El Caballero Templario (42 page)

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Authors: Jan Guillou

Empezó por decir que el hecho de que los Sverker controlasen todos los monasterios, y hasta el momento todos los conventos de monjas del país, les había causado grandes disgustos.

No se podía seguir manteniendo un orden así, pues creaba discordia y podía resultar muy desagradable para algunos que, como en el caso de las dos Cecilias y de Ulvhilde, lo habían experimentado en su propia piel. Por eso había costeado un nuevo convento que pronto sería inaugurado. Se llamaba Riseberga y estaba en el bosque del Norte, al noreste de Arnäs, en la oscura tierra de Svealand. Pero eso no debía causarles problemas, se apresuró a añadir al ver las caras de desagrado de las mujeres al oír la palabra Svealand. Bajo el mandato del rey Knut, estaban camino de convertirse en un único reino. Se trataba de establecer lazos comerciales, casarse los unos con los otros y, si era necesario, unirse a través de los hábitos antes que con las armas, pues esto último llevaba intentándose sin éxito desde tiempos ancestrales.

Pronto el convento de Riseberga sería consagrado y podría empezar a funcionar en serio. Pero faltaban dos cosas. Lo primero era una abadesa del linaje de los Erik o de los Folkung y en estos momentos se estaba hurgando en todos los rincones del reino para hallar una monja apropiada. Si eso no fuese posible, habría que tomar una novicia, pero era preferible que la abadesa fuera una monja preparada, alguien que estuviera familiarizada con todo lo que se hacía en un convento.

Lo segundo que faltaba era un buen
yconomus
. A Birger Brosa le habían llegado noticias de todas partes acerca de que los negocios de Gudhem eran los que mejor se administraban entre todos los conventos de monjas del reino, y quien manejaba estos negocios, por difícil que fuese creerlo, no era un hombre.

Aquí fue interrumpido por dos Cecilias indignadas, de las que una decía que hacía mucho tiempo que ella misma le había transmitido ese conocimiento a su canciller, y la otra que el anterior
yconomus
de Gudhem ciertamente había sido un hombre pero todavía más un inútil.

Birger Brosa se ocultó detrás de su jarra de cerveza, fingiéndose asustado, y luego explicó con una encantadora alegría que era muy consciente de todo eso, que había sido sólo una broma. Pero volviendo a los asuntos serios, deseaba que Cecilia Rosa se ocupara del trabajo de
yconomus
en su convento de Riseberga.
Yconoma
, lo corrigió Cecilia Rosa, haciéndose la ofendida.

El problema era, prosiguió Birger Brosa con más seriedad, que tardaría un tiempo en poder ir a buscar a Cecilia Rosa y llevarla a Riseberga. Primero el arzobispo debía sellar unas cuantas cartas y por eso era inevitable tardar un tiempo. Mientras tanto, Cecilia Rosa se quedaría sola con Rikissa en Gudhem, sin amigas ni testigos, y esa idea era un tanto preocupante.

En eso estuvo de acuerdo Cecilia Rosa. Si la madre Rikissa comprendía que pronto se vería obligada a llevar ella misma los negocios de Gudhem, sería capaz de cualquier cosa. La maldad de esa mujer no tenía límites.

Pero si no sospechaba lo que se estaba tramando, el deseo de hacer negocios pesaría más que el deseo de volver a recurrir al cilicio, a las confesiones y a las falsas lágrimas. Especialmente ahora, justo después de unos intentos fallidos. Probablemente ahora debía de estar metida en su cama, sin cilicio, consumida por el odio.

Ulvhilde dijo con gran gravedad que la madre Rikissa empleaba brujería, que podía hacer que una persona perdiese la razón y confesase cualquier cosa como si fuese la voluntad de Dios y no la del diablo. Nadie se hallaba seguro ante tal brujería, ella misma lo había experimentado cuando a pesar de todas sus intenciones había estado cerca de ceder ante la vil persuasión de la abadesa.

Entonces Cecilia Blanka la interrumpió diciendo que eso era fácil de resolver. Lo que Cecilia Rosa debía hacer era dejar pasar unos días y luego ir a hablar con Rikissa en privado y fingir perdonarla, rezar con ella unas cuantas veces y agradecer a Dios por haber perdonado Él también a su abadesa pecaminosa.

Eso significaría mentir y ser hipócrita ante Dios, pero Dios no era tonto y vería lo necesario de este sacrificio. Además, Cecilia Rosa siempre podría rogarle su perdón una vez estuviera en Riseberga.

Además, prosiguió Cecilia Blanka, Birger Brosa tendría que procurar mantener sus planes de
yconoma
para Riseberga en secreto, incluso acordar otro nombre, hacer correr rumores falsos acerca del asunto. Cualquier cosa estaba permitida en la lucha contra el diablo.

Luego, un buen día y tras tantas cortinas de humo, llegaría una caravana a Gudhem y se llevarían a Cecilia Rosa sin previo aviso. Cecilia Rosa podría salir entonces tranquilamente por el portón, del mismo modo que lo hicieron un día ella misma y Ulvhilde, sin siquiera despedirse. Y ahí se quedaría la bruja con un palmo de narices.

Todos consideraron buena la propuesta de Cecilia Blanka. Así se haría y seguramente ésa era también la voluntad de Dios. ¿Pues por qué motivo querría Él castigar más a Cecilia Rosa y por qué desearía ayudar a Rikissa en su crueldad?

No era Dios quien ayudaba a la madre Rikissa sino otro, dijo Cecilia Rosa, pensativa. Aun así, rogaría por la protección de la Virgen todas las noches, ya que si la Virgen la había protegido a ella y a su amado Arn durante tantos años, ¿acaso eso no era señal de que se tomaba en serio su protección?

La joven Ulvhilde Emundsdotter salió cabalgando de Gudhem camino de su nueva vida en libertad justo antes de la misa de San Olof. Era el tiempo que transcurría entre la antigua y la nueva cosecha, cuando los graneros y los cobertizos estaban vacíos pero la siega ya estaba en marcha.

Cabalgaba junto a la reina, al frente y justo detrás del canciller y de quienes cabalgaban delante llevando los estandartes con el león de los Folkung y las tres coronas. Justo detrás de la reina y de Ulvhilde seguía una fuerte escolta de más de treinta jinetes que en su mayoría vestían colores azules, aunque Ulvhilde no era la única con un manto rojo.

Allí por donde pasaba la comitiva en su camino hacia Skara se interrumpía el trabajo en los campos y las praderas, y hombres y mujeres se acercaban al camino, se arrodillaban y pedían que Dios salvase la paz, al canciller y a la reina Cecilia Blanka.

Ulvhilde no había montado a caballo desde que era niña y aunque se dijese que montar es algo que todas las personas saben hacer porque ése es el orden de Dios, que los animales sirvan a los humanos, pronto pensó que con su poca experiencia en la silla, cabalgar no resultaba la forma más agradable de viajar para quien no estuviese acostumbrado. Se pasaba el rato retorciéndose en la silla, intentando cambiar de postura para evitar que la sangre se estancase en una pierna o para que la rodilla no rozase contra la silla. De niña solía montar en una silla normal con una pierna a cada lado del caballo. Pero ahora ella y Cecilia Blanka montaban como les correspondía a todas las señoras de bien, con las dos piernas al mismo lado del caballo, algo que resultaba tanto difícil como doloroso.

Sin embargo, el mal causado por la silla era una preocupación menor que desaparecía entre el resto de sus sensaciones. El aire era fresco y agradable de respirar y Ulvhilde llenaba una y otra vez su pecho y mantenía la respiración como si no quisiese dejar ir el sabor de la libertad.

Cabalgaron por praderas y claros robledos y cruzaron muchos ríos y riachuelos hasta llegar al monte de Billingen, y el bosque se fue espesando y la escolta se reorganizó, de modo que la mitad de los hombres se adelantaron al canciller y la reina. No había nada de qué preocuparse, le dijo Cecilia Blanka a Ulvhilde. La paz reinaba desde hacía mucho tiempo pero los hombres siempre querían comportarse como si esperasen recurrir a sus espadas en cualquier momento.

A ojos de Ulvhilde, el bosque tampoco parecía demasiado amenazador, casi todo eran robles y hayas altos y la luz se filtraba en colores resplandecientes por entre las copas de los árboles. En la distancia vieron unos ciervos que se retiraron precavidos entre la maleza.

Ulvhilde jamás había podido imaginar el mundo exterior tan hermoso y acogedor. Tenía veintidós años, una mujer a la mitad de su vida que desde hacía tiempo debería estar cuidando de sus hijos, algo que nunca había pensado que experimentaría, pues había imaginado su vida en el convento hasta el final del Camino.

En su interior sospechaba que la felicidad que ahora sentía no duraría, que la libertad tendría otros aspectos que aprendería de formas más duras. Pero esos primeros días, cuando cabalgaba dándole la espalda a Gudhem, adonde no regresaría jamás, apartó de su mente todo excepto la alegría que casi era excesiva para su pecho y era como si le doliese cuando a veces respiraba demasiado hondo. Pensó que era como si la libertad la embriagase y que en ese momento todo carecía de importancia excepto la ebriedad.

Se detuvieron en Skara y pasaron la noche en el castillo real. El canciller tenía algún que otro asunto que resolver con unos hombres que lo esperaban con semblantes severos, y la reina Cecilia dio órdenes para que las señoras del castillo le llevaran ropas nuevas a Ulvhilde. La bañaron, le cepillaron el cabello y la vistieron con un suave vestido verde con cinturón de plata.

En el suelo del cuarto donde se ocuparon en estas tareas quedaron en un triste montón las ropas descoloridas y marrones de lana que Ulvhilde había vestido desde siempre. Una de las señoras del castillo tomó esas ropas y se las llevó como algo impuro que había que quemar.

Precisamente eso se le quedó grabado en la memoria a Ulvhilde, cuando vio que sus ropas del convento eran retiradas por unos brazos extendidos como algo feo y maloliente que sólo podía quemarse, que no servía para vender ni para donar a los pobres. Fue como si entonces comprendiese por primera vez que no estaba viviendo un sueño, que en efecto era esa que ahora veía reflejada en un espejo pulido que una de las damas de compañía sostenía ante ella con risas y carcajadas mientras otra le colocaba el manto rojo con especial reverencia.

La que ahora veía en el espejo era ella misma, pues la imagen del espejo repetía todo lo que ella hacía, alzaba un brazo, arreglaba la diadema de plata o acariciaba el suave manto de un cálido color carmesí. Sin embargo, no era ella, pues al igual que Cecilia Rosa había quedado marcada por la vida sencilla del convento. Ulvhilde de repente la veía en Gudhem con la misma claridad que se veía a sí misma en el espejo.

Entonces apareció por primera vez una sombra sobre su gran felicidad en la libertad. Le parecía injusto alegrarse tanto y de forma tan egoísta cuando Cecilia Rosa se había quedado ahora sola con aquella bruja en Gudhem y además con muchos y largos años de cautiverio por delante.

Aquella noche, durante el banquete, Ulvhilde se sentía unas veces tan feliz que a pesar de su timidez y la poca costumbre se reía a carcajadas de los comediantes y las burdas bromas de los hombres, y otras veces tan triste al pensar en la querida amiga, que la reina tuvo que consolarla en más de una ocasión. Las palabras de la reina que más mella hicieron en el corazón de Ulvhilde decían que, a pesar de todo, la peor parte de su viaje estaba llegando a su final. Una vez las tres fueron muy jóvenes y, como pudo parecer, compañeras de fatiga en Gudhem. Pero habían seguido unidas, nunca habían faltado a su amistad y habían aguantado.

Ahora dos de las tres eran libres y debían alegrarse por ello más que sufrir por la tercera. Cecilia Rosa también sería libre un día que ahora ya no era demasiado lejano. ¿Y verdad que la amistad de Ulvhilde y Cecilia Blanka con la tercera jamás se desvanecería? A pesar de todo, les quedaría media vida de la que podrían disfrutar las tres juntas en libertad.

Lo que Cecilia Blanka no usó como palabras para consolar ni alegrar a Ulvhilde fueron palabras acerca de su belleza. Cecilia Blanka pensó con razón que precisamente eso era algo que en esos momentos quedaba fuera del entendimiento del alma monacal de Ulvhilde y que además le alegraría poco.

Ulvhilde comprendería con el tiempo que de un día para otro había pasado de ser doncella de convento que a nadie le importaba a ser una de las doncellas más hermosas del reino. Era bonita, rica y amiga de la reina. Ulfshem no era una mala propiedad y pronto Ulvhidle sería su única dueña sin un padre irascible ni problemáticos miembros de linaje que querrían meterla en uno u otro lecho conyugal. Ulvhilde era mucho más libre de lo que ella misma podía imaginar.

Al día siguiente, la cabalgata continuó hasta la orilla del Vättern, donde los esperaba una pequeña nave negra con el curioso nombre de
Serpiente corta
. Los hombres del barco eran altos y rubios y por su idioma se podía notar que eran todos noruegos. Formaban parte de la escolta personal del rey, pues era bien sabido que el rey Knut casi sólo tenía noruegos vigilando por su vida ahí fuera en el castillo de Näs. Algunos de estos noruegos eran amigos desde el largo exilio del rey en su infancia, otros habían llegado años más tarde cuando tanto los parientes de Erik como los Folkung de Noruega tenían grandes motivos para huir de su país. Noruega estaba siendo devastada por una dura guerra por el control de la corona, lo mismo que había sucedido en Götaland Occidental, Götaland Oriental y Svealand durante más de cien años.

La noche estival en que la comitiva del canciller y la reina llegó al puerto real de Vättern era excepcionalmente calurosa y apacible. Allí se separaron las dos eminencias y Ulvhilde de la guardia montada que regresaría a Skara y bajaron a la pequeña nave negra para ser llevados a remo por la brillante superficie del agua hasta el castillo de Näs, que ni siquiera se vislumbraba en el horizonte.

El canciller se sentó en proa, pues tenía algunas cosas en las que pensar, y deseaba estar a solas. La reina y Ulvhilde se sentaron en popa junto al remero que parecía ser el jefe de los noruegos.

El corazón de Ulvhilde latía con fuerza cuando la nave zarpó y los enormes noruegos hundieron con experiencia los remos en el agua brillante. No podía recordar que hubiese viajado nunca en barco ni siquiera cuando era niña, aunque seguramente debió de hacerlo alguna vez. Permaneció emocionada siguiendo con la mirada los remolinos de los remos en la oscuridad del agua y absorbiendo el olor a brea, a piel y el sudor de los hombres. Desde la orilla que acababan de abandonar y bien entrados en el agua se oía el canto de un ruiseñor, los remos y la piel crujían y el agua murmuraba por la roda con cada golpe de remo que daban los noruegos con gran energía, aunque no parecían esforzarse mucho.

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