El Caballero Templario (39 page)

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Authors: Jan Guillou

El caballo se encabritó con un grito de angustia, zarandeándose en salvajes brincos, dando coces con la espada hundida hasta la empuñadura. Arn permaneció como petrificado durante unos instantes, luego corrió rápidamente hacia el bruto, que cayó de rodillas levantando las manos en señal de clemencia. Pero no hubo piedad.

Luego se hizo lo que debía. Arn fue a buscar su propia espada, hundió la espada sagrada sarracena en la faja y llamó con palabras cariñosas y tranquilizantes a
Chamsiin
que, a pesar de su angustia y los ojos en blanco, se le acercó tambaleándose con la espada franca balanceándose arriba y abajo a cada paso. Arn lo acarició, lo besó y dio luego dos pasos en diagonal hacia atrás, de repente se giró y, lleno de una desesperada furia, cortó la cabeza de
Chamsiin
con un único golpe.

Luego dejó caer, paralizado, su espada al suelo y pálido se alejó del campamento para sentarse a solas.

Mujeres y niños aparecieron de todas partes y empezaron a cavar rápidamente en la arena y a desmontar las tiendas mientras otros reunían los camellos, las cabras y los caballos. Harald no comprendía lo que estaba sucediendo y desde luego no quería molestar a su canciller, así que nada útil pudo hacer.

El anciano fue a recoger la espada de Arn de la arena, la limpió y luego se dirigió con pasos lentos pero decididos hacia él. Harald estaba seguro de que no debía entrometerse.

Cuando Ibrahim llegó junto a Arn, éste estaba sentado rígido y con la mirada ausente, la sagrada espada del islam en su mano. Ibrahim era beduino y podía comprender la pena de Arn. Se sentó a su lado sin decir nada, si hacía falta estaba dispuesto a quedarse ahí dos días y dos noches sin decir nada. Pues según la costumbre, Arn era quien debía hablar primero.

—Ibrahim, sé que debo hablar primero —dijo Arn, atormentado—. Así es vuestra costumbre e igualmente podría haber sido mi Código, del que, sin embargo, eres felizmente ignorante. La espada que me diste es realmente especial.

—Ahora te pertenece a ti, Al Ghouti. Tú eres nuestro salvador. Estaba escrito y ahora se ha demostrado con lo sucedido.

—No, Ibrahim, no es así. ¿Tengo ahora derecho a pedirte un favor?

—Sí, Al Ghouti. Y cualquier cosa que me pidas que esté en el poder de los hombres o en el poder de todos los Banu Anaza la cumpliré al pie de la letra —susurró Ibrahim mirando al suelo.

—Toma entonces esta espada y llévasela a quien pertenece. Ve a Yussuf ibn Ayyub Salah al—Din, a quien nosotros en nuestro simple idioma llamamos solamente Saladino. Dale esta espada. Dile que asi estaba escrito, que Al Ghouti lo dijo.

Ibrahim recibió la espada que Arn cuidadosamente le entregaba en silencio. Permanecieron un rato el uno al lado del otro, mirando las dunas de arena que se extendían hacia el mar. La pena de Arn era tan grande que lo rodeaba como un helor, e Ibrahim era una persona excepcionalmente apropiada para comprender la razón, al menos así pensaba. Sin embargo, sólo tenía razón a medias.

—Al Ghouti, ahora eres amigo de Banu Anaza para siempre —dijo Ibrahim tras un momento que podía haber sido breve o largo, pues para Arn casi había dejado de existir el tiempo—. El favor que me has pedido es demasiado pequeño, aunque haré que se cumpla. Déjanos hacer ahora lo que es debido. Nosotros los beduinos enterramos los caballos como
Chamsiin
. Fue un gran guerrero, casi como uno de nuestros caballos. ¡Ven!

El anciano logró sin dificultad que Arn se levantase y lo siguiese. Al llegar al campamento estaba casi todo recogido y cargado sobre los camellos. Los tres francos muertos, al igual que sus caballos, habían desaparecido en algún sitio debajo de la arena. Pero todos los niños, mujeres y viejos del campamento estaban reunidos rodeando con seriedad una tumba en la arena, y a una cierta distancia se hallaba un Harald perplejo.

Las ceremonias fueron breves para un caballo, como lo habrían sido para humanos. La creencia de los beduinos, tal como era expuesta en la oración de su jefe Ibrahim, era que ahora
Chamsiin
galoparía por toda la eternidad en campos verdes con buenos manantiales de agua. Arn rezó algo similar, aunque en murmullos, para sí mismo, pues sabía que estaba cometiendo blasfemia. Pero
Chamsiin
había sido su amigo desde la infancia y era el único por quien Arn había blasfemado en toda su vida. Tan grande era su conmoción que en esos momentos prefería la creencia de los beduinos con tanta intensidad que podía ver a
Chamsiin
galopando a toda velocidad, alzando la cola y la crin, por los verdes campos del paraíso.

Luego se dirigieron todos hacia Gaza. Tres francos de Ascalón habían muerto en el campamento de Banu Anaza. Por eso deberían levantar el nuevo campamento justo al lado de Gaza, y si eso no era lo bastante seguro, deberían trasladarse al interior de los muros.

Las mujeres y los niños de los beduinos eran igual de hábiles montando camellos y caballos y transportando todos los animales en una manada que cualquier hombre sarraceno.

Harald montaba junto al caballo prestado y un poco repropio de Arn, con el que parecía tener algunos problemas. Pero Harald no se atrevía a decirle nada a Arn en el corto viaje a Gaza. Nunca podría haberse imaginado a un hombre como Arn Magnusson llorando como un niño y se sentía muy incómodo al ver esa debilidad, especialmente al ser manifestada ante salvajes no cristianos. Pero éstos no parecían lo más mínimo sorprendidos por la infantil pena que el guerrero sentía por un caballo. Sus caras estaban como talladas en cuero, impasibles, sin gestos ni de pena ni de alegría, de miedo ni de alivio.

Eran beduinos, pero Harald no sabía mucho más acerca de ellos que cualquier hombre del norte. Al llegar a Gaza, Arn señaló en silencio un lugar donde los beduinos podrían acampar cerca de la ciudad, pero al norte, de modo que los olores de la ciudad no penetrasen en el campamento, pues el viento soplaba de poniente. Desmontó su caballo prestado y empezó a retirar los arreos y la silla de
Chamsiin
. Pero entonces Ibrahim se le acercó rápidamente, saltó con agilidad de su caballo y tomó las manos de Arn.

—Al Ghouti, amigo nuestro, ¡una cosa debes saber ahora! —empezó, jadeando—. Nuestra tribu, Banu Anaza, tiene los mejores caballos de toda Arabia, es por todos conocido. Pero nadie, ni siquiera los sultanes ni los califas, han podido jamás comprar uno de esos caballos, sólo los hemos regalado cuando hemos encontrado verdaderos motivos para hacerlo. El joven caballo que ahora has montado desde nuestro campamento apenas ha sido domado, como seguramente habrás notado. No tiene ningún amo. Estaba destinado a mi hijo, pues su sangre es la más pura, es nuestro mejor caballo. Debes tomarlo, pues lo que tú me pediste como favor es demasiado poco, aunque lo voy a hacer.

—Ibrahim, no puedes… —empezó a decir Arn pero, incapaz de seguir, agachó la cabeza y rompió a llorar. Ibrahim lo abrazó entonces como un padre por el cuello acariciándole en consuelo la nuca y la espalda.

—Sí puedo, Al Ghouti. Soy el mayor de Banu Anaza, nadie puede contradecirme. Tú no puedes contradecirme porque hasta ahora has sido mi huésped. ¡No puedes ofender a tu anfitrión rechazando su regalo!

—Eso es cierto —dijo Arn y respiró profundamente secando sus lágrimas con el dorso de la mano—. Ante los míos soy débil como una mujer y posiblemente un loco por llorar así la muerte de un caballo. Pero tú eres beduino, Ibrahim. Tú sabes que esta pena nunca pasa y sólo ante un hombre como tú puedo reconocerlo. Tu regalo es muy grande, te estaré agradecido durante el resto de mi vida.

—También voy a darte una yegua —sonrió Ibrahim, astuto, e hizo una señal. Quien entonces se acercó con la yegua era Aisha, cuyo amor por Ali ibn Qays Arn había salvado.

Ibrahim lo había pensado muy bien. Porque según la tradición, Arn no podría en absoluto rechazar un regalo por parte de Aisha, a quien había hecho feliz con su poder y quien llevaba el nombre de la esposa más amada del Profeta, la paz acompañase su nombre.

VIII

E
n el plazo de unos pocos años, la vida de Cecilia Rosa en Gudhem cambió por completo. Los negocios del convento se habían visto transformados hasta tal punto que resultaban incomprensibles para la mente humana. A pesar de haber adquirido pocas tierras en esos últimos años, los ingresos de Gudhem se habían visto duplicados. Cecilia Rosa explicó una y otra vez que ese cambio sólo tenía que ver con mantenerlo todo en orden. Bueno, no sólo eso, solía reconocer cuando la madre Rikissa o alguna otra persona insistía en sus obstinadas preguntas. También se habían subido algunos precios. Un manto Folkung de Gudhem costaba tres veces más ahora que cuando se inició su administración. Pero tal y como predijo una vez el hermano Lucien, ahora los mantos se iban vendiendo a un ritmo tranquilo y constante y no como antes, que desaparecían todos en una semana. Así resultaba también más fácil planificar el trabajo y las familiares podían ir trabajando en el
vestiarium
sin necesidad de hacerlo todo de prisa y corriendo. Sólo podían comprarse las pieles necesarias para los mantos más exclusivos en primavera y en unos pocos mercados, y si se hubiese planificado mal, como se hacía antes, habrían acabado sin pieles y con demasiados encargos.

Actualmente los almacenes de pieles no quedaban nunca vacíos, el trabajo transcurría con uniformidad y, aun así, proporcionaba tanta plata que las arcas de Gudhem habrían reventado si la madre Rikissa no llega a encargar tantos trabajos de piedra a maestros picapedreros francos e ingleses. Con estas obras se hizo también visible la creciente riqueza de Gudhem para el ojo humano. Se había terminado la torre de la iglesia y ahora tenía una campana inglesa que emitía un hermoso son. También habían acabado de construirse los muros que rodeaban la parte interna del convento, así como las bóvedas que rodeaban todo el claustro.

Junto a la sacristía se habían construido dos nuevas salas en piedra que formaban una casa aparte. Aquél era el reino de Cecilia Rosa, allí reinaba entre libros y cofres de plata. En la habitación exterior había hecho construir unos estantes de madera con cientos de casillas, donde conservaba todos los documentos de donativos en un orden estricto que, sin embargo, sólo ella controlaba. Si la madre Rikissa iba a preguntarle acerca de una u otra propiedad, su valor o arriendo, Cecilia Rosa era capaz de encontrar sin ningún problema primero la carta de donación y leer lo que decía, y luego buscar en los libros hasta que encontraba la fecha del último pago del arriendo, lo que se había pagado con un estrecho margen de error y decir cuándo iba a realizarse el próximo. Cuando los arriendos tardaban en llegar, escribía una carta que la madre Rikissa firmaba y luego lacraba con el sello de la abadesa. La carta se enviaba entonces al obispo más cercano al arrendatario remolón y pronto se enviaban lacayos diligentes a cobrar el arriendo con un sencillo recordatorio o, en el caso de ser necesario, con formas un poco más duras. Ni un pez se escurría de la red de Cecilia Rosa.

Era consciente del poder que la posición de
yconoma
le había proporcionado. La madre Rikissa podía hacer las preguntas que quisiese acerca de asuntos pequeños o importantes y tenía derecho a exigir una respuesta, pero era incapaz de tomar buenas decisiones sin hablar primero con la
yconoma
, al menos por lo que se refería a los negocios de Gudhem. Y Gudhem no podría vivir sin sus negocios.

Así que por ese motivo no le sorprendió que la madre Rikissa ya nunca la tratase con el desprecio y la crueldad del principio. Las dos habían hallado un modo de relacionarse que no importunaba ni a los negocios ni al orden divino de Gudhem.

Cuanto más segura se sentía Cecilia Rosa en la administración de la contabilidad y los ábacos, más tiempo le sobraba para otras cosas, y ese tiempo lo pasaba con Ulvhilde, cuando era temporada en las huertas y, si no, en el
vestiarium
, cosiendo y conversando a veces hasta muy avanzada la noche.

Había pasado mucho tiempo y la cuestión de la herencia de Ulvhilde no se había solucionado. En sus visitas, Cecilia Blanka había parecido un tanto esquiva y siempre respondía vagamente que todo se solucionaría pero que no se podía hacer en un santiamén. La esperanza que se había encendido en Ulvhilde parecía apagada y fue como si se conformase.

Dado que la madre Rikissa y Cecilia Rosa habían alcanzado un modus vivendi en el que tenían lo menos posible que ver la una con la otra, Cecilia Rosa fue cogida desprevenida cuando la madre Rikissa le pidió que fuera a sus aposentos privados para conversar acerca de un asunto «del que nunca antes habían hablado», en los términos en los que vagamente describió su solicitud.

Desde hacía un tiempo, la madre Rikissa había empezado a flagelarse y siempre dormía con el cilicio. Cecilia Rosa se había dado cuenta de ello pero no le había dado demasiada importancia; a veces las mujeres tenían ese tipo de ideas en los conventos y no era nada nuevo ni extraño.

Cuando ahora se reunieron, la madre Rikissa parecía desmadejada, como reducida. Tenía los ojos rojos por falta de sueño y no dejaba de frotarse las manos cuando casi se humilló y literalmente se inclinó ante Cecilia Rosa.

Explicó con voz débil que buscaba el perdón, tanto de la Virgen María como de aquella con quien había sido más severa en su vida. Realmente buscaba en su corazón, dijo, aquel demonio que debía expulsar, la maldad que había hecho nido en ella en contra de su voluntad. Albergaba en eso una pequeña esperanza, pues le había parecido sentir que la Virgen iba a apiadarse de ella.

Pero la cuestión era si Cecilia Rosa podría hacerlo. La madre Rikissa estaba dispuesta a padecer todo ese tiempo que Cecilia Rosa había pasado en
carcer
y todos los golpes de flagelo que había recibido por duplicado o incluso por triplicado si con ello lograba su perdón.

Explicó que ya de joven sufrió por su fealdad, sabía muy bien que Dios no había hecho de ella la delicada doncella de las canciones de los caballeros. Su familia pertenecía a un linaje real pero su padre no era muy rico y eso había sido decisivo para la niña Rikissa, que probablemente nunca bebería la cerveza de compromiso. Nadie la tomaría por su riqueza, pues ésta resultaba insuficiente.

Su madre la había consolado diciéndole que Dios tenía una intención con todo y que quien no había sido creada para el lecho matrimonial seguramente había sido creada para una vocación mayor y que Rikissa debía aspirar al reino de Dios. A la propia Rikissa le había atraído más el reino de los humanos, montar y cazar, algo que pocas doncellas veían como su mayor deseo en la vida.

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