Gaviota entrecerró los ojos para protegerlos de la lluvia que caía sobre ellos y contempló aquel vuelo de hechicería y a la silueta que flotaba con los brazos extendidos como si fuese un águila. Ya estaba bastante oscuro, pues se aproximaba el ocaso, pero el que la figura viniese del norte hizo que Gaviota supusiera que debía tratarse de la hechicera de la túnica marrón, la mujer de la lustrosa cabellera negra. Por lo menos podía ver franjas de color amarillo. La mujer no era más grande que su mano y volaba, pero en realidad estaba cabalgando el éter y se limitaba a flotar sin moverse del mismo sitio. Gaviota se preguntó qué se propondría.
Y entonces la hechicera descendió en picado, moviéndose tan deprisa como un águila. Un relámpago desgarró el cielo, cegándolos a todos. Gaviota oyó el revoloteo de una túnica encima de su cabeza, un sonido curiosamente parecido al de la colada colgada de una cuerda, que se impuso al ruido del viento y la lluvia.
Y entonces, tan de repente como si el aliento de la muerte soplara sobre él, el leñador sucumbió a la fatiga.
* * *
Su rodilla lisiada se dobló debajo de él, y Gaviota se desplomó. Su hacha cayó con un golpe sordo, y su arco y su aljaba repiquetearon ruidosamente al chocar con una viga que sobresalía del suelo detrás de él.
Su madre dejó escapar un gemido y se derrumbó. Cayó de bruces en el barro, desplomándose tan pesadamente como una muerta. Gaviota soltó un grito ahogado e intentó alargar las manos hacia ella, pero descubrió que levantar los brazos era toda una agonía. El leñador tuvo que arrastrarse igual que una salamandra, y después sólo le quedaron las fuerzas suficientes para volverle la cabeza a fin de evitar que se ahogara en un charco.
Su madre no respiraba.
Gaviota, desesperado, le movió la cabeza de un lado a otro y le pellizcó la mejilla. Su madre tenía los ojos abiertos y salpicados de barro, pero no parpadeaba. Gaviota intentó gritar pidiendo ayuda, pero sólo consiguió emitir un graznido. El leñador estaba tan cansado que ni siquiera podía llorar. Sus párpados fueron descendiendo poco a poco, y su cabeza bajó hacia su pecho. Gaviota meneó frenéticamente la cabeza, pero con ello sólo consiguió sentirse todavía más aturdido y mareado.
Gaviota, los ojos entrecerrados para ver algo a través de la calina negra que había surgido de la nada, miró a su alrededor y vio que todo el mundo se encontraba en una situación similar. Su padre yacía de costado, con la boca abierta y la lluvia cayendo sobre su lengua. Primavera estaba inmóvil con una mano encima de la cabeza. ¿Era aquella la plaga de la que había hablado su madre?
Gaviota intentó rodar sobre sí mismo y consiguió quedar medio incorporado.
Un potente golpe le arrancó un grito de dolor. Una roca acababa de chocar con su frente.
Otra chocó con su pierna. Su ingle. Su hombro, pie, pecho.
Más piedras cayeron sobre él.
Era un diluvio de piedras, como una granizada de rocas.
Gaviota comprendió que aquello era un nuevo acto de hechicería. Si la hechicera estaba volando por el cielo, entonces su enemigo conjuraría una lluvia de piedras para derribarla.
Sin importarle en lo más mínimo que eso significara acabar con toda la vida del valle.
Gaviota fue alzando sus brazos pesados como el plomo por encima de su cabeza, moviéndolos tan despacio que sufrió varios impactos más, e intentó proteger a su madre. Su padre estaba a sólo tres metros de distancia de él, pero tres metros era demasiado lejos. Gaviota se encontraba demasiado débil.
Las piedras siguieron cayendo a su alrededor. Las había de todos los tamaños, desde guijarros que rebotaban en el suelo hasta rocas grandes como un puño que se hundían en el barro. Era una auténtica lluvia de piedras, tan letal como si estuviera siendo arrojada por los dioses. Gaviota oyó cómo las rocas chocaban con las ruinas, con otras piedras y con las cabezas y las manos de los aldeanos. Impotente, más débil que un gatito recién nacido, el leñador sólo podía llorar.
Y entonces una roca muy grande pasó por entre sus fláccidos brazos. Las imágenes se agitaron en su cerebro, y después se precipitaron por un pozo de negrura.
Y después Gaviota ya no vio nada más, ni siquiera negrura.
* * *
Gaviota abrió los ojos, pero sólo consiguió ver negrura.
Durante un momento sucumbió al pánico. ¿Se habría quedado ciego debido a algún golpe en la cabeza?
Un instante después vio un puntito de luz, muy lejano y tan débil que apenas podía distinguirse. Era la Luna Brillante, que acababa de surgir por encima de la arboleda. Gaviota dejó escapar un gemido de alivio y lo lamentó nada más hacerlo. Una llamarada de dolor estalló dentro de su cabeza.
El leñador rodó sobre sí mismo, moviéndose despacio y con mucha cautela. Tensó las mandíbulas contra el dolor de su cráneo, pero al hacerlo descubrió que también le dolían las mandíbulas. Exploró su rostro con una mano cubierta de barro y encontró una zona hinchada encima de su mejilla, allí donde le había golpeado una piedra. También encontró otras heridas, pero la lluvia de piedras no podía haber durado mucho tiempo. Incluso unos pocos minutos de aquel diluvio habrían bastado para matarle. Muy cerca de él, medio enterrada en el fango, había una roca más grande que su puño. Lanzada desde el cielo, aquella roca le habría decapitado.
Entonces se acordó de su familia.
Gaviota buscó a tientas a su madre, moviéndose muy despacio y torciendo el gesto a cada nueva punzada de dolor. El barro frío y mojado le rodeaba por todas partes, pero había algo blanco bastante cerca de él.
Era el rostro de su madre. Gaviota la estaba tocando.
Su madre estaba tan fría y mojada como el suelo.
Las lágrimas fluyeron de los ojos de Gaviota, y su sal ardió en las heridas de su rostro. El leñador fue quitando torpemente el barro que cubría los ojos de su madre, apartándolo con dedos rígidos y doloridos.
—Madre...
Su madre no respondió, y ya nunca lo haría.
¿Y los demás?
Gaviota se arrastró sobre el suelo y encontró a su padre, que estaba igual de frío e inmóvil. Una piedra le había abierto el cráneo por encima de la oreja.
Y aún había más descubrimientos que hacer, y todos eran igual de horribles.
Las piedras habían matado a León y a Lluvia, y León se hallaba medio enterrado debajo de un gran montón de rocas. Pero Ala de Ángel, Amapola y Cachorro estaban vivos, pues León había cubierto a su hermano con su cuerpo y otros aldeanos habían conseguido proteger a las muchachas.
Gaviota rodeó a Cachorro con los brazos, y plegarias de agradecimiento surgieron de sus labios. Después sacudió a su hermano para despertarle, aunque le esperaban tristes noticias.
La cabeza de Cachorro osciló de un lado a otro tan flojamente como si tuviese el cuello roto. Sus ojos permanecieron cerrados.
Gaviota pegó la oreja al pecho del niño. Sí. Había vida, una respiración débil y entrecortada y un corazón que latía muy lentamente. Aquel pulso tembloroso y vacilante hizo que el leñador se acordara del ataque que había sufrido su abuela, cuando se cayó de repente y guardó cama durante una semana antes de morir.
Gaviota siguió arrastrándose alrededor de los cuerpos y por encima de ellos. Identificó a Ala de Ángel más gracias a su olor que por ninguna otra cosa, y la sacó del frío abrazo de un vecino muerto. Gaviota se inclinó sobre la diminuta boca de la joven y pegó la oreja a sus dientes primero y a su pecho después. Sacudió a su hermana y gritó su nombre, pero no consiguió revivirla.
Los gemidos surgieron de la oscuridad, rodeándole por todas partes. Primavera y otros, jóvenes y fuertes, descubrieron que no podían despertar a los ancianos ni a los niños. Estaban vivos, pero permanecían tan inmóviles como cadáveres.
Estaban peor que muertos.
Les habían robado el alma.
* * *
Gaviota, medio enloquecido por el dolor, se levantó.
Permaneció inmóvil, rodeado por la negrura humeante y el frío viento nocturno, y se dio cuenta de que un silencio de muerte reinaba en todo el valle. Los soldados y los monstruos habían vuelto al sitio del que surgieron, fuera cual fuese. Incluso el muro de espinos había desaparecido. Hasta las nubes se habían esfumado.
Pero eso no servía de nada, pues la aldea de Risco Blanco también se había volatilizado. Había sido destrozada, quemada y aplastada, y sus habitantes habían sucumbido bajo la enfermedad, las piedras y el salvajismo.
Y todo había sido obra de los hechiceros.
Gaviota separó los pies para no caer y alzó los puños hacia el cielo negro lleno del guiñar de las estrellas. El leñador chilló y aulló, y maldijo a la magia, y a los hechiceros, y a los dioses que los habían engendrado.
La noche fue larga, fría y horrible a pesar de que contaban con la inmensa hoguera de los restos de una casa en llamas. Los aldeanos se abrasaban por un lado y se helaban por el otro. Nadie pudo dormir mucho. Algunos se preguntaron qué iban a hacer, pero otros aldeanos enseguida los hicieron callar.
—El amanecer ya traerá males más que suficientes —murmuró Uña de Gato.
Gaviota intentó pensar en lo que debía hacer, pero la enormidad de la tarea a la que se enfrentaba era abrumadora. Tenía que encontrar a Mangas Verdes y Gavilán. Tenía que enterrar a sus muertos, y cuidar de los que no estaban muertos, los que se hallaban en coma. Tenía que... Pero enseguida dejó de pensar, y se hundió en un oscuro sopor enturbiado por el dolor.
El sol acuoso del amanecer hizo surgir del suelo nubes de vapor que parecían cortinas de niebla. Unos gritos estridentes despertaron a Gaviota. Los buitres habían acudido para comerse a los muertos. Sus primos, los cuervos y las urracas, aguardaban su turno o se peleaban entre ellos para hacerse con algún despojo.
Eso le despertó, junto con el estrepitoso CLUMP CLUMP CLUMP KABUMP chirridocrujidogruñido CLUM CLUMP de la bestia mecánica. La pobre criatura, o artefacto, seguía dando vueltas al valle. Se había pasado toda la noche cojeando sobre sus tres patas, como un engranaje roto que es incapaz de funcionar correctamente.
Otro sonido llegó hasta él: era un veloz corretear de ratas. Gaviota lanzó una piedra contra una diminuta silueta encogida sobre sí misma, y soltó un gruñido cuando el proyectil chocó con un montón de cascotes. Pero los sonidos continuaron. Las ratas se habían pasado la noche moviéndose en círculos alrededor de las llamas y hurgando entre los restos. Gaviota pensó que el terremoto debía de haberlas sacado de sus madrigueras cuando los temblores hicieron que éstas se derrumbaran, aunque nunca hubiese creído que hubiera tantas ratas en su aldea. Aquellas criaturas no eran las ratas sanas y lustrosas que se alimentaban de trigo, sino bestias flacas y recubiertas de costras.
«Deja de perder el tiempo», se dijo. Su padre, que yacía muerto a menos de cinco metros de él, siempre decía que un hombre ocupado no tenía tiempo para ponerse triste. Gaviota podía honrar su memoria siguiendo su consejo. Se levantó y se puso en cuclillas —sintiendo el dolor en cada articulación y músculo maltratado de su cuerpo lleno de morados—, contempló lo que quedaba de la aldea bajo la fantasmagórica luz del amanecer, y después fue removiendo el fuego y lo avivó lentamente, sacando a los demás de su estupor.
Todavía un poco asustados y hablando en voz baja, como si el desastre pudiera volver en cualquier instante, los supervivientes hicieron acopio de conocimientos comunes y empezaron a repartirse las tareas. Flor de Nieve, Puercoespín y unos cuantos más intentarían llegar hasta los sótanos donde guardaban las reservas de comida. Foca y sus hijos e hijas reunirían a las cabras y las reses dispersas. El viejo Diente de Lobo reclutó algunos ayudantes para arrastrar los cadáveres hasta un montón de restos que todavía ardían: había demasiados para que pudieran ser enterrados. Gaviota se ofreció a descuartizar un caballo que había visto no muy lejos de allí, pero necesitaría ayuda.
—Mantendré los ojos abiertos por si hay algún rastro de Mangas Verdes y Gavilán, y cuidaré de los que no pueden levantarse —se ofreció Primavera como si le hubiese leído el pensamiento.
La noche anterior habían aprovechado las últimas luces del crepúsculo para poner juntos a los aldeanos inconscientes, colocándolos cerca del fuego para que éste mantuviera alejadas a las ratas, pero había pocas esperanzas de que vivieran mucho tiempo. Aquella misteriosa plaga que robaba la vida había golpeado con una extraña regularidad: había matado al instante a una tercera parte de los supervivientes, se había llevado el alma pero no la vida de otra tercera parte, y había dejado al resto débil y aturdido.
Gaviota miró a Primavera y sus labios se curvaron en la sombra de una sonrisa. La joven había pasado la noche junto a él, y habían intentado mantenerse calientes el uno al otro.
Tener tareas nuevas y sencillas que llevar a cabo hizo que la gente se fuera poniendo en acción, pero todos caminaban como muertos en vida, moviéndose torpemente y con los ojos vacíos e inexpresivos. La destrucción de su hogar también los había destruido por dentro. Los aldeanos necesitarían mucho tiempo para recuperarse.
Gaviota alzó su hacha, pesada como un yunque, dejó su arco y sus flechas donde estaban y, con un suspiro, empezó a abrirse paso a través de los escombros en aquella mañana llena de niebla.
* * *
El leñador tuvo que dar varios rodeos para evitar matorrales de espinos arrancados de raíz, casas destrozadas, grietas abiertas en el suelo, los restos de una vejiga flotante de los trasgos, cadáveres de bárbaros azules y soldados vestidos de rojo mordisqueados por las ratas, perros muertos... y aldeanos de Risco Blanco que habían sido cruelmente asesinados.
Pasó junto a los restos de una hoguera sobre los que había esparcidos largos huesos calcinados. Los restos de la hoguera y sus alrededores estaban llenos de pisadas diminutas. Gaviota hizo funcionar su cansado cerebro y reconstruyó la escena. Ayer los trasgos se habían llevado a rastras algo que le pareció era un cuerpo, pero Gaviota acababa de comprender que se había equivocado. Lo que se habían llevado era el brazo cercenado del gigante, y lo habían asado.
Gaviota mantuvo los ojos clavados en su objetivo.
Al final de lo que había sido una pradera avanzando en dirección al Bosque de los Susurros, yacía un caballo muerto de ojos vidriosos e inexpresivos. Gaviota se desvió un poco para no pasar demasiado cerca del gigante muerto.