hería cabezas y manos, y mantenía a raya a media docena de enemigos.
Un par de bárbaros, un hombre y una mujer, se lanzaron sobre Gaviota atacando desde dos direcciones a la vez. El hombre hizo girar su garrote de guerra desde la derecha, y Gaviota se echó a un lado para esquivar el golpe. Pero ése era el plan. La mujer lanzó un mandoble desde la derecha, hiriéndole en el codo y salpicándole de sangre el costado. Gaviota ya había comprendido las ventajas que encerraba luchar provisto de un escudo. El leñador lanzó su hacha contra el hombre impulsándola con una sola mano, pero el bárbaro retrocedió de un salto. El dúo intercambió unos cuantos gritos, y volvió a aproximarse para repetir el mismo ataque de antes.
Había dado resultado una vez, y volvería a darlo otra. Gaviota sufriría una herida detrás de otra hasta morir.
Y entonces hubo un gran estrépito de madera que se astillaba y lanzas de piedra rotas.
* * *
Stiggur logró liberar a la bestia mecánica del muro de espinos con un ensordecedor chasquido de tallos que se partían y un repiqueteo de grandes patas de madera y hierro.
Los conos articulados que servían de ojos a la bestia giraron hasta centrarse en el leñador. Montado sobre ella, como un niño encima de los hombros de su padre, el muchacho volvió frenéticamente la cabeza de un lado a otro contemplando a los bárbaros que se disponían a caer sobre su héroe. Stiggur se aferró al cuello de la bestia tambaleante y empezó a tirar de las palancas, avanzando hacia la oleada de bárbaros y llevándose consigo grandes cantidades de zarcillos espinosos que se arrastraban sobre el suelo detrás de la bestia mecánica. Amenazados por las temibles pezuñas y patas, los hombres y mujeres azules retrocedieron y empezaron a alejarse de la insignificante línea defensiva de Gaviota, retirándose alrededor de la bestia en dirección al claro que se abría junto al altar. Un bárbaro se agachó hacia el lado equivocado y quedó atrapado entre una pata trasera y el monolito, siendo aplastado hasta que chorros de sangre brotaron de su boca.