Cuatro días después llegaron a un pantano. Una especie de camino lleno de fango lo contorneaba y se iba alejando en dirección sur. Los insectos de aquella zona eran todavía más molestos, pero Gaviota se alegró de ver que las colinas parecían bastante redondeadas y no demasiado difíciles de atravesar.
Los guardias discutieron acerca del primer turno. Todos tenían muchas ganas de ir a buscar lotos negros. Lirio explicó que Liante solía ofrecer recompensas especiales a cambio de ciertos hallazgos mientras viajaban. Se afirmaba que los lotos negros estaban llenos de maná.
Kem sacó la paja más corta, y obtuvo el primer turno.
Pero hacia la medianoche, cuando llegó el momento del cambio de guardia, Chad estuvo yendo y viniendo nerviosamente de un lado a otro tanto rato que acabó despertando a Gaviota.
—Vete a pasear un poco más lejos, ¿quieres? —gruñó el leñador—. ¡Algunos de nosotros queremos dormir!
Chad respondió sugiriéndole una obscenidad, pero después siguió hablando en un tono bastante preocupado.
—Kem todavía no ha regresado —dijo—. Lleva mucho retraso.
—¿Retraso? —Gaviota se quitó la cabeza de Lirio del hombro y rodó sobre sí mismo hasta salir de su manta. Después alargó rápidamente la mano hacia el aceite de yerbabuena y esparció un poco sobre su piel—. Antes nunca se había retrasado.
—¡Ya lo sé! —replicó Chad con voz despectiva, pero resultaba obvio que estaba preocupado—. Vi luces ahí fuera en cuanto se apagó la hoguera. Me he estado preguntando...
Gaviota le agarró del brazo.
—¿Luces? ¿Dónde? ¡Enséñamelo!
Chad estaba tan nervioso que obedeció sin rechistar y llevó al leñador hasta el comienzo del pantano.
—Estaban más o menos por... ¡Sí, ahí!
Gaviota se quedó boquiabierto. A un tiro de piedra de ellos, subiendo y bajando lentamente sobre el suelo, había esferas brillantes de todos los tamaños, glóbulos de una luz entre blanca y verdosa que desprendían una suave claridad.
—Por las rodillas de Gnerdel... —jadeó el leñador—. ¿No sabes qué son?
—No —murmuró Chad—. ¿Qué son?
—¡Date la vuelta o estás perdido! ¡No las mires! A veces aparecían en las turberas que hay debajo de Risco Blanco —explicó mientras daba la espalda al pantano—. ¡Son fuegos fatuos! ¡Atraen a las personas a los humedales para que mueran allí, y luego el pantano se alimenta con sus cadáveres!
—¡Pues entonces Kem está ahí!
Gaviota usó el mango de su hacha para golpear los tablones del carro de los suministros, las mujeres, la astróloga e incluso el de Liante, donde dejó señales en la pintura.
—¡Despertad, despertad! ¡Hemos perdido a alguien! ¡Aviva la hoguera, Stiggur! ¡Que arda bien alta! ¡Necesitaremos un faro para regresar!
Todos fueron saliendo de los carros y maldijeron a las hordas de insectos apenas lo hubieron hecho. Gaviota se puso su chaqueta de cuero, se untó con un poco más de repelente de yerbabuena, agarró su látigo y su hacha, y encendió una antorcha hecha con cortezas de abedul metidas en un mango de madera de nogal. El leñador dio una apresurada explicación, fue corriendo hasta el comienzo del pantano y recorrió la orilla cenagosa con la antorcha en alto.
Se acordaba de que el fondo fangoso lleno de cañizales y hierba se extendía en una dirección, y que luego era sustituido por pequeñas lagunas. Más allá de ellas había macizos de extraños árboles retorcidos —Morven los había llamado cipreses de agua—, con raíces nudosas que sobresalían del suelo y se curvaban como rodillas y ramas festoneadas de lianas y helechos. Aquellos telones impedían ver más allá de ellos.
Pero los fuegos fatuos que saltaban y oscilaban, llamándoles con sus guiños como niños que juegan al escondite, eran claramente visibles.
Gaviota pensó que seguramente estaban buscando presas, pues descubrió las pisadas de Kem bajo la forma de profundos agujeros en el barro allí donde se habían atascado sus botas. Se había adentrado unos quince metros en la hierba cuando encontró una bota. Gaviota soltó un juramento: dejar abandonado algo vital demostraba que Kem había quedado fascinado.
El leñador se aseguró de que no miraba directamente a las luces. Hacerlo era tan peligroso como mirar al sol.
Cuando el barro negruzco se volvió demasiado pegajoso, Gaviota se quitó los zuecos de madera y los lanzó a la orilla. El frío fango rezumó entre los dedos de sus pies, pero por lo menos podía caminar. El leñador se abrió paso a través de la hierba tallo de sierra que le hería las piernas. Goteando barro y agua y alzando las piernas todo lo que podía —no tardarían en dolerle—, Gaviota oyó un ruido de chapoteo detrás de él.
Chad le seguía con otra antorcha. El guardia iba armado con una ballesta y una espada corta.
Más allá de su luz parpadeante, Gaviota divisó a Mangas Verdes.
—¡Vuelve al campamento, maldición!
—¡Es mi amigo y le rescataré! —gritó Chad—. Y de todas maneras, ¿qué infiernos te importa a ti lo que le ocurra a Kem?
—¡No hablaba contigo! —Gaviota intentó darse la vuelta, pero estaba atascado en el barro. De hecho, al haberse quedado quieto empezó a hundirse en él—. ¡Me refería a mi hermana, maldita sea! ¡Y Kem tal vez sea un imbécil, pero no se merece vagar por un pantano hasta que muera! ¡Nadie se merece eso! ¡Vuelve al campamento, Verde!
Su hermana le ignoró. La joven tenía el suficiente sentido común para subirse los harapientos faldones de su túnica y caminar siguiendo una trayectoria paralela a las pisadas de los hombres, por lo que no se hundía. Sus piernas estaban ennegrecidas hasta los muslos. Gaviota dejó de chillar. Aparte de atarla a un árbol, no podía hacer nada para detenerla. Tendría que ir vigilando tanto por delante como por detrás.
Gaviota intentó recordar las leyendas de los fuegos fatuos. En Risco Blanco algunas veces aparecían tres años seguidos durante el verano, y luego desaparecían por tres años o más. Nadie sabía qué aspecto tenían vistos de cerca. Quienes pasaban demasiado tiempo mirándolos quedaban fascinados, y empezaban a caminar hacia las luces. Si se les impedía ir hacia ellas, luchaban como gatos salvajes para seguir avanzando y tenían que ser atados y metidos dentro de un establo cerrado hasta el amanecer, y luego había que vigilarlos durante cada noche para impedir que volvieran a intentar marcharse. En cuanto a lo que querían las luces, nadie lo entendía. Se murmuraba que atraían víctimas para que vagabundeasen hasta que morían en lugares donde sus cuerpos alimentarían al mismo pantano, pero nadie lo sabía con seguridad.
Lo más extraño de todo era que sólo las personas quedaban fascinadas. Los animales ignoraban las luces. ¿Qué significaba aquello? Una vez más, nadie lo sabía. Sólo era un misterio sobre el que especular durante las largas noches de invierno.
Gaviota pensó que quizá aquella noche diera con la respuesta. En cuanto a sobrevivir, eso ya era otro asunto...
* * *
El leñador se sorprendió al descubrir que las lagunas resultaban bastante fáciles de atravesar. Los fondos eran de arcilla, sólida pero resbaladiza. Gaviota agradeció aquella ocasión de caminar más fácilmente y poder quitarse el verdoso barro podrido con el agua.
Hasta que descubrió que tenía las piernas salpicadas de sanguijuelas.
Se mordió la lengua para no gritar, y luchó contra el impulso de ir corriendo a la orilla. Gaviota arañó aquellos bultos viscosos, pero las sanguijuelas permanecieron pegadas a su piel y continuaron chupándole ávidamente la sangre. El leñador se rindió y las expulsó de su mente. Quizá harían que su hermana acabase dando la vuelta. En cuanto a Chad, que se lo comieran vivo.
Chapoteando, tambaleándose sobre terreno traicionero y haciendo malabarismos con la antorcha para que no se cayera —con lo que se habría extinguido y le habría dejado sumido en la negrura—, Gaviota llegó al primer ciprés. Usó su hacha para separar las resistentes lianas y agarrarse a la primera rama, pero aquellas rodillas de madera estaban muy resbaladizas.
«En este condenado pantano nada es fácil», pensó Gaviota. No era un sitio adecuado para mortales, y además no podía seguir el rastro de Kem. El guardia podía haber ido en cualquier dirección.
Lo cual significaba que lo único que podía hacer era ir hacia las luces que bailoteaban en la lejanía..., y eso significaba jugar con la muerte.
Gruñendo y maldiciendo, Gaviota lanzó una rápida mirada a los fuegos fatuos, apartó la vista en seguida y se volvió en esa dirección. Chad seguía detrás de él.
Gaviota quedó asombrado al descubrir que Mangas Verdes se encontraba por delante de él.
La muchacha se había echado las faldas empapadas por encima de un hombro. Su huesudo trasero desnudo brillaba como una pequeña luna. El cuerpo de Mangas Verdes también estaba punteado de sanguijuelas, pero en su caso eran menos que las que soportaba Gaviota y se desprendían cuando se rascaba. «Otra muestra de su extraño poder», pensó el leñador. Incluso los insectos respetaban su conexión con la naturaleza, y la molestaban menos que a las personas que tenían la mente despejada.
Mangas Verdes se las había arreglado para seguir avanzando en un círculo que la había llevado unos treinta metros más allá, y casi se encontraba fuera de la claridad de la antorcha.
Gaviota le gritó que no fuera tan deprisa. Mangas Verdes siguió adelante, ligera y ágil como un gamo. El leñador se vio obligado a ir detrás de ella.
Pero ¿quién sabía lo que era capaz de hacer su hermana? Tal vez estaba siguiendo el rastro de Kem. Tal vez su visión ultra terrena le permitía ver cosas que Gaviota era incapaz de ver.
Gaviota se aseguró de que Chad estaba siguiéndole y maldijo, saltó y se tambaleó en persecución de Mangas Verdes. Quizá la idiotez fuera su propia y extraña bendición...
... o tal vez no.
Mangas Verdes chilló como una liebre atrapada en una trampa.
Gaviota aulló.
Unas flacas formas humanas de un verde viscoso acababan de lanzarse sobre su hermana.
* * *
Algunas cayeron de los árboles, otras corretearon velozmente por encima de las raíces y dos brotaron del agua, surgiendo de ella como carpas que saltan sobre una libélula. Tres agarraron a Mangas Verdes por los brazos y otra la sujetó por las piernas, y todas empezaron a tirar.
En distintas direcciones, luchando incesantemente entre ellas como en una pelea de gatos.
Gaviota ya había visto aquello con anterioridad. Los diminutos trasgos también se habían peleado de esa manera. Aquellas criaturas quizá fuesen primos suyos.
El leñador saltó sobre una raíz —aullando y deseando tener a mano su arco—, resbaló y saltó hacia otra. Pero avanzaba como un caracol que intenta perseguir a unas serpientes: Gaviota chapoteaba y tropezaba, mientras que aquellos trasgos tan grandes parecían volar por encima del agua, las raíces y las lianas.
Porque estaban huyendo con su presa a pesar de todas sus discusiones. La horda se derritió en la noche, alejándose cada vez más de Gaviota y de la temblorosa claridad de su antorcha.
Gaviota se estaba agarrando a las lianas cuando Chad se reunió con él y alzó su ballesta. El arma crujió y chasqueó. Gaviota se la bajó de un manotazo.
—¡Le darás a mi hermana!
—¡Ja! ¡No es probable! ¡Mira!
Y lo cierto era que un trasgo aullante tenía las tripas atravesadas por el dardo, que lo había dejado unido a un tronco de ciprés. Los hombres se apresuraron a ir hacia él, resbalando sobre las raíces, apartando las lianas a manotazos y produciendo un gran estrépito con sus chapoteos.
Vista a la luz de las antorchas, la criatura era tan fea que casi hería los ojos. Tenía la piel de un gris verdoso, las orejas puntiagudas y una lacia cabellera negra. Estaba tan flaca que se le veían las costillas y los contornos de las caderas, y su cuerpo desnudo se hallaba cubierto de verrugas y cicatrices de sanguijuela. El dardo de la ballesta le había atravesado una cadera, y el ser chillaba mientras intentaba liberarse con sus manos viscosas que resbalaban continuamente sobre el astil del proyectil.
—Trolls de las ciénagas —murmuró Chad—. Están a medio camino entre los trasgos y los orcos.
Gaviota se preguntó distraídamente si aquellos trolls estaban aliados con los fuegos fatuos, o si en realidad eran los fuegos fatuos y utilizaban algún truco de la luz. ¿O sencillamente seguían a los fuegos fatuos y esperaban ver aparecer alguna víctima fascinada? Después expulsó todos esos pensamientos de su mente.
—¿Adónde se han llevado a mi hermana? —le preguntó al monstruo.
—No obtendrás respuestas —gruñó Chad, que se estaba agarrando al tronco de un árbol para no perder el equilibrio—. Son animales. No tienen mente.
Y antes de que Gaviota pudiera actuar, el mercenario aplastó la cabeza de la criatura contra el árbol con la culata de su ballesta.
El troll era resistente. Una sucia oreja goteó sangre, pero la criatura sólo estaba aturdida y se limitó a menear la cabeza. Chad tiró de ella y volvió a golpear, aplastándole el cráneo. El troll se derrumbó para quedar colgando del dardo.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Gaviota, perplejo e impresionado.
—Para ahorrarme otra flecha —respondió Chad con un despectivo chasquido de la lengua—. Venga, tenemos que encontrar a Kem.
—Y a mi hermana.
Los dos hombres alzaron sus antorchas y empezaron a examinar los alrededores. Gaviota señaló un hueco que se abría entre las lianas. Se metieron por él, Gaviota abriendo la marcha con el hacha preparada para ir apartando el follaje o golpear lo más deprisa posible si llegaba a ser necesario atacar.
Tropezando entre las lianas, caminando en cuclillas sobre rodillas y pies cada vez más doloridos, lanzando manotazos a los insectos y maldiciendo cuando las antorchas se quedaban atascadas en la vegetación, los dos hombres siguieron avanzando. En un momento dado oyeron un débil grito lejano —era una voz de hombre— que se interrumpió enseguida.
Rodearon tocones de árbol para encontrarse con brezales y helechos que se iban haciendo más frondosos a cada momento que pasaba, y acabaron pisando suelo firme. Era una isla. Gaviota descubrió un sendero no más ancho que un camino de ciervos, y fueron por él. Otro grito desgarró el aire. Chad gruñó cuando olieron el humo de una hoguera para cocinar que parecía estar quemando basura.
No había trolls apostados para montar guardia, y unas patillas de fuego no tardaron en hacerse visibles a través de las cortinas de lianas. Chad y Gaviota extinguieron las antorchas en un charco y se arrastraron sobre masas de brezo pisoteado y restos vegetales.