No era el momento más adecuado para fijarse en esas cosas, pero Gaviota se sorprendió al darse cuenta de que el suelo de aquel pequeño orificio era rojo, tan rojo como el crepúsculo.
Después tomó el mentón de Mangas Verdes entre sus dedos para obligarla a que le mirase.
—¡No te muevas de aquí! ¿Lo has entendido? ¡No salgas hasta que oigas mi voz! O la de mamá o papá... ¿Lo has entendido?
Los ojos siguieron estando tan vacíos como los de una vaca. Gaviota podría haber llorado, pero no había tiempo para eso.
—¡No te muevas de aquí! —repitió por última vez, y giró sobre sus talones.
Para volver a la batalla, fuera cual fuese el destino que eso pudiera traerle.
* * *
Gaviota, que había visto más monstruos y mitos en un solo día que en toda una vida donde sólo había oído hablar de ellos, fue de una casa a otra intentando vigilar en todas direcciones a la vez. Conocía a todos los aldeanos y a sus familias: Uña de Gato, Flor de Nieve, Sapo... Había jugado en aquellas casas cuando era pequeño, había comido y dormido en la mayoría de ellas, se había peleado con chicos y había perseguido chicas, y había aprendido todo lo que podían enseñarle sus padres. Los habitantes de Risco Blanco eran más que una aldea: casi eran una tribu, donde las deudas, lealtades y disputas se remontaban a generaciones atrás.
Y aun así toda aquella historia podía ser barrida aquel día por los hechiceros y sus secuaces. Los soldados vestidos de rojo se desplegaron para perseguir a los aldeanos. Sólo podían tener un objetivo y ese objetivo sólo podía ser violar y matar, pues los aldeanos tenían muy pocas cosas aparte de sus cuerpos y sus vidas.
Gaviota corrió hasta otra casa, sintiendo punzadas de dolor en la rodilla con cada pequeño agujero e irregularidad del terreno, y se detuvo junto a la casa de Flor de Nieve. A través de una ventana que tenía los postigos abiertos oyó los siseos y maldiciones de una joven, y la risa de un hombre.
Gaviota vio la espalda recubierta de escamas metálicas de un hombre inmóvil en la puerta que daba al patio. El soldado mantenía en alto las manos de una chica mientras otro soldado le iba arrancando la ropa. La joven se retorcía, daba patadas e intentaba morder, pero los hombres eran demasiado fuertes para que pudiese liberarse. Gaviota soltó un gruñido lleno de ira y tomó una decisión.
Empuñó el largo látigo que empleaba para hacerse obedecer por sus mulas en su mano izquierda, más débil y sin todos los dedos que hubiese debido tener, pues había aprendido a manejar las riendas con la derecha. Después agarró con más fuerza el mango de su hacha, que estaba un poco resbaladizo a causa del sudor.
Nunca había matado a un hombre. Gaviota rezó para ser capaz de hacerlo en aquel momento.
El leñador dobló la esquina mientras ensayaba mentalmente lo que iba a hacer, esperando poder colocarse a la distancia adecuada. Dos pasos detrás del soldado que tenía delante... Sí, ésa era más o menos la distancia que había entre su pescante y la oreja de Cabezota. Bien, entonces...
—¡Hya-yah!
El leñador lanzó su grito de mulero para hacer que el hombre levantara la cabeza, y disparó su látigo. La piel de serpiente negra curtida y trenzada en finas hebras hendió el aire y se enroscó alrededor del cuello del hombre. Gaviota esperó hasta que la punta del látigo se hubo enroscado por segunda vez, y entonces tensó su robusta muñeca y tiró.
El soldado, pillado por sorpresa y repentinamente estrangulado, fue arrastrado hacia atrás con tanta violencia que sus pies dejaron de tocar el suelo. Soltó a la cautiva y se aferró la garganta, y después Gaviota dio un nuevo tirón que acabó con el soldado caído de espaldas en el suelo. Su cuerpo se derrumbó con un estrépito metálico.
La cautiva era Primavera, la de los cabellos amarillos, que había sido arrastrada a través del río y llevada por la fuerza hasta aquella casa, pues su túnica estaba mojada hasta las rodillas. La joven, que tenía el rostro enrojecido de tanto gritar e insultar a los soldados, parecía tan perpleja como ellos ante el rescate. El soldado vestido de rojo que estaba detrás de ella —un hombre de barba negra y piel bronceada por un sol lejano— reaccionó por fin, y alzó una mano hacia la cabellera de la joven mientras se llevaba la otra a la empuñadura de su espada.
Gaviota no tuvo que esforzarse mucho para adivinar su plan: utilizaría a Primavera como escudo.
—¡Abajo, Vera! —gritó el leñador—. ¡Tírate al suelo!
Primavera reconoció a un amigo y se lanzó al suelo. La mano del soldado se cerró sobre el vacío. El hombre rugió una obscenidad y se inclinó para coger su escudo, que estaba apoyado en un poste para atar animales.
Pero Gaviota ya estaba preparado. Alzó velozmente su pesada hacha por encima de su hombro, dejando la hoja plana, y la arrojó. La hoja y el mango giraron locamente por los aires, y un instante después una media luna de las dos que formaban el hacha de doble filo se incrustó en el pecho del soldado con un golpe sordo.
Si las circunstancias hubieran sido distintas, Gaviota tal vez habría sonreído. Lanzar su hacha era uno de sus trucos favoritos, algo con lo que matar las horas de lluvia dentro de un granero, algo con lo que impresionar a los niños.
Nunca había imaginado que mataría a un hombre con ella.
Y lo más increíble de todo fue que el soldado no se derrumbó. Se quedó inmóvil donde estaba, perplejo y asombrado, y se llevó una mano a la hoja de acero que había atravesado su coraza y su esternón. Después, visiblemente confuso, tiró de la hoja y sólo consiguió moverla hacia un lado.
Una fuerte sacudida casi derribó a Gaviota.
Se había olvidado del soldado atrapado al extremo de su látigo.
Como una monstruosa perca escamosa que agonizara en la orilla, el hombre estaba tirando frenéticamente del látigo para liberar su garganta. Gaviota había estado tan absorto en el truco del hacha que había permitido que sus dedos sudorosos aflojaran su presa. Pero, por encima de todo, lo que le ocurría era que estaba asombrado al ver que había matado a un hombre. La idea exigía algún tiempo para acostumbrarse a ella.
El soldado no le dio ese tiempo. Siguió debatiéndose y cayó de rodillas al suelo. Sus fuertes dedos habían conseguido aflojar el látigo. El soldado se levantó, tosiendo y jadeando, y desenvainó su espada con el rostro ennegrecido lleno de una ira asesina.
Y Gaviota se había quedado con las manos vacías.
El leñador se preguntó si podría derribarle de una patada con sus zuecos de madera de nogal. Su rodilla cedería, y entonces caería. ¿Le salvaría eso?
Los labios del soldado se curvaron en una sonrisa malévola. Su brazo retrocedió para asestar el golpe, ese veloz mandoble mortífero que había acabado con los bárbaros azules.
Pero el soldado nunca llegó a completar su golpe.
Lo que hizo fue soltar un gruñido ahogado, dar media vuelta y caer.
Primavera permaneció inmóvil encima de él, soltando gruñidos ahogados. Había cogido la otra espada y la había hundido en la espalda del hombre, empujándola con las dos manos. El soldado se retorció, gritó y manoteó en un desesperado intento de alejarse, pero Primavera se inclinó sobre la empuñadura y la deslizó hacia un lado para que la hoja atravesara su hígado y sus tripas. El soldado se desplomó igual que un buey apuntillado. Primavera arrancó la espada de un tirón y le golpeó junto a la oreja, desgarrando la piel hasta revelar el hueso. Pero el soldado ya estaba muerto.
El hombre herido por el hacha al fin había caído detrás de ella. Primavera pasó junto al mango que sobresalía de su pecho, alzó la espada y le cortó la garganta. Una joven de granja que había matado cerdos, gallinas y vacas no se lo pensaba dos veces a la hora de derramar la sangre de un violador.
La sangre fluyó de la espada tan abundantemente como si fuese el cuchillo de un carnicero. Primavera se volvió hacia Gaviota y después se sonrojó e intentó cubrirse con su túnica medio rasgada. Ella, Gaviota y todos los jóvenes de la aldea siempre se habían bañado desnudos en la hoya llena de agua que había debajo del risco y se habían visto desnudos los unos a los otros un centenar de veces, pero en aquel momento Primavera se sintió repentinamente avergonzada y llena de timidez.
—¿Estás bien? —preguntó.
Gaviota apartó la mirada de los desgarrones de la tela que permitían entrever sus senos.
—Yo... —balbuceó—. Eh... Bueno... Yo soy el que debería preguntarte si...
Era extraño. Había conocido a Primavera durante toda su vida, y sin embargo nunca se había dado cuenta de lo hermosa que era, y de hasta qué punto era fuerte, capaz y lista. «Sería una magnífica esposa», pensó Gaviota, y se sorprendió ante aquel pensamiento tan inesperado.
—Estoy bien. Oh, sí, estoy mejor que ellos... —La joven escupió sobre el hombre que yacía junto al látigo, pero Gaviota pensó que lo hacía para no tener que mirarle a la cara—. Pero ¿qué haremos ahora?
Gaviota volvió a parpadear. «Ah, sí —recordó un instante después—. Hay una batalla en marcha.» En realidad, había dos batallas: el ejército de la hechicera contra el ejército del hechicero, y los aldeanos contra todos ellos. Meneó la cabeza y cogió su látigo y su hacha. Había una pequeña mella en el filo, y Gaviota volvió a sentir aquella misma ira irracional de antes. Había forjado el hacha con sus manos, y los soldados la habían estropeado. ¡Y las ratas estaban haciendo de las suyas en el granero de Flor de Nieve! ¿Dónde estaban los perros que tendrían que haberlas matado?
Entonces se acordó repentinamente de su familia. Su cerebro estaba tan embotado y confuso como el de Mangas Verdes.
—Tenemos que... —Gaviota intentó poner algo de orden en la confusión que se había adueñado de su mente—. No sé qué podemos hacer. Supongo que deberíamos reunir a todos los que podamos y huir al bosque. —Primavera aferró la espada que acababa de adquirir, estrujó nerviosamente su vestido medio destrozado con la otra mano y esperó. Gaviota se preguntó por qué la joven prestaba oídos a sus ideas cuando en realidad no sabía qué hacer—. Esos hechiceros destruirán la aldea, la llenarán de muerte y...
Un crepitar en el cielo le interrumpió. Los dos alzaron la cabeza para mirar.
En lo alto del risco, por encima del nuevo muro de espinos, la hechicera de la túnica marrón y amarilla alzó un cuerno curvado muy parecido al de un carnero. La hechicera gritó algo ininteligible, y después sopló por la boquilla del cuerno. El gran agujero redondo eructó una bola de fuego tan grande como un melón. El crepitar volvió a surcar el cielo. Los ojos de Gaviota y Primavera siguieron el sendero llameante. Gaviota se acordó de que un rato antes dos bolas de fuego habían estallado en el suelo, dejando al descubierto el lecho rocoso y matando a un par de caballos. ¿Dónde caería aquella nueva bola de fuego?
Una vaharada de humo flotó hasta su nariz. Era savia quemada, verde y amarga. Un crujido resonó bastante cerca de ellos.
Gaviota rodeó la casa, corriendo tan deprisa como podía hacerlo.
El muro de espinos estaba ardiendo por tres sitios.
—¡Mangas Verdes!
* * *
Gaviota corrió hacia la casa de Bálsamo de Abeja y galopó alrededor de los setos de espinos medio destrozados. El fuego crujía y chasqueaba entre los matorrales. El leñador sintió el calor sobre sus mejillas y su frente cubierta de sudor. El humo le asfixiaba y hacía que le escocieran los ojos. Gaviota mantuvo su hacha en alto por miedo a tropezarse con su hermana en el caso de que estuviera huyendo del incendio.
—¡Mangas Verdes! ¿Dónde estás, Verde?
Los espinos le arañaron las manos, los brazos y las piernas. Gaviota sintió su doloroso aguijonazo allí donde el trasgo le había herido con sus uñas. Dio manotazos al humo y a las ramas medio partidas, maldiciendo y debatiéndose torpemente en un intento de encontrar el hueco donde había escondido a su hermana.
Mangas Verdes había desaparecido.
El leñador no se había equivocado de agujero, pues el inclinarse le mostró las pisadas de su hermana. Pero Gaviota no tenía ni idea de adonde podía haberse ido. Ni siquiera había gotas de sangre caídas de alguna herida causada por los espinos.
Gaviota retrocedió ante el humo y se pasó una mano por sus ojos llenos de lágrimas. Dioses, ¿qué iba a hacer? ¿Dónde podía buscar? ¿Qué debía hacer?
El trueno retumbó de repente, como si los dioses le estuviesen respondiendo. Gaviota alzó la mirada. El cielo se había llenado de nubes que se iban haciendo más y más espesas y negras a cada momento que pasaba.
Aquel trueno era real. Quizá la lluvia apagaría los incendios. Quizá la aldea aún podía salvarse.
Pero aquel día los dioses se sentían particularmente maliciosos y burlones, y parecían decididos a gastarle jugarretas. La tierra saltó debajo de los pies de Gaviota.
Gritos lejanos, los crujidos y chisporroteos cercanos, los balidos de una cabra... Todos aquellos sonidos cesaron de repente.
Gaviota respiró entrecortadamente en aquel súbito silencio. Ya había sentido aquello anteriormente, una vez cuando era niño.
Los chirridos y chasquidos surgieron de la nada y resonaron por todas partes. Los guijarros oscilaron y bailaron junto a los pies de Gaviota. El sordo rumor inicial se convirtió en un terrible rechinar, y el mundo tembló.
¡Era un terremoto!
* * *
El suelo estaba temblando con tanta violencia que Gaviota apenas si podía mantenerse en pie. Sintió el gorgoteo de sus tripas y el castañetear de sus dientes, y se imaginó que su columna vertebral se desmoronaba y que su cerebro daba vueltas dentro de su cráneo. Un instante después la tierra se agitó todavía más violentamente y Gaviota cayó, y entonces el suelo dejó de moverse justo cuando el leñador entraba en contacto con él.
¿Durante cuánto tiempo podía estremecerse la tierra de aquella manera antes de quedar hecha pedazos?
Gaviota se incorporó, sintiendo cómo todo su cuerpo temblaba incontrolablemente. De todos los sustos que había padecido a lo largo de su vida, aquel era el peor. Si la mismísima tierra podía traicionarles, ¿en qué se podía confiar?
El silencio resonó en sus oídos. Un niño gritó y fue acallado al instante. ¿Habría más, o...?
Y entonces el terremoto desencadenó toda su potencia.
El suelo saltó como si alguien hubiera tirado bruscamente de una alfombra. Gaviota perdió el equilibrio y se desplomó sobre su trasero. El leñador dejó caer sus armas y se aferró al suelo tembloroso. Un rugido tan poderoso como el de una cascada amenazaba con engullirle. El murete de piedra que rodeaba los restos de la casa de Bálsamo de Abeja se desmoronó. Una grieta se abrió muy cerca de un pie de Gaviota. Otra grieta onduló junto a su mano, y avanzó a lo largo del seto de espinos.