La voz del marinero indicó a Gaviota que Morven estaba fuera de la caverna. Ya no había más espacio.
—¡Morven! Tú...
—¡Tú debes conjurar uno de esos muros de ramas para bloquear la entrada de esta caverna, muchacha! —le interrumpió Morven, dirigiendo sus palabras a Mangas Verdes—. ¡Ha de ser lo más grueso posible, sin ninguna brecha!
—Pero... —gritó Gaviota.
Se retorció e intentó salir del agujero, pero Kem estaba atascado en la entrada y el marinero se apoyaba en él.
—¡Morven! Tienes que...
Una mezcla de canturreo, trino y chirrido le contestó. Gaviota percibió el amargo olor a tanino de las hojas de roble. La negrura se volvió todavía más negra, si es que tal cosa era posible. Kem soltó un gruñido de dolor cuando la dura corteza le arañó la columna vertebral.
En cuestión de segundos, el muro de ramas de Mangas Verdes los dejó tan sólidamente aislados del exterior como la escotilla de un navío. Las ramas les impedían llegar hasta Morven..., que estaba fuera de la caverna.
Respirar se volvió repentinamente difícil. Y hacía mucho calor. Los olores de la tierra, la sal y los cuerpos eran cada vez más potentes.
—¿Cómo saldremos? —graznó Stiggur.
—Lo que yo quiero saber es si el acantilado aguantará —jadeó Kem—. Esa ola podría arrancar todo este risco y llevárselo al mar...
El guardia gritó la última palabra, pues un rugido más potente que el de cualquier tempestad estaba avanzando-aullando-corriendo-saltando hacia ellos. La temperatura bajó en picado, y se volvió glacial. Gaviota supuso que aquel mar convertido en montaña empujaba delante de él tanto aire frío como un huracán.
Que debía chocar...
... con el acantilado...
... y con Morven...
... de un momento a...
El mundo se disolvió en agua.
* * *
Un infierno líquido cayó sobre ellos, los envolvió y se introdujo en sus cuerpos.
Los pulmones del leñador estaban a punto de reventar, pero cuando intentó respirar tragó agua y barro y aire en una mezcla diabólica. El agua golpeó su rostro, el barro invadió sus oídos, sus órbitas y su nariz, y las raíces tiraron de su cabeza y su columna vertebral. Con las manos doloridas, Gaviota se agarró a todos los cuerpos que compartían el agujero con él, y notó que Mangas Verdes, Stiggur y Kem se debatían tan frenéticamente como él.
«Morven habrá muerto al instante —pensó—. Nosotros moriremos lentamente, boqueando como esos peces que se quedaron atrapados en el fondo del océano...»
La tierra le ahogó y el agua se la llevó en un remolino, el aire se burló de él acariciándole y se desvaneció enseguida. Gaviota fue sacudido como una rata dentro de un barril, y cada centímetro de su cuerpo fue golpeado y embestido.
Nunca pudo recordar cuánto tiempo duró aquello, pero de repente hubo más espacio. Las rodillas de Kem le estaban machacando los riñones. El leñador pensó que el mar estaba girando dentro del acantilado, y que no tardaría en hacerlo añicos tal como había temido Kem. Dentro de unos segundos serían arrastrados al interior de la ola gigante, y se ahogarían.
—¡¡¡¡Gavioooooota!!!!
El guardia se agarraba con tanta fuerza que sus dedos podrían haber partido la clavícula del leñador. Kem estaba siendo arrancado de la entrada.
Con más espacio —demasiado— Gaviota extendió la mano hacia atrás, encontró cuero y se aferró a él. Plantó los pies en los muros, pero éstos se disolvieron en masas de barro. Las raíces que había debajo de una de sus manos se escurrieron igual que chorritos de arena. Gaviota alargó el brazo hacia Mangas Verdes para sostenerla, queriendo mantenerla inmóvil para que no fuese arrastrada. Pero no logró dar con ella, y sólo encontró una pared de barro que se estaba desintegrando.
Los dedos de hierro que oprimían su clavícula la soltaron de repente.
«Kem se ha dejado llevar por las aguas para no arrastrarme con él —pensó Gaviota—. Ha vuelto a salvarnos. Nunca podré pagar esa nueva deuda, ni aunque viva mil años...»
Golpeado por nuevas avalanchas de barro y agua, Gaviota alargó la mano hacia Stiggur y pegó las manos del muchacho a las de Mangas Verdes. Quizá los dos juntos...
Y un instante después Gaviota estaba girando locamente sobre sí mismo. El agua bajó en un torrente por delante de él, lavándole y ahogándole, aspirándole hacia las fauces de un dragón...
Intentó agarrarse...
... y no encontró nada...
... y cayó hacia un inmenso torbellino de agua que giraba locamente.
Un pinchazo despertó a Gaviota.
El leñador abrió sus ojos encostrados de sal y tierra para ver a una gaviota que retrocedía agitando las alas. Dos vidriosos ojos negros parpadearon, y el pico amarillo se abrió y se cerró para emitir un graznido estridente. El ave le había dado un picotazo para averiguar si estaba muerto. La gaviota, indignada, se alejó volando.
El leñador pensó que si existían los presagios, no cabía duda de que aquello era uno. No había esperado ser despertado por el ave que le había dado el nombre..., no a aquel lado de los cielos, por lo menos.
El sol le calentaba la cara. La cabeza le palpitaba dolorosamente porque había estado yaciendo sobre la pendiente con el rostro vuelto hacia el cielo. El leñador se arrancó del fango, pues se había hundido unos treinta centímetros en él, y examinó su cuerpo. Estaba lleno de moretones, heridas y arañazos, y se hallaba descalzo, despeinado y con las manos vacías. Incluso había perdido su faldellín de cuero, y sólo conservaba la túnica de cuero que le llegaba hasta medio muslo.
Pero considerando que hubiese debido estar muerto, no tenía motivos de queja.
Gaviota se frotó los ojos cubiertos de costras con sus sucias manos y miró a su alrededor.
No estaba muy lejos de su caverna, y se encontraba a sólo unos quince metros por encima del oleaje, que acariciaba suavemente la orilla como si la gigantesca ola de marea nunca hubiese existido. La luz solar que centelleaba sobre las olas le obligó a entornar los párpados. Las gaviotas se habían posado sobre el monolito incrustado en la playa. La piedra negra absorbía calor, y las mantenía calientes. «Por fin sirve para algo útil», pensó confusamente el leñador.
Se preguntó dónde estaba Mangas Verdes, y se sorprendió al no sentir la familiar punzada de pánico. Había perdido sus emociones, extraviadas en algún lugar. De momento se limitaba a existir, hambriento y sediento, como la gaviota que le había despertado.
Se dio la vuelta y contempló el agujero del acantilado y los restos de la masa rocosa. Todo tenía un aspecto distinto, pues los cantos y bordes irregulares habían sido alisados y los peñascos más grandes habían sido arrancados de la ladera. La caverna en la que se habían escondido apenas era una raya, un arañazo en el terreno. Gaviota pensó en las hormigas de un hormiguero sobre el que alguien hubiera acabado de orinarse. Los dioses y la naturaleza obraban como les venía en gana, y las personas y los animales vivían o morían, impotentes e indefensos.
El leñador subió tambaleándose por la pendiente, avanzando hacia un bulto empapado de color marrón y blanco. Era Stiggur, renacido como una patata sacada del suelo. El muchacho jadeó y flexionó los músculos, y la capa de barro se fue agrietando.
Gaviota dejó a Stiggur donde yacía para que se fuera recuperando y mirase a su alrededor y encontró otro bulto un poco más arriba. Era su hermana, también recubierta de barro. Gaviota arrancó la tierra seca de su cara y le dio un suave codazo. Mangas Verdes murmuró con voz adormilada, como siempre, y después se despertó tan deprisa como un gato.
—¿Qué...?
Gaviota recorrió la lisa pendiente de barro con la mirada. No había nadie más.
Los tres bajaron cojeando hasta el océano, se acuclillaron entre las olas y se quitaron el barro. El olor salado del agua agravó todavía más su sed abrasadora.
Cuando se incorporó, Gaviota vio a Kem.
El ex guardia yacía de bruces en un charco entre las rocas. El leñador fue hasta él, apartó a los cangrejos y remolcó los despojos de Kem hasta dejarlos por encima de la línea de la marea, colocándolos cara abajo para que las gaviotas no le sacaran los ojos a picotazos.
—Volveré y te enterraré —le dijo al muerto—. Te debo eso, por lo menos.
Gaviota contempló la inmensidad azul. Morven estaría allí, debajo de las aguas. El mar había reclamado al marinero.
—Vamos —dijo, volviéndose hacia los supervivientes—. Vamos a ver qué ha quedado allí arriba.
* * *
No mucho, como descubrieron.
Toda la parte superior del acantilado había sido barrida por las aguas y estaba totalmente vacía. Ya no quedaba ni rastro de los muros de espinos, las lanzas de piedra y los muros de ramas, y ni siquiera se veía ninguna señal de la tierra roja que había estado debajo de ellos. Después de estrellarse contra la orilla, la gigantesca ola de marea se había llevado consigo prácticamente todo durante su retirada y lo había arrastrado hacia el mar.
Pero había dejado algunas cosas.
Encima de la hierba, como si un niño lo hubiera dejado caer allí, estaba el cofre de maná de piedra rosada. Mangas Verdes lo recogió distraídamente.
Fueron tierra adentro.
Una pradera de hierba maltrecha y envenenada por la sal se extendía durante casi un kilómetro hasta terminar en un bosque de robles y hayas, la última barrera que se había alzado ante aquel oleaje imposible.
De vez en cuando se encontraban con bárbaros muertos. Su pintura azul de jugo de bayas y sus ropas habían sido absorbidas por el agua, con lo que los cuerpos yacían dispersos aquí y allá, morenos y tatuados, como niños que estuvieran jugando a las estatuas. Pero ninguno se movía, y las moscas se arrastraban sobre los rostros. Gaviota se preguntó si habrían muerto maldiciendo a Liante, el hombre que los había esclavizado.
Los árboles habían perdido hojas bajo aquella ola increíble pero, en algún extraño intercambio, habían quedado adornados por festones de restos marinos. Largos cordones verdosos de algas y vegetación oceánica colgaban de los robles. La madera perdida en el mar había vuelto al bosque, arrastrando consigo lechos de moho y hongos viscosos. Una estrella de mar agonizante se aferraba a un haya como si fuese el poste de un atracadero. Un bacalao boqueaba en un nido de hojas. La arena relucía y destellaba por todas partes.
De una hondonada sobresalían cuatro pilotes, como un muelle devastado por la tormenta. Pero estaban unidos entre sí. Stiggur corrió hacia ellos gritando y chillando, dio un rodeo y encontró la cabeza de la bestia mecánica medio enterrada entre ramas rotas. El muchacho empezó a cavar con la energía de la juventud.
Mangas Verdes se cambió de mano el cofre de maná y señaló hacia el bosque. Lo que parecía una ballena blanca subida a un árbol resultó ser el trasero de Liko. Con su atuendo de velas hecho jirones, el gigante se había instalado en el hueco entre dos ramas de un roble a seis metros por encima del suelo. Gaviota supuso que habría estado trepando al árbol cuando la ola cayó sobre él. El gigante era sencillamente demasiado grande para ser arrastrado. Estaba tan arriba que no se podía llegar hasta él, y Gaviota se acercó hasta poder ver que un dedo de un pie, tan grande como una cesta de grano, temblaba levemente. Dejaron al gigante en el árbol para que se despertara por su cuenta.
Siguieron avanzando por el límite del bosque y de repente los dos hermanos se detuvieron, paralizados por el estupor. Las rodillas de Mangas Verdes se doblaron bajo el peso de su cuerpo y la joven cayó al suelo, maullando como un gatito.
Ante la devastación que había causado.
El séquito de Liante estaba esparcido entre los árboles, dispersado como los restos de un nido hecho pedazos.
Por primera vez aquella mañana, Gaviota sintió que una chispa se encendía dentro de su pecho.
—Lirio... —jadeó mientras contemplaba los restos de la caravana.
* * *
Junco, vestida con sus ropas amarillas, yacía encima de un pescante como si estuviera echando una siesta. Un fruncimiento de ceño llenaba de arrugas su tosco rostro de muchacha de granja. No tenía pulso, y dormiría para siempre.
Pasaron por encima de Junco y contaron cuatro carros. El de Liante, el más pesado, estaba volcado sobre el techo y apoyado en un tronco de roble, con un lado hecho astillas y las cuatro ruedas destrozadas hasta haber quedado convertidas en estrellas puntiagudas. El carro de las mujeres había quedado con el fondo destrozado al chocar contra un peñasco recubierto de líquenes. El carro de la astróloga estaba vuelto del revés, y los aros que sostenían el techo de lona habían sido aplastados. El carro de la cocinera se había partido por la mitad, esparciendo cacharros de cocina y provisiones empapadas.
Los caballos y las mulas, que tenían los arreos puestos y no habían sido sacados de los carros, estaban igualmente aplastados y hechos pedazos. Dos de los caballos, que tenían la espalda rota, todavía vivían. Suave y Cabezota, las mulas de Gaviota, estaban muertas, enredadas en sus arneses y medio dobladas alrededor de un árbol. El leñador las contempló durante unos momentos y pronunció sus epitafios.
—Suave era muy dulce y buena. Tozuda era terca y quisquillosa, pero sabía tirar de un carro.
Buscando, de una manera casi distraída —pues aquella nueva catástrofe era tan enorme que embotaba la mente e impedía pensar—, Gaviota tropezó con un barrilete de vino que resonó con un invitador chapoteo. El leñador cogió un espetón y fue rompiendo el corcho con la punta. Después él y su hermana bebieron ávidamente el vino dulce, guardando un poco para Stiggur.
Gaviota usó el espetón para atravesar los cuellos de los caballos heridos.
Después contó a los muertos.
Felda, la gorda cocinera, estaba atrapada debajo de su carro, atravesada por el radio de una rueda rota. La cantora, Ranon Voz de los Espíritus, se encontraba cerca de ella, horriblemente retorcida y destrozada, con un brazo extendido a través de las cuerdas de su lira. Rosa y Flor de Melocotón estaban muertas dentro del carro de las mujeres, donde habían buscado refugio. Debajo del carro de la astróloga, un par de piernas envueltas en tela azul indicaban que allí yacía Campánula. No había ni rastro del enfermero, Haley, ni de la astróloga, Kakulina. Gaviota supuso que habían sido arrastrados por las aguas y que podían estar en cualquier lugar, desde las profundidades del bosque hasta las del océano.