La bestia mecánica se alzó sobre él y Gaviota retrocedió hacia Mangas Verdes para evitar quedar aplastado por la mole de madera y hierro. Stiggur detuvo el monstruo con un ruido atronador en el mismo borde del acantilado.
Morven y Stiggur lanzaron vítores y hurras, pero Gaviota enseguida los hizo callar.
—¡Se reagruparán y volverán a atacarnos! —gritó—. ¡Tienen que hacerlo, los yugos mágicos les obligan! ¡Acuesta a la bestia en el suelo, Stiggur! ¡Necesitamos una barricada!
El muchacho frunció el ceño, al borde del llanto, y se mordió el labio mientras se inclinaba por encima del flanco de la bestia mecánica.
—¡Pero es que no puede acostarse, Gaviota! ¡No hay ninguna palanca para eso!
—¿Cómo? —El leñador soltó una maldición. Por supuesto que no la había. La bestia siempre permanecía en posición vertical, como un caballo dormido. Liko y las palancas habían hecho que cayera. Bien, ¿qué hacer entonces?—. Bueno... ¡Demonios! ¡Pues hazla girar!
Stiggur fue haciendo avanzar el monstruo en un apretado círculo, con los engranajes chirriando y protestando continuamente. A cada paso que daba, Gaviota temía que cayera por el acantilado y los enviara a todos a las rocas que había debajo. Acabaron con su brecha encogida hasta unos dos metros, que era el diámetro del estómago de la bestia. Las sólidas piernas, tan gruesas como los pilares de un muelle, ofrecían el mismo refugio que cuatro troncos de árbol.
Pero los bárbaros empezaron a gritar y entonaron ruidosos cánticos para burlarse de sus enemigos y darse ánimos unos a otros. Se dieron codazos, se empujaron y discutieron, adoptando una tosca formación de varias líneas para el próximo ataque. Gaviota supuso que estaban usando algún tipo de jerarquía para decidir quién atacaba en primer lugar y quien iría el segundo en función de la casta, la familia o las hazañas del pasado. El sistema producía un gran número de discusiones y enfrentamientos.
El leñador aprovechó aquellos momentos de calma para tratar de pensar en lo que debían hacer. ¿Podrían sobrevivir a una caída hasta las rocas de abajo? No sin romperse algún miembro. ¿Valía la pena que trataran de escalar aquel montón de peñascos? ¿Qué había al otro lado? Gaviota se agarró el codo ensangrentado, se frotó las costillas heridas por el filo de una espada de bronce y empezó a sentir que la desesperación se adueñaba de él. Todos morirían allí, y pronto. ¿Podría convencer a Mangas Verdes de que fuera con Stiggur, y hacer que el muchacho se abriera paso a través de los espinos y huyera...?
Mangas Verdes le agarró del brazo y señaló hacia arriba.
El león de las montañas también había aprovechado la pausa para tensar sus cuartos traseros y saltar desde la cima del monolito hasta el montón de rocas. El gran gato cayó seis metros o tal vez más, pero aterrizó sin producir ni un solo sonido. Después saltó sobre las rocas, dirigiéndoles un bufido mientras lo hacía, y acto seguido desapareció. Pero un instante después oyeron ruido de mandíbulas y muchos gruñidos, y Gaviota reconoció el estridente parloteo de un tejón enfurecido. Así que el tejón gigante había ido a parar allí...
—Vamos a tener más peleas de bichos —murmuró Morven. El marinero empezó a tirar de una roca, intentando arrancarla del suelo y dejarla acostada para que le sirviera de protección, pero la roca siguió donde estaba—. Muy útiles. ¿Por qué no dragones que escupan fuego?
Gaviota se frotó la frente y se apretó las costillas ensangrentadas. Se sentía tan frustrado y atrapado que hubiese podido gritar. Si Mangas Verdes pudiera controlar a esos condenados animales, volverlos contra los bárbaros y obligarles a pelear... O si pudiera conjurar algo que fuese capaz de pensar...
El grito surgió de la garganta del leñador tan bruscamente que su hermana dio un salto.
—¡El gigante, Liko! ¿Te acuerdas de él, Verde? ¡Llámale! ¡Y los centauros! No, espera... —Mangas Verdes ya había conjurado a los centauros, pero Helki y Holleb se habían alejado al galope porque el ejército azul les cortaba el paso. Gaviota repasó una lista mental tan confusa como las rocas—. ¿Qué hay de Tomás, los soldados rojos...? —No, Mangas Verdes nunca había llegado a encontrarse con ellos. ¿Quién más? ¿El paladín? No. ¿Los soldados-hormiga? Tampoco—. ¡Trae aunque sea a los trasgos! ¿Te acuerdas de ese pequeño ladrón, Sorbehuevos?
—¡Se están preparando para lanzarse a la carga, Gaviota! —gritó Stiggur desde lo alto de la bestia mecánica.
—Lo que quiero saber es dónde está Liante —exclamó el marinero—. ¡No me gusta nada que ande suelto por ahí, pensando en más cosas que lanzar contra nosotros! No...
Pero un grito de Stiggur le interrumpió. El muchacho señaló detrás de ellos.
Envuelta en un resplandor dorado por el sol poniente, una silueta se alzaba sobre la masa de peñascos. Vestida de cuero negro y con un sencillo yelmo, iba armada con un escudo y una espada corta, y un lado de su rostro estaba surcado por una larga cicatriz.
—¡Kem!
* * *
El guardia se deslizó sobre las rocas, saltando y trepando hasta que acabó descendiendo de un salto junto a Gaviota.
—¿Qué quieres? —preguntó hoscamente el leñador—. ¿Has venido a pedir que nos rindamos a Liante?
La piel tensada por la cicatriz se estiró hacia arriba.
—Ya sabía que ayudaros sería un error.
Los dos hombres hablaban tan tranquilamente como si se encontraran delante de una cervecería en el pueblo, en vez de estar aguardando la muerte.
—No necesitamos tu ayuda —dijo Gaviota.
—Bueno, pues la tenéis tanto si os gusta como si no.
—No esperes ninguna gratitud.
—¡Yo te daré las gracias! —gritó Morven, que seguía tirando de las rocas—. ¡Gracias, muchísimas gracias! ¡Ahora daros un besito y luchad con el enemigo, condenado par de orgullosos!
Gaviota se agarró el codo dolorido. Un hilillo de sangre bajaba por su antebrazo y hacía que el mango de su hacha se fuera poniendo resbaladizo.
—¿Se te ocurre alguna manera de ayudarnos, hermana?
Pero Mangas Verdes estaba escuchando un sonido silencioso. Con una mano en el monolito, curvó los dedos de la otra, la alzó...
—¡Allá vamos! —gritó Kem.
Se puso a la izquierda de Gaviota, su lado herido, y levantó su espada. Gaviota se limpió la mano ensangrentada en la túnica y empuñó su hacha. Morven golpeó su escudo con la espada robada, y canturreó una estrofa de alguna canción de marineros.
Los bárbaros por fin habían conseguido colocarse en filas de seis combatientes. La horda avanzó marcando el paso, cantando y golpeando sus escudos con las armas.
Aquella carga era distinta. Después de una docena de pasos, el contingente principal se detuvo y siguió cantando, mientras que la primera fila de seis combatientes se lanzaba al ataque. Gaviota supuso que se trataba de un grupo suicida, o quizá fueran guerreros jóvenes decididos a matar su primer enemigo. O tal vez los bárbaros se habían compadecido de la pequeña fuerza de Gaviota y se habían limitado a enviar sus guerreros más torpes.
Los atacantes demostraron no tener ninguna experiencia en el combate, pues los defensores acabaron con ellos casi enseguida.
Estorbado a ambos lados por Morven y Kem y con el techo que suponía el estómago de la bestia mecánica colgando por encima de él, Gaviota alzó su hacha, tensó los brazos y golpeó. El enemigo que tenía delante de él era una mujer, joven por debajo de sus tatuajes y su tintura de bayas, e incluso bonita a pesar de los colmillos. A Gaviota no le gustaba nada la idea de matarla.
Pero tenía que hacerlo. El leñador movió la enorme hacha en un veloz giro que se abrió paso a través del escudo de cuero de la mujer y le hendió el hombro. La sangre brotó y la mujer se derrumbó a los pies de Gaviota, sangrando abundantemente por la herida. Gaviota liberó el hacha de un tirón y encontró el escudo enredado en el mango. Perdió unos segundos preciosos sacándolo de allí...
... y un bárbaro cayó sobre él, lanzando un feroz mandoble con su espada...
... y murió sobre la hoja de Kem.
El experimentado guerrero había eliminado a sus dos atacantes, y aún le había sobrado tiempo para matar al bárbaro que atacaba a Gaviota.
—¡No me des las gracias! —gruñó Kem—. ¡Otra vez!
—¡No lo haré! —jadeó Gaviota—. ¡Pero estamos empezando a quedar en paz!
—¿En paz? ¡Ja! Me debes...
Otro grito surgió de la masa de bárbaros. Con la primera línea muerta, la segunda echó a correr hacia ellos.
«Estamos perdidos», pensó Gaviota. Nunca conseguirían salir vivos de allí.
Y entonces una nube luminosa de color verde y marrón onduló en el aire manchado de rojo por el crepúsculo, y otro monolito se alzó hacia el cielo.
* * *
Con la espalda apoyada en el monolito negro, Liko se rascó una cabeza con su único brazo e intentó entender la escena que se agitaba alrededor de sus rodillas. Gaviota vio que por suerte se había traído consigo su garrote recién tallado. El gigante fue uniendo lentamente las piezas del rompecabezas.
—¡Dale a alguien azul, Liko! —gritó el leñador.
—Ahhhhh...
Las dos cabezas asintieron.
El gigante se puso en movimiento, se enredó los pies en la masa de espinos arrancados por la bestia mecánica y cayó cuan largo era.
El estrépito de su caída hizo temblar el suelo y dejó aturdido a todo el mundo. Pero Liko extendió su única mano y agarró a un bárbaro por la pierna, de la misma manera que un niño podría agarrar una rana. El hombre azul le pinchó los dedos con la espada, y el gigante lo soltó.
La segunda oleada de bárbaros chocó con la línea de defensores, y esta vez el ataque se produjo por parejas. Una robusta mujer azul hirió la rodilla de Gaviota con la punta de su espada. Su pareja de ataque, que probablemente también era su compañero fuera de la batalla, se lanzó sobre Gaviota por el otro lado con los labios curvados en una sonrisa adornada por colmillos para asustarle. El leñador no podía atacar con su hacha sin dejarse las tripas en una espada. Los dos bárbaros se esconderían detrás de sus espadas y sus escudos, e irían acosando implacablemente a Gaviota hasta derribarle y acabar con él como si fuese un ciervo al que no habían dejado espacio para maniobrar.
Pero los bárbaros frenaron su ataque y se retiraron cuando más colores de la tierra ondularon justo detrás de ellos, separándoles de sus camaradas. Por el tamaño de los destellos Gaviota esperó algo formidable, alguna potente fuerza, aunque hasta entonces hubiera pensado que la alacena de Mangas Verdes ya había quedado vacía.
Un puñado de trasgos que chillaban y discutían a gritos entre ellos surgió de la nada.
* * *
Sólo tres de las pequeñas y rastreras criaturas verdigrises blandían sus lanzas de punta endurecida por el fuego. El resto venía con las manos vacías, salvo por uno que empuñaba un muslo de ave recién salida de la hoguera.
Los trasgos miraron a su alrededor, perplejos y confundidos. Después todos aullaron a coro cuando vieron a los bárbaros.
Tres lanzas volaron por los aires como largas pajas. Los trasgos echaron a correr en todas direcciones, tan bienvenidos como puercoespines en una hamaca.
Un guerrero apartó a un trasgo de un golpe, sólo para caer al suelo cuando el trasgo se agarró a su tobillo. Otro saltó a los brazos de una guerrera, aferrándose a la cabeza de la mujer con tal desesperación que ésta no podía ver nada. Un trasgo pasó corriendo junto a Kem, trepó velozmente por las rocas y, a juzgar por el ruido que hubo a continuación, se dio de narices con la pelea entre el jaguar y el tejón gigante. Otro corrió en línea recta hacia el monolito y chocó con él, quedando aturdido por el impacto durante unos momentos y escalando luego la columna de piedra hasta la mitad únicamente a fuerza de uñas. Un trasgo particularmente idiota que no paraba de mirar por encima de su hombro consiguió dejar atrás el borde del acantilado y saltar al vacío, donde quedó suspendido un momento —todavía moviendo desesperadamente las piernas— antes de caer. Gaviota vio cómo un trasgo que tenía una franja de pelaje negro, Sorbehuevos el ladrón, huía cual una exhalación y se metía debajo de las faldas de Mangas Verdes para esconderse.
Una patada del leñador envió a otro trasgo hacia las piernas del bárbaro que estaba atacándole, con el resultado de que los dos cayeron al suelo. La mujer cometió el error de mirar cómo caía su amante, y Gaviota le golpeó la cabeza con el plano del hacha. Cuando el hombre se irguió y empezó a lanzar mandobles, Gaviota le partió el cráneo por la mitad como si cortase madera.
—¡Malditos seáis! —gritó, tan enfurecido que casi se encontraba al borde de la histeria—. ¡Quedaros en el suelo!
Kem, que estaba a su lado, usó la cabellera blanca de la mujer para limpiar la sangre de la hoja de su espada.
—¡Tendrías que haberte limitado a cuidar de los caballos, corta leños! ¡Esto es trabajo de hombres!
Morven soltó un resoplido.
—¡Muchachos, nunca llegaréis a ser hombres hechos y derechos!
Gaviota se quitó el sudor de la cara de un manotazo. Liko había conseguido incorporarse no muy lejos de ellos, pero media docena de bárbaros estaban amenazándole con sus espadas. El gigante empezó a retroceder con lenta torpeza, todavía no acostumbrado a tener un solo brazo. Gaviota oyó un débil grito surgido de las gargantas de los centauros. ¡Maldición, necesitaban tener a Helki y Holleb allí, no galopando a lo lejos! Mangas Verdes canturreó junto a él. ¿Qué se estaba preparando para invocar? ¿Más trasgos que no servían de nada? ¿Es que su hermana no era capaz de conjurar ningún auténtico combatiente?
Y un instante después Gaviota ya no dispuso de tiempo para seguir pensando, porque la tercera oleada de bárbaros inició su carga. ¿A cuántos habían matado o infligido heridas lo bastante graves para que no pudieran seguir combatiendo? ¿A una docena? ¿Cuántos enemigos dejaba eso? ¿Más de cuarenta? Gaviota resopló mientras volvía a alzar su hacha, y esperó a que la incontenible embestida cayera sobre él..., sabiendo que quizá lo aplastaría.
Pero un bárbaro muy alto que encabezaba la carga gruñó de repente cuando una flecha chocó con su pecho. El guerrero se derrumbó de bruces y la punta del dardo negro le atravesó la espalda. Una guerrera alzó su escudo, pero una flecha se abrió paso a través de él como si fuese de papel y se alojó en su corazón. Otro bárbaro murió de un flechazo en la garganta. Después las filas de atrás, las que entonaban los cánticos, empezaron a morir bajo la lluvia negra.