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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (34 page)

—No. Si hemos averiguado una cosa, es que los Dominios no terminan nunca. Bajo Dacian, la de la lustrosa cabellera negra, hemos visto un centenar de tierras. Algunas eran agradables, otras eran agujeros infernales. Pero todas eran distintas y estaban muy lejos unas de otras. Nunca me he encontrado con nadie que conociese el camino que lleva a nuestra tierra natal. Normalmente estoy haciéndoles agujeros con mi espada, por supuesto...

—Dacian —murmuró Gaviota—. El nombre de la que mató a mi familia... Aunque ahora sé que Liante miente, por lo que él también debió de tener alguna parte en eso.

Morven se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la palmera.

—En mis viajes he visto un millar de tierras. Los Dominios son todo islas, algunas de centenares de leguas de longitud, algunas tan pequeñas como un pañuelo... Pero los mares no se terminan nunca. Algunos navegantes opinan que el mundo es redondo, como una pelota, y que si seguimos navegando lo circundaremos y encontraremos el puerto del que hemos salido. Pero ¿cuánto se tardaría en hacer eso? ¿Años? ¿Décadas? Nadie lo ha hecho nunca, o ni siquiera ha intentado contar la mentira de que lo había hecho. Es imposible.

—Todo irrá cada vez peorr parra nosotrros —dijo Bardo, el paladín, con voz solemne—. Los hechicerros rrealmente poderrosos se mueven más allá de la humanidad. Aprrenden a caminarr porr los planos que hay entrre los mundos, tierrrra que no podemos imaginarr, donde el cielo es verrde con cinco lunas, y los hombrres están vueltos del rrevés, o rrespirran humo, o... De momento estos dos hechicerros, Dacian y ese llamado Liante, caminan porr tierrrras que podemos entenderr. Un día, cuando sean poderrosos, serremos llevados a lugarres que ni siquierra los dioses visitan...

El silencio siguió a esa profecía.

—No lo entiendo —gruñó Gaviota—. Si los hechiceros pueden esfumarse de un sitio para aparecer en otro, de la misma manera en que un conejo puede meterse por un agujero y volver a la superficie a un tiro de arco de allí, ¿por qué viaja Liante en una caravana de carros? ¿Por qué no mueve las manos y traslada todo lo que quiera llevarse consigo hasta el siguiente destino, leguas más allá?

—Necesitas algún sitio en el que guardar tu comida y tu botín —intervino Morven—. Incluso los hechiceros tienen que comer.

Un fruncimiento de ceño pensativo arrugó la frente de Holleb, y el centauro meneó la cola de un lado a otro.

—Hay sitios a los que es más fácil saltar, sitios mágicos donde la música canta en los oídos... Tu conejo tiene muchos túneles subterráneos, sí, pero sólo dos, tres agujeros. No puede moverse a través de la tierra, ha de correr hasta la abertura.

Gaviota deslizó un dedo por el filo de su hacha.

—Sí, creo que tienes razón. Gracias a mi hermana he sabido —¡dioses, si fue anoche mismo cuando lo supe!— que el Bosque de los Susurros es uno de esos lugares, un sitio mágico desde el que se puede saltar a otros. Liante llegó allí y destruyó nuestra aldea, pero después tuvo que llevar su caravana de carros campo a través hasta el próximo punto de salto, esté donde esté ese sitio. ¡Por la maldición de Chatzuk! ¿Qué es lo que quiere de mi hermana?

Ante sus rostros confusos, el leñador explicó las palabras de su hermana, cómo podía hablar de repente y cómo Liante les había traicionado.

—Pero ¿hacia dónde se dirige? ¿Y por qué?

El silencio se adueñó del claro. Los vientos marinos agitaban las copas de los árboles. El sordo retumbar de los pasos de la bestia mecánica se acercó un poco más, y luego se fue alejando. Un lagarto verde se metió debajo de una hoja, y Stiggur, siendo un muchacho, lo cogió de manera instintiva.

—Tal vez nunca lo sepamos —suspiró Morven—. Holleb, ¿se te ha ocurrido alguna forma de obtener cerveza a partir de los cocos?

—¡No! —El grito de Gaviota sobresaltó a todo el mundo. El temor de lo que pudiera ocurrirle a Mangas Verdes había renovado su ira—. ¡No vamos a instalarnos aquí! ¡No vamos a ponernos cómodos en esta jaula! ¡Vamos a encontrar una salida!

Todos se limitaron a contemplarle en silencio. Stiggur mostró un destello de esperanza, sabiendo que su héroe era capaz de conseguirlo todo. Pero el resto reaccionó con una calma impasible..., y con resignación.

Gaviota no pudo soportar la expresión de impotencia que veía en todos sus rostros.

—¡Levanta, Stiggur! ¡Y tú también, Morven!

El marinero siguió sentado y se limitó a menear su canosa cabeza.

—Mis días de obedecer órdenes han terminado, amigo.

La respuesta del leñador consistió en agarrarle por el hombro y tirar de él hasta ponerle en pie.

El marinero se frotó el brazo.

—¡Calma, calma! ¡Estoy contigo! ¿Adónde vamos?

Gaviota no lo sabía. Pero no debían quedarse sentados sin hacer nada, porque eso sería una muerte lenta.

—Recorreremos la isla —dijo—. Veremos todo lo que haya que ver aquí.

—No hay gran cosa que ver —murmuró Tomás.

Pero los dos hombres y el muchacho ignoraron sus palabras y echaron a caminar, con Gaviota abriendo la marcha.

* * *

La decisión de escapar que había tomado Gaviota se iba reforzando con cada paso que daba. Aquella isla podía ser el paraíso, pero seguía siendo una prisión. El leñador avanzó a grandes zancadas por la playa mientras Morven y Stiggur se esforzaban por mantenerse a su altura.

Sorprendentemente, había mucho que ver.

En el centro de la isla encontraron a los «seres-hormiga» de Holleb. Aquellas criaturas de metro y medio de altura, marrones como troncos de árbol y hechas de segmentos articulados cubiertos de rígidos pelos negros que caminaban erguidas, parecían haber surgido de un hormiguero pateado por un hechicero que luego hubiera convertido a sus moradores en soldados mediante la magia. Sus únicos adornos eran hojas de palmera unidas mediante algún pegamento —escupitajos de hormiga, sugirió Morven— a sus cabezas en forma de yelmo. Iban armados con toscas hojas de hierro, un cruce entre una pala y una lanza. Cavaban túneles, trincheras y pequeñas cañadas en el cráter del volcán muerto. Algunas traían hojas y frutas mientras que otras montaban guardia. Todas trabajaban en un silencio fantasmagórico, agitando sus antenas como si estuvieran hablando entre ellas.

Los viajeros no pusieron a prueba a los centinelas, y se conformaron con observar desde un pequeño promontorio. Aquellas bestias-insecto que parecían idénticas resultaban difíciles de contar, pero les pareció que había por lo menos un centenar, aunque muy bien podía haber decenas más debajo del nivel del suelo.

—Esperemos que no se aficionen a la carne —siseó Morven.

Después fueron al otro extremo de la isla y se encontraron con los trasgos, el ladrón con aquella franja oscura que le daba aspecto de mofeta llamado Sorbehuevos entre ellos. Con los trasgos vivían algunos orcos grises de gran tamaño, los primeros que Gaviota había visto jamás. Aquellos orcos del Clan Zarpafierro les gritaron que gobernaban la isla..., hasta que Gaviota dejó tumbado a uno en el suelo golpeándolo con el mango de su hacha. Después de eso el clan fue todo amabilidad y quejumbrosa cortesía, pero los orcos no sabían nada.

Los exploradores siguieron adelante, y pasaron la noche hechos un ovillo sobre la arena caliente.

Los pájaros emprendían el vuelo al oír sus pasos, los cerdos salvajes huían correteando por entre la espesura, e incluso una tortuga marina fue divisada más allá del arrecife, nadando tan sumergida en el agua como un tonel. Se encontraron con una primitiva estatua de barro de un metro y medio de altura. Resultaba obvio que había sido dejada caer allí, pues yacía de lado sobre un frondoso matorral. En un bajío encontraron un viejo navío naufragado, que Morven les explicó era una carabela, con los castillos de proa y popa tan altos que parecía un zapato de madera. Gran parte del navío estaba intacta, pero el arrecife le había arrancado el fondo durante una tormenta. Aparte de un poco de hierro y algunos mástiles rotos, la carabela no tenía nada que ofrecerles.

El segundo día se encontraron con la bestia mecánica, que seguía con su incansable y ruidoso vagabundeo sin sentido.

El sol ya estaba muy arriba del cielo al tercer día cuando llegaron al sitio en el que habían aparecido.

Morven y Stiggur entraron en el tosco campamento y se dejaron caer sobre la arena. Pero las rápidas zancadas de Gaviota hicieron que el gigante medio dormido, los soldados rojos y los centauros levantaran las miradas hacia él.

—¡Venid aquí! —ordenó el leñador.

Sintiendo curiosidad y preparada para cualquier diversión, aquella abigarrada colección de seres se frotó los ojos y se preparó para escuchar.

El leñador no se sentó, sino que empezó a ir y venir por el pequeño círculo. Mientras hablaba iba dando golpecitos en el mango del hacha que empuñaba. La enorme hoja de acero que oscilaba en el aire empezó a producir un efecto casi hipnótico sobre quienes le contemplaban.

—Estamos atrapados aquí —empezó diciendo Gaviota—. Nos sentimos impotentes, como si debiéramos sentarnos y esperar la llegada de la salvación.

Hizo una pausa. Todo el mundo estaba escuchándole, profundamente fascinado.

—Puede que estemos atrapados, pero no estamos impotentes. Hemos sido enviados aquí, y podemos ser sacados de este lugar.

Un murmullo recorrió la pequeña multitud.

—Pero eso... —dijo Morven.

Gaviota le interrumpió.

—Todos nosotros somos luchadores. Nos han metido en una guerra: las personas normales y corrientes contra los hechiceros. Pero limitarnos a permanecer sentados sin hacer nada, dejándonos dominar por la desesperación y esperando que alguien nos ayude... ¡es perder la batalla sin haber levantado una mano! ¡No somos ovejas que esperan ser sacrificadas! ¿Lo somos?

Hubo un murmullo de negativa, pero aparte de eso los que le escuchaban se conformaron con mirarse unos a otros.

—¿Cómo? —aulló Gaviota—. Lo único que oigo es el susurro del oleaje. ¿Somos ovejas o no lo somos?

—¡No! —exclamó Tomás, el guerrero de la barba negra.

—No, no lo somos —dijo Morven sin alzar la voz—. Pero ¿qué podemos...?

—¡Podemos prepararnos para luchar! —gritó Gaviota—. ¡Luchar! ¡Pero no estamos preparados! ¿Dónde está tu arma, Morven?

El marinero movió una mano en un vago gesto que no señalaba nada en concreto.

—La última vez que la vi, estaba en el carro de los hombres.

—¡Pues entonces te proporcionaremos una nueva arma! ¿Dónde está la tuya, Stiggur?

—No tengo arma —respondió el muchacho con su voz estridente y un poco temblorosa.

Gaviota descolgó su látigo del cinturón y lo lanzó a las manos de Stiggur.

—Ahora la tienes. Al final de esta semana quiero ver cómo arrancas pelitos grises de la barba de Morven.

El muchacho puso cara de perplejidad y alzó el látigo como si fuese una serpiente muerta. Morven le dio un suave codazo y se frotó el mentón con el pulgar.

—Apunta a los pelos negros. Cuantos menos blancos tengas, mayor será el desafío.

Hubo risas, por primera vez.

El leñador siguió hablando, decidido a no darles ni un momento de respiro.

—¡Ahí hay un voluntario armado y listo para practicar! Helki, Holleb, ¿dónde están vuestras armas? ¡Cuando os vi por primera vez, estabais cubiertos de armamento y equipo, y todo estaba impoluto! Ahora...

Los centauros parecieron avergonzarse del estado de descuido en el que habían caído. Sus petos estaban oxidándose dentro de su choza, y sus lanzas habían sido utilizadas para atravesar peces. Los dos volvieron grupas sin decir palabra y con un balanceo de colas, cogieron su armadura y empezaron a quitar las manchas de óxido con puñados de arena.

Tomás se volvió hacia sus camaradas y les hizo una seña con la cabeza. Los soldados rojos cogieron sus espadas cortas y buscaron piedras de amolar. Gaviota siguió su propio consejo y afiló su hacha. El leñador siguió hablando.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo—. Estaremos preparados para la llamada cuando llegue.

Morven tenía las manos vacías y sólo podía rascarse el sobaco.

—¿No estamos olvidando algo? Liante escoge a quien necesita para una batalla, de la misma manera que tú y yo podemos coger una pieza de ajedrez y moverlo de un lado a otro encima de un tablero. Podría conjurar a los centauros, o a estos tipos, pero ¿por qué conjurarte a ti o a mí? Ellos podrían esfumarse en cualquier momento y nosotros nos quedaríamos solos aquí para construir castillos de arena...

—Morven, mientras hay vida hay esperanza y una forma de resolver los problemas —le interrumpió Gaviota—. Todos nosotros trabajaremos juntos y todos nosotros saldremos de esta isla. ¡Y cuando lo hagamos, mataremos a Liante y a cualquier otro hechicero que encontremos!

Sus palabras hicieron que Tomás lanzase un magnífico grito de guerra que surgió de lo más profundo de su alma. Todos se sobresaltaron, y después se echaron a reír. Helki se irguió sobre sus patas traseras y relinchó su grito de batalla, y Holleb se unió a él. Morven se rió y aulló una estrofa de una canción marinera.

Y un instante después todos estaban gritando y chillando y cantando, y bailaban por el claro.

Gaviota era el que gritaba más fuerte de todos.

—¡Recordad Risco Blanco! ¡Recordad Risco Blanco!

* * *

Estuvieron haciendo planes hasta bien entrada la noche.

Organizaron un esquema de turnos de guardia ininterrumpida en el que todo el mundo vigilaría durante tres horas. Idearon señales de advertencia por si se daba el caso de que alguien fuera «convocado» de repente, y compararon notas y el escaso conocimiento que poseían. ¿Era posible que alguien que desapareciese arrastrara consigo a un compañero? ¿Era mejor salir huyendo, o volver a la isla con noticias? ¿Era posible hacerlo?

Faltaba poco para el amanecer cuando Morven gimió y se estiró hasta hacer crujir su espalda.

—Pero aun así, quedarnos aquí esperando...

—No esperaremos —dijo Gaviota—. Trabajaremos.

Sus palabras sorprendieron al marinero a medio estirarse.

—¿En qué?

—Trabajaremos con lo que tengamos, y arreglaremos todo lo que necesite arreglarse. Empezaremos con la bestia mecánica.

—¿Eh? —preguntaron varias voces al unísono—. ¿De qué nos puede servir?

Gaviota se encogió de hombros.

—Algún hechicero la creó y otros hechiceros la invocan o la devuelven aquí, por lo que ha de tener alguna utilidad. Sea cual sea, la haremos caer al suelo y sustituiremos esa pata que no funciona con un mástil sacado del barco naufragado. Ése es tu trabajo, Morven: dinos qué necesitas. Ah, y desmonta esa carabela, a ver qué más puedes encontrar en ella... Liko, ¿puedes ayudar? Buen chico. Será mejor que te preparemos un garrote para que puedas hacer papilla a los matones de Liante. Stiggur, quiero verte chasqueando ese látigo hasta que seas capaz de dejar sin pestañas a un mosquito. Eres listo y tienes buenos reflejos, así que sé que puedes hacerlo.

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