El Caballero Templario (38 page)

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Authors: Jan Guillou

No hablaron mucho por el camino. Habían salido desde Gaza con una gran fuerza compuesta por cuarenta caballeros y cien sargentos. Sólo dos caballeros y cincuenta y tres sargentos volvían. Entre los hermanos que ahora estaban en el paraíso había cinco o seis de los mejores templarios que Arn conocía. Bajo esas circunstancias, no había ni alegría ni alivio por haber sobrevivido, sólo un sentimiento de incomprensible injusticia.

Harald Øysteinsson intentó bromear en alguna ocasión diciendo que, como Birkebeinar, estaba bien acostumbrado a las derrotas y aparentemente esta experiencia le iba a ser de provecho en Tierra Santa, aunque de modo muy diferente de lo que él había imaginado.

Arn no sonrió ni tampoco contestó.

El verano era tremendamente caluroso, algo que atormentaba a Harald pero no parecía afectar a Arn lo más mínimo. Arn le había enseñado a Harald cómo protegerse contra el calor al modo de los sarracenos, envolviendo la cabeza en varias capas de tela y cubriéndose con el manto fino de verano. Harald había hecho lo contrario, se había quitado la mayor cantidad de prendas posible, de modo que el sol despiadado había puesto su cota de malla al rojo vivo.

Se detuvieron en Ascalón y se alojaron en el cuartel de los templarios. Al llegar la noche se separaron, pues caballeros y sargentos no dormían nunca juntos excepto en el campo. De todos modos, Arn no pasó la noche durmiendo sino en la iglesia de caballeros, ante la imagen de la Virgen María. No rezó por Su protección, ni tan siquiera por su propia seguridad. Le pidió que protegiera a su amada Cecilia y a su criatura, ya fuera un hijo o una hija. Pero ante todo le pidió una respuesta, le pidió la gracia de comprender, la sabiduría de distinguir entre lo falso y lo cierto, pues mucho de lo que el conde Raimundo había dicho borracho y desesperado se le había quedado grabado en la mente y no podía deshacerse de ello.

Si fue así que la Virgen María le contestó al mismo día siguiente, Su respuesta fue cruel, o como diría el conde Raimundo con una estruendosa carcajada, fue despiadadamente aclaradora para provenir de la Virgen.

Cuando no les faltaba mucho para llegar a Gaza y se acercaban al campamento de beduinos de Banu Anaza pudieron ver desde lejos que algo marchaba mal. No había guerreros que fuesen a recibirlos. Entre las negras tiendas estaban las mujeres, los niños y los ancianos rezando con las frentes apoyadas sobre la tierra. Arriba, en un monte al lado del campamento, tres guerreros francos seglares se disponían a atacar.

Arn clavó las espuelas a
Chamsiin
y salió disparado hacia el campamento, levantando tras de sí una nube de polvo, y Harald tras él, rezagado. El estampido de cascos de caballo hizo que los que rezaban se encogieran todavía más de miedo, pues no podían ver quién se acercaba.

Cuando fue al paso entre las personas vestidas de negro, que desde el lomo de un caballo eran imposibles de distinguir los unos de los otros, alzaron la mirada con cuidado; entonces unas mujeres beduinas alzaron sus largos y vibrantes alaridos de bienvenida y todos se levantaron alabando a Dios por haberles enviado a Al Ghouti en el último instante.

Una mujer mayor empezó a golpear con la mano a modo de ritmo y pronto todo el campamento se unió a la celebración de bienvenida, «¡Al Ghouti, Al Ghouti, Al Ghouti!».

Encontró al anciano del campamento con la barba larga que se llamaba Ibrahim en honor al progenitor de todos los humanos, independientemente de cómo invocaran a Dios.

Arn tuvo cuidado de bajar de su caballo antes de tomar las manos del anciano para saludarlo.

—¿Qué ha sucedido, Ibrahim? —le preguntó—, ¿Dónde están todos los guerreros de Banu Anaza?, ¿qué quieren esos
franji
de ahí arriba en el monte?

—Dios es grande y te envió a ti, Al Ghouti, por eso le estoy más agradecido a él que a ti —dijo el anciano, aliviado—. Nuestros hombres están de
razzia
en el Sinaf, pues hay guerra y ninguna tregua que debamos respetar. Aquí tenemos protección y pensábamos que no necesitaríamos defensa. Pero esos
franji
llegaron desde el norte, de Ascalón, y nos han hablado y nos han dicho que recemos por última vez, si los he entendido bien.

—No puedo pedirte que los perdones porque no saben lo que hacen, ¡pero desde luego puedo espantarlos! —contestó Arn, se inclinó con cuidado ante Ibrahim, saltó sobre
Chamsiin
y salió a gran velocidad en dirección a los tres francos del monte.

Al acercarse redujo la velocidad y los observó. Sin duda alguna, eran unos advenedizos, les quedaba mucho color y oropeles en sus camisolas y tenían yelmos nuevos que les envolvían toda la cabeza dejando sólo una fina cruz a través de la que mirar. Se retiraron ahora los cascos sin entusiasmo y no parecían demasiado contentos de ver a un cristiano.

—¿Quiénes sois vosotros tres, de dónde venís y qué significa eso? —bramó Arn en su acostumbrado tono de orden.

—¿Quién eres tú, cristiano, que vistes como un sarraceno? —preguntó el franco que estaba en medio de los tres—. Ahora mismo nos molestas en nuestra sagrada labor. Por eso te pedimos amablemente que te hagas a un lado antes de que seamos desagradables.

Arn no respondió en seguida, pues estaba rezando por la vida de aquellos tres ignorantes. Luego abrió su manto dejando a la vista la túnica blanca con la cruz bermeja.

—Soy templario —respondió, contenido—. Soy Arn de Gothia y soy el señor de Gaza. Los tres os halláis ahora en tierra de Gaza. Lo que veis ahí son beduinos que pertenecen a Gaza, nuestra propiedad. Tenéis suerte de que todos los guerreros del campamento estén fuera, haciendo negocios o trabajando para mí, de no ser así estaríais los tres muertos. Ahora repito mi pregunta: ¿Quiénes sois vosotros tres, cristianos, y de dónde venís?

Respondieron que venían de Provenza, que habían ido con su conde a Ascalón junto con muchos otros, que habían salido en su primer día a explorar la Tierra Santa y que acababan de tener la suerte de encontrar a sarracenos que pensaban enviar de inmediato al infierno. Los tres habían tomado la cruz y, por tanto, tenían ese deber según Dios.

—Será según el Santo Padre de Roma —los corrigió Arn con ironía—. Pero nosotros los templarios somos el ejército del Santo Padre, sólo lo obedecemos a él. Así que el representante más cercano de vuestro papa es el comandante de Gaza y ése soy yo. Ya es suficiente. Os doy la bienvenida a Tierra Santa, que Dios os acompañe y todo lo demás. Pero ahora os ordeno que volváis sin demora a Ascalón o a donde queráis, porque debéis abandonar el territorio de Gaza sobre el que ahora estáis.

Los tres caballeros no mostraron ninguna intención de querer obedecer. Insistieron en que tenían el sagrado deber de matar sarracenos, que pensaban iniciar su sagrada labor aquí y ahora y otras sandeces por el estilo. Evidentemente no comprendían lo que era un templario, tampoco podían interpretar por la raya negra a lo largo de la gualdrapa de
Chamsiin
que además estaban hablando con un hermano de rango elevado.

Arn intentó explicar que en ningún caso podrían llevar a cabo la que se imaginaban que era su sagrada misión de matar mujeres, niños y ancianos, pues un templario se interponía en su camino y, por tanto, se hallaban en una importante situación de inferioridad.

Pero no comprendieron sus palabras, al contrario, decían que eran tres contra uno y que animaría un poco la lucha encontrar resistencia por parte de un adorador de sarracenos antes de completar su sagrada misión de sacrificar al pueblo.

Arn les rogó con paciencia que entraran en razón. Puesto que sólo eran tres, sería de locos atacar a un templario, y que si regresaban a Ascalón y preguntaban a la gente que llevaba más tiempo en Tierra Santa, seguramente se lo harían saber.

Pero no querían entrar en razón. Arn desistió, regresó rápidamente al campamento y colocó a
Chamsiin
frente al pueblo, sacó ostensiblemente su espada, la alzó hacia el sol tres veces, la besó e inició luego sus rezos obligatorios.

Por un lado se le acercó el viejo Ibrahim, abriéndose paso con dificultades por la arena y Harald se acercó por el otro lado a caballo. Arn explicó primero en árabe y luego en nórdico lo que podía pasar en el peor de los casos si esos tres locos de la colina no entraban en razón. Ibrahim se apresuró a retirarse mientras Harald situó su caballo al lado de Arn y sacó, intrépido, su espada.

—Debes retirarte, estás estorbando —dijo Arn en voz baja sin mirar a Harald.

—Jamás abandono a un amigo que esté en inferioridad, ¡y no vas a lograr que lo haga por muy canciller que seas! —protestó Harald con ardor.

—Te matarán de inmediato y no quiero que eso suceda —contestó Arn sin perder a los tres francos de la vista.

Los tres se habían arrodillado para rezar antes de su ofensiva, parecía que aquellos locos iban en serio. Sin embargo, Harald no hizo señal de pretender moverse.

—Te repito por última vez: debes obedecer órdenes —dijo Arn con la voz más fuerte—. Atacarán con lanzas y morirás de inmediato si te quedas aquí en medio. Ahora debes retirar tu caballo. Puedes asistirme luego si hay lucha a pie. Si encuentras un arco y flechas en alguna de las tiendas, utilízalas. ¡Pero no te permito cabalgar contra los francos!

—¡Pero si tú no tienes lanza! —objetó Harald desesperado.

—No, pero tengo a
Chamsiin
y puedo luchar como los sarracenos y no creo que esos tres lo hayan hecho nunca. ¡Así que vete y busca al menos un arco y flechas para que puedas hacer algo útil!

Arn había dado la última orden en un tono muy severo. Finalmente Harald obedeció y desapareció traqueteando hacia el campamento, a la vez que el viejo Ibrahim volvía jadeando y tropezando por la arena con un bulto entre las manos. Al llegar tuvo que recuperar el aliento un momento. Los tres francos de la colina se estaban poniendo los yelmos adornados con penachos de hermosos colores.

—Dios ciertamente es grande —jadeó el anciano mientras empezaba a desplegar su bulto—. Pero sus caminos son inescrutables para los hombres. Desde tiempos inmemoriales nosotros aquí, en Banu Anaza, hemos cuidado esta espada, precisamente la espada que el sagrado Ali ibn Abi Talib perdió cuando se convirtió en mártir a las afueras de Kufa. Era nuestro deber pasar esta espada de padre a hijo hasta que llegase nuestro salvador, el que nos salvaría a los fieles. ¡Tú eres ese hombre, Al Ghouti! El que lucha por una causa tan sagrada con una mente tan pura como tú no será nunca derrotado con esta espada en la mano. ¡Estaba escrito que tú la recibirías!

El hombre estrechó implorante y con manos temblorosas una espada anticuada y claramente desafilada hacia Arn. No pudo, a pesar de la gravedad de la situación, evitar sonreír.

—No creo que yo sea el más indicado, mi querido amigo Ibrahim —dijo—. Y créeme, mi espada está tan santificada como la tuya y, además, me disculparás, algo más afilada.

El anciano no se rindió, seguía alzando la espada y temblando cada vez más por el esfuerzo.

Entonces una sombra cayó sobre la mente de Arn. El Código prohibía a todo templario matar o herir a un cristiano. Su propia espada había sido bendecida ante Dios en la iglesia de Varnhem, nunca podría ser alzada en pecado porque entonces, él mismo, lo había jurado, caería abatido al suelo.

Estrechó el brazo del escudo y agarró la vieja espada, la midió examinándola en su mano y pasó el dedo por su filo desgastado. Los tres francos bajaban sus lanzas y se acercaban en prieta formación a galope hacia Arn. Tenía que decidirse de inmediato.

—¡Toma, Ibrahim! —dijo, entregándole su propia espada—. ¡Hunde esta espada en la arena delante de tu tienda, reza ante la cruz que ves y yo utilizaré tu espada y veremos cuán grande es Dios!

Al instante espoleó a
Chamsiin
, que ya estaba temblando de emoción, y cabalgó directo hacia las lanzas de los tres francos. Ibrahim corrió de nuevo tropezándose por la arena hacia su tienda para hacer con la espada lo que Arn le había pedido.

Harald no encontró ningún arco por mucho que buscó y ahora estaba como paralizado ante lo que sucedía. Su canciller se precipitaba con una espada en la mano derecha hacia tres caballeros, que atacaban con sus lanzas bajadas.

En ese instante comprendió de un modo muy diferente las palabras de su canciller, que él creía desdeñosas, acerca de que ningún noruego servía para montar a caballo.

Cualquiera, incluso Harald, podía ver que el caballo de Arn Magnusson era mucho más rápido que los de los demás. Hasta el último momentó realmente parecía como si Arn pensase lanzarse de cabeza contra las tres lanzas que le venían de frente. Pero al estar justo a su alcance giró de forma tan abrupta que
Chamsiin
galopaba casi tumbado en la curva y los tres caballeros se vieron frustrados. Cuando entonces frenaron y miraron a su alrededor a través de las estrechas aberturas de los yelmos, Arn ya los había rodeado y abatió al primero con un golpe en la nuca. El caballero franco se encogió de inmediato, se le cayeron la lanza y el escudo y luego él mismo cayó lentamente, como si estuviese resbalando abúlico del caballo. Para entonces, Arn ya estaba encima del segundo caballero, que intentaba defenderse con su escudo mientras el tercero, a quien ahora le estorbaba su amigo, tenía que maniobrar para lograr un nuevo ángulo de ataque.

Arn golpeó al caballo del enemigo más cercano en el lomo, de modo que cayó paralizado al doblársele los miembros traseros, y cuando entonces el jinete perdió el equilibrio fue golpeado por la espada de Arn en la cara justo sobre la ranura de visión del yelmo. También él cayó al suelo.

Ahora sólo quedaban dos hombres a caballo, Arn y el tercer franco. Parecía como si Arn quisiese negociar con el tercero, convencerlo de que se rindiese. Pero en lugar de eso, éste volvió a bajar su lanza y atacó. Al momento su cabeza voló por los aires, todavía en su casco, y cayó con un golpe sonoro al suelo, seguido por el cuerpo, del que la sangre salía a chorros. Arn pareció muy sorprendido, detuvo el caballo y deslizó los dedos por el filo de la espada, sacudió la cabeza y se acercó al paso hacia el segundo franco, que no estaba muerto, para ayudarlo a levantarse. El jinete mareado, que tomó la mano de Arn, se levantó y con ayuda de éste se quitó el yelmo con dificultad. Tenía sangre por toda la cara pero no parecía herido de gravedad.

Arn se volvió para echar un vistazo al primer hombre que había abatido, pero entonces el hombre al que acababa de dar la espalda tomó su espada y la clavó con todas sus fuerzas en el vientre de
Chamsiin.

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