Su túnica estaba hecha de una extraña tela reluciente que emitía destellos cada vez que un pliegue capturaba la luz de la hoguera. A juzgar por los susurros y suaves crujidos que producía, debía de ser tan ligera e impalpable como las cenizas. Las bandas de colores no eran más anchas que un dedo, e iban desde el rojo de los hombros hasta el azul oscuro de un dobladillo misteriosamente libre de polvo, pasando por el amarillo en la cintura. El cinturón mostraba un gran número de protuberancias —había remaches, joyas y rostros diminutos—, pero lo más curioso era el pequeño libro encuadernado en latón y suspendido de unas cadenillas que colgaba sobre el costado izquierdo del hechicero.
Gaviota sólo había visto un libro en toda su vida, un volumen muy antiguo que Diente de Lobo había traído de uno de sus viajes. El libro estaba lleno de dibujos de animales extraños y ciudades lejanas. Gaviota se preguntó qué podría ver un hombre en aquel libro que el hechicero procuraba mantener tan cerca de él.
El hechicero puso el libro detrás de su espalda como si le hubiese leído los pensamientos.
—No es más que la sabiduría que me legó mi maestro —dijo—. La encontrarías muy aburrida.
Gaviota se encontró asintiendo. Aquel hechicero con aspecto de muchacho tenía una sonrisa irresistiblemente contagiosa...
¿O sería otro hechizo?
Gaviota meneó su cansada cabeza e intentó concentrarse.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó—. ¿Acaso no has hecho más que suficiente para acabar con este valle? Ya no queda nada, ni siquiera migajas para la ratas.
La ira hizo que su voz sonara ronca y áspera.
Pero el hechicero apagó esa llama con tanta facilidad como si extinguiese los rescoldos de una hoguera dejando caer agua encima de ellos.
—Sí, ya lo he visto. Es algo terrible... Era un valle muy hermoso, y ha quedado totalmente arruinado.
—Entonces ¿por qué...? —El balbuceo que surgió de sus labios confundió al leñador—. ¿Por qué era necesario librar una batalla?
—No lo era. ¿Puedo compartir tu fuego?
El leñador, incapaz de negar una cortesía tan común, movió una mano indicándole que podía hacerlo. El hechicero echó las faldas de su túnica hacia atrás —«Igual que una mujer», pensó Gaviota—, y se sentó encima de un tocón. Liko y Mangas Verdes le estaban contemplando con abierta curiosidad.
Gaviota se sentó encima de una roca. Estaba lleno de suciedad, morados y arañazos y tenía una mano y una rodilla lisiadas, y se sentía anciano y acabado en comparación con aquel hechicero tan elegante y seguro de sí mismo.
—¿Cómo es posible que no seas culpable de esta tragedia, si tomaste parte en la lucha? —preguntó, esforzándose deliberadamente para que su voz sonara lo más áspera posible.
El hechicero entrelazó los dedos de las manos alrededor de una rodilla y se inclinó hacia atrás. La luz del fuego tiñó su cabello de blanco, dándole una extraña apariencia joven-vieja.
—Al igual que ocurre con todo, hay hechiceros buenos y hechiceros malos. La mujer de la túnica marrón es pura y simplemente maligna. Vino aquí para esclavizar vuestra aldea. Ya viste cómo esos soldados de las plumas y la cota de malla de escamas atacaron vuestra aldea. Conjuró a ese gigante de allí, la lluvia de piedras...
—Que mató a mi padre.
—Exactamente. Lleva la muerte por dondequiera que va. Invocó la plaga de ratas...
—Que mató a la mujer que amaba.
La última palabra casi se le atascó en la garganta. Gaviota nunca la había pronunciado en voz alta, y desde luego jamás dirigiéndola a Primavera. El leñador esperaba que su alma fuera feliz y libre en el otro mundo.
—¿Ves? —exclamó el hechicero—. Estamos totalmente de acuerdo. En cambio yo no soy más que un simple buscador de la verdad, de cosas buenas que beneficien a todos los hombres y las mujeres sin importar donde vivan...
—Y entonces ¿por qué tienes un ejército? Hiciste aparecer una nube azul de la que surgieron esos guerreros azules.
El hechicero se meció de un lado a otro como un niño inquieto.
—Cierto, pero sólo para protegerme y proteger a mi séquito.
Gaviota se acordó del círculo de carros con todas aquellas personas acurrucadas dentro. ¿Dónde estaban en aquel momento? Miró por encima de su hombro, y sólo vio oscuridad. ¿Adónde había ido la pequeña caravana después de la batalla, para que pudiese volver en aquel momento con el hechicero? ¿O estaría solo?
El visitante seguía hablando.
—... y como ves, todos mis hechizos son defensivos —estaba diciendo—. Yo nunca...
—¿Trasgos que vuelan por los aires y lanzan clavos de hierro? ¿Un muro de espinos? ¿Una hidra para dejar sin un brazo al gigante de un mordisco?
Las dos cabezas de Liko fruncieron el ceño. Pero si aquel hechicero temía que el gigante pudiera levantarse y convertirle en pulpa, no dio ninguna señal de ello.
—Intento reducir al mínimo la destrucción que causan otros hechiceros. ¿Te acuerdas del cuerno de fuego? Yo traje la lluvia que extinguió sus llamas. Supongo que no pensarás que esa tormenta se produjo de manera espontánea, ¿verdad?
Gaviota frunció el ceño.
—Dos hechiceros aparecieron de repente y mi hogar quedó destruido —replicó—. Lo único que puedo pensar es que los dos lo destruyeron.
—Puedo entenderlo —dijo el hechicero, afablemente y sin perder la calma—. Pero si un lobo persiguiera a un conejo a través de este claro, y si los dos dispersaran las cenizas de la hoguera y provocaran un incendio, ¿acaso culparías a los dos animales de lo ocurrido?
—Estamos hablando de hombres, no de conejos y lobos —gruñó Gaviota.
Aquel hechicero tal vez fuese simpático y cayera bien a todo el mundo, pero el tono que empleaba resultaba tan insultante como si le estuviera hablando a un niño tonto. Además sus respuestas surgían demasiado deprisa y con excesiva facilidad, como si estuvieran ensayadas, aunque no parecían guardar mucha relación con las preguntas.
El hechicero suspiró.
—Eres uno de esos hombres que nunca creen en los demás, ¿eh? Puedo resolver cualquier problema que yo haya causado. ¿Te convencería quizá una demostración de buena fe?
—Podría hacerlo. Siempre sería preferible a este torrente de palabras que estás derramando encima de mi cabeza.
El hechicero se levantó, fue hasta el gigante y puso una mano encima de su muslo.
—Buenas noches tengáis, mi buen señor. ¿Me permitís que vea ese brazo que tan mal aspecto tiene?
Liko probablemente no entendió las palabras, pero levantó el brazo. El hechicero puso al descubierto el muñón, quitando el sucio vendaje con dedos tan ágiles como los de un cirujano, y lo examinó.
—¿Vienes de cerca del mar, gigante?
—Se llama Liko —dijo Gaviota.
—Bien, Liko... ¿Vienes de cerca del mar? Reconozco tu casta. He visitado tu tierra durante mis viajes. Es un lugar muy hermoso. Tenéis una gaviota con el estómago cubierto de plumas amarillas, ¿verdad?
Liko asintió, muy impresionado. Las dos cabezas estaban mirando fijamente al hechicero.
—¿Te gustaría volver a casa? Puedo enviarte allí.
—¿Casa? —preguntó Liko, y Gaviota se compadeció de él. El gigante era como un niño perdido—. Sí, casa. Me gustaría.
—Pues claro que te gustaría. Todo el mundo quiere volver a su hogar. Bueno, te explicaré lo que voy a hacer. Un hechizo de lo más sencillo para curar tu brazo, hacer que vuelva a crecer...
—¿Volver a crecer? —chilló Gaviota—. ¡El brazo de un hombre no puede volver a crecer!
El hechicero pareció irritarse levemente por primera vez.
—La magia puede curar o matar, crear o destruir.
Gaviota sintió deseos de escupir y gritar. Estaba siendo tratado igual que si fuera un imbécil. Bien, ¿por qué no le daba una paliza a aquel hechicero?
El hechicero empezó a trabajar. Consultó el libro encadenado a su cinturón mientras mantenía una mano encima del muñón, y murmuró una frase arcana que Gaviota no consiguió entender.
Y entonces ocurrió un milagro.
La herida se curó.
Los rojos músculos en carne viva empezaron a ondular como serpientes, y se entrelazaron como zarcillos de yedra. La carne podrida se desprendió como escamillas de piel quemada por el sol. Las puntas astilladas del hueso roto se alisaron hasta formar un extremo romo. Después, como la escarcha que se desliza por encima del cristal de una ventana, la piel —tan lisa y rosada como la que cubría las dos calvas de Liko— fue fluyendo desde los bordes de la herida hasta que la carne y el hueso quedaron ocultos.
Gaviota, que se había quedado boquiabierto, rozó el muñón con las puntas de los dedos. Un milagro acababa de tener lugar delante de sus ojos. Pero se acordó de que...
—Dijiste que el brazo volvería a crecer —protestó—. Lo único que has hecho es curarle el muñón y cerrarlo.
—Todo lleva su tiempo —dijo el hechicero, y suspiró—. Primero viene la curación, y después la reconstrucción. Si una casa se cae, lo primero que has de hacer es quitar los escombros, ¿no?
Gaviota apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. Todo lo que decía aquel hechicero le recordaba la destrucción de su aldea.
Pero el hechicero siguió hablando, y volvió a desviar el curso de la ira de Gaviota.
—Su brazo volverá a crecer porque le he ordenado que vuelva a crecer —dijo—. Cuando haya regresado a su tierra nativa se encontrará mucho más tranquilo y a gusto, y eso hará que se cure más deprisa.
El leñador puso una mano sobre el inmenso brazo de Liko.
—¿Estás seguro de que conoces su tierra nativa? —preguntó—. Las gaviotas que tienen el estómago amarillo pueden ser comunes a muchas costas distintas. El gigante podría acabar tan lejos de su hogar como lo está ahora.
—Sabes muy poco de la magia. Una criatura conjurada de un lugar familiar conserva una impresión de él, al igual que un hombre que camina sobre la nieve deja huellas que indican el lugar del que ha partido. —El hechicero se dio la vuelta—. ¿Quieres ir a casa, Liko?
—Sí —asintió el gigante, pareciendo tan lleno de sabiduría como un anciano sabio y con sus dos cabezas doblando su apariencia de sabiduría—. Yo ir a casa. Peces.
—Tendrás montones de peces —dijo el hechicero, y sonrió. Fue hasta los pies del gigante y colocó sus largas y delicadas manos sobre los enormes y sucios dedos—. Ve entonces, y que tu curación sea lo más rápida posible.
Antes de que Gaviota pudiera decir adiós o ni siquiera mover la mano en un gesto de despedida, la enorme silueta del gigante tembló como un fuego fatuo bajo la luz de la luna, o como la nieve caída sobre la hoguera de un campamento, o como la lluvia...
... y desapareció.
El hechicero se volvió hacia Gaviota con las manos extendidas.
—Ya está —dijo—. He curado a tu colosal amigo, y lo he enviado a su hogar. ¿Estoy del lado del bien o del lado del mal?
Una de las frases favoritas de su siempre cínico padre acudió a la mente de Gaviota: «Un hombre puede ayudar un poquito a otros, y seguir ayudándose un montón a sí mismo».
El hechicero tomó el silencio del leñador por asentimiento.
—Me alegra que estemos de acuerdo —dijo—, porque me gustaría contratar tus servicios.
* * *
—¿Estás loco? ¿Trabajar para un hechicero? ¿Trabajar para uno de los demonios sin dioses que destruyeron mi hogar y barrieron a mi familia?
Gaviota buscó su hacha con la mirada. Había estado en lo cierto desde el primer momento: tendría que haber descuartizado a aquel petimetre del pico de oro cuando entró por primera vez en su campamento. (Pero, como le recordó una pequeña parte de su mente, lo había intentado y había terminado en el suelo.)
—¡No puedo creer que tengas tal descaro! ¿Yo, trabajar para ti? ¡Antes confiaría en una serpiente con la espalda rota que en un hechicero! Ojalá los dioses acabaran con todos los hechiceros de los Dominios. Eso sí que pondría fin a todas las calamidades e infortunios... —El leñador tragó aire, y el hombre de las franjas de colores soltó un resoplido.
—Oye, ya te he explicado todo eso. Yo hago el bien y tú puedes ayudarme..., y ahora, te rogaría que intentaras escucharme.
Gaviota se calmó y decidió guardar silencio, y el hechicero volvió a su tocón, se sentó encima de él con delicada elegancia y siguió hablando.
—El jefe de mi caravana ha muerto —dijo—. Cuando formamos el círculo con los carros, colocamos a los caballos dentro para evitar que sucumbieran al pánico y huyeran. El jefe de mi caravana no quería abandonar a las bestias, y una bola de fuego lo mató. No tengo a nadie para que se ocupe de mis recuas. He visto tus mulas: son unos animales magníficos, bien cuidados y felices. Serías un buen jefe de caravana, o mulero, o conductor de carros, o como prefieras ser llamado.
»Mira a tu alrededor. No tienes ninguna razón para quedarte aquí, en un bosque encantado y con una hermana que no puede cuidar de sí misma a la que vigilar... Únete a mí y te pagaré bien, y...
—¿Cómo sabes que tengo una hermana? —preguntó Gaviota, lleno de suspicacia.
Una mano onduló quitando importancia a la pregunta.
—Recojo información. Siempre averiguo cuanto puedo acerca de un lugar y de quién vive en él, para saber qué estoy defendiendo. Os vi atrapados en el fragor de la batalla, y vuelvo a pedir disculpas, y vi cómo salvabas a tu hermana. Demostraste mucho valor al protegerla de aquella manera, y también demostraste que tienes cerebro. Necesito un hombre así.
»Pagaré en oro, dos coronas al día, y la manutención y el alojamiento están incluidos. Puedes viajar y conseguir que se te pague por hacerlo. Puedes ir ahorrando hasta tener una pequeña fortuna, y encontrar algún nuevo lugar en el que instalarte. —El hechicero se rió—. ¡Trabaja para mí durante tres años y podrás comprarte una aldea entera!
Aquella extraña oferta le había dejado perplejo, y Gaviota necesitaba tiempo para pensar. El leñador siguió inmóvil sobre su roca y removió la hoguera con un palo.
—¿Y dónde encuentra tanto oro un buscador de la verdad y el conocimiento?
Otra ondulación de la mano del hechicero se encargó de alejar la pregunta.
—Al buscar la magia y aventurarme por lugares que muy pocos pueden o están dispuestos a visitar, doy con auténticas fortunas. A veces son tan grandes que no puedo llevármelo todo. Suelo entregar el dinero a los habitantes de aquel lugar a cambio de conocer nuevas tradiciones populares y obtener pistas que me lleven a nuevos conocimientos y magias. No es algo por lo que debas preocuparte. Mis seguidores pueden hundir sus dientes en mi moneda. Bien, ¿cuál es tu respuesta?