El Caballero Templario (54 page)

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Authors: Jan Guillou

Fue un día muy caluroso con vientos meridionales del desierto. Tal y como había dicho el conde Raimundo, no había ni una gota de agua en todo el camino. Desde el amanecer hasta la puesta del sol, los cristianos tuvieron que realizar esa carrera contra los ataques incesantes de la caballería ligera. Al principio llevaban a rastras a los muertos, pero pronto tuvieron que empezar a abandonarlos allí donde caían.

Hacia el atardecer se acercaron a Tiberíades y vieron el lago brillar con el ocaso. El conde Raimundo intentó convencer al rey de atacar de inmediato y alcanzar el agua antes de que oscureciera por completo. Si después de un horrible día sin agua tenían que pasar una noche entera también sin agua, estarían perdidos al amanecer.

Gérard de Ridefort, sin embargo, decía que se lucharía mucho mejor después de dormir. Y el rey Guy, que reconocía que estaba bastante cansado, pensó que eso parecía razonable y ordenó que se acampara durante la noche.

Los cristianos acamparon en las laderas junto al pueblo de Hattin, donde había dos pequeños picos entre las bajas montañas con el nombre de cuernos de Hattin. Pensaron que allí podrían descansar y refrescarse antes de que llegase el momento crítico a la mañana siguiente.

Al ponerse el sol y llegar el momento de oración del ejército sarraceno, que ahora estaba al alcance de la vista de los agotados cristianos, Saladino dio gracias a Dios a las orillas del lago por el regalo que había recibido. Arriba, en los cuernos de Hattin, estaba todo el ejército cristiano, casi todos los templarios y los sanjuanistas, el rey cristiano y todos sus hombres más cercanos. Dios le había servido la victoria final en bandeja de plata. Sólo le quedaba darle las gracias y luego ocuparse del deber que Él había impuesto a los suyos.

Ese deber empezaba por prender la hierba seca que había al sur de los cuernos de Hattin, de modo que el campamento cristiano pronto se vio rodeado por un penetrante humo que hacía imposible cualquier intento de descanso antes de la batalla fina!.

A la mañana siguiente cuando se hizo la luz, los cristianos estaban rodeados por todas partes. El ejército de Saladino no hacía ninguna señal de atacar, pues el tiempo estaba de su lado. Cuanto más esperaran los cristianos, más débiles serían. El sol despiadado estaba cada vez más alto y el rey Guy no fue capaz de tomar ningún tipo de decisión.

El conde Raimundo fue de los primeros en subir al caballo. Fue paseando por todo el campamento hasta llegar a la parte de los templarios; buscó a Arn y le propuso que tomase a algunos hombres y que lo siguiera en un intento de escape. Arn rechazó con cortesía su propuesta, alegando que había hecho un juramento de fidelidad hasta el final de ese mismo día y que no podía romper su palabra ante Dios. Se despidieron y Arn le deseó al conde Raimundo toda la suerte del mundo y le dijo que rezaría por el éxito del intento de escapada.

Y eso es lo que hizo: rezar.

El conde Raimundo consiguió que sus cansados jinetes montaran sobre los caballos y los animó brevemente diciendo que iban a apostarlo todo en un intento de huida. Si fracasaban, morirían, eso era cierto, pero también iban a morir todos los que permanecieran en los cuernos de Hattin.

Una vez dicho esto, colocó a sus fuerzas en una estrecha formación de cuña en lugar de atacar a lo ancho. Dio la señal de ataque y se abalanzaron contra la masa compacta de enemigos que daban la espalda a todo el agua que había en el lago de Galilea, como si estuviesen protegiéndola.

Ante la ofensiva de Raimundo, los sarracenos abrieron filas formando una calle ancha por donde desaparecieron el conde Raimundo y sus guerreros. A continuación, los sarracenos volvieron a cerrar filas.

Mucho más tarde, los demás pudieron ver desde lo alto de los cuernos de Hattin cómo el conde Raimundo y sus jinetes desaparecían a lo lejos en el horizonte sin ser perseguidos. Saladino les había perdonado la vida.

Gérard de Ridefort se enfureció mucho al enterarse, soltó un largo discurso sobre traidores y ordenó montar a todos sus templarios.

Hubo gritos y barullo entre los sarracenos al ver cómo los templarios, que seguían siendo al menos setecientos, se preparaban para la ofensiva. Ningún sarraceno había visto jamás una fuerza tan grande de templarios. Y todo el mundo sabía que había llegado el momento decisivo, que había llegado la hora de la verdad.

¿Era imposible vencer a esos demonios blancos? ¿O eran humanos como todos los demás y sufrían como todos los demás al pasar un día sin agua?

Cuando los sanjuanistas vieron que los templarios se preparaban para el ataque hicieron lo mismo, y entonces el rey Guy dio orden de que el ejército real también montara sus caballos.

Pero Gérard de Ridefort no esperó a los demás, sino que se abalanzó por la pendiente con toda su fuerza reunida de caballeros. El enemigo se hizo de inmediato a un lado para que no lograran acertar con la carga; tuvieron que intentar dar media vuelta pesada y lentamente y teniendo el agua a la vista, algo que molestó mucho a sus caballos, e intentaron subir de nuevo la pendiente. De camino hacia arriba se encontraron con la avalancha de sanjuanistas que no habían tenido tiempo de atacar a la vez que ellos. El ataque de los sanjuanistas se vio frenado y se produjo un devastador desorden de templarios y sanjuanistas dirigiéndose en todas las direcciones.

Entonces los lanceros mamelucos atacaron con todas sus fuerzas desde la retaguardia.

Gérard de Ridefort perdió la mitad de sus caballeros en aquel loco ataque; las pérdidas de los sanjuanistas fueron aún mayores.

En el siguiente intento reunieron a todas las fuerzas cristianas en una ofensiva conjunta, pero entonces la sed hizo perder la razón a algunos de los infantes, que se quitaron los yelmos y empezaron a correr con los brazos abiertos hacia el agua. Arrastraron consigo a muchos más y así se lanzó toda una estampida de soldados de infantería hacia la muerte, que fueron presa fácil para los lanceros egipcios a caballo.

El segundo ataque de caballería fue mejor que el primero y estuvieron a tan sólo cien metros del agua cuando se vieron forzados a volver. Al reagruparse en torno a la tienda del rey habían desaparecido dos terceras partes del ejército cristiano.

Ahora Saladino atacó con todas sus fuerzas.

Arn había perdido su caballo cuanto éste fue atravesado por una flecha en el cuello y ya no podía pensar ni ver con claridad lo que estaba pasando a su alrededor. Lo último que recordó fue que él y varios hermanos que también habían perdido a su caballo estaban espalda contra espalda, rodeados por todas partes por soldados de a pie sirios y que logró golpear a varios de ellos con su espada o la maza de combate que tenía en la mano izquierda; perdió el escudo al caer el caballo.

No se dio cuenta de cómo y por quién fue golpeado.

Los templarios y los sanjuanistas que fueron capturados vivos durante la última hora en los cuernos de Hattin, cuando finalmente sucumbió el ejército cristiano, recibieron todos agua para beber al ser colocados de rodillas en dos largas filas ante el pabellón de victoria de Saladino.

No era por misericordia que se les daba agua, sino para que pudieran hablar. La decapitación empezaba abajo, en la playa, y luego iba subiendo y terminaba delante del pabellón de victoria al cabo de un par de horas.

Los hermanos supervivientes eran doscientos cuarenta y seis templarios y más o menos la misma cantidad de sanjuanistas, lo cual significaba que las dos órdenes habían sido prácticamente exterminadas en Tierra Santa.

Saladino lloró de alegría y dio las gracias a Dios al contemplar el inicio de la decapitación. Dios había sido inmensamente misericordioso con él, finalmente había derrotado a las dos horribles órdenes ahora que poco a poco los últimos perdían las cabezas. Sus castillos casi vacíos caerían como fruta madura. Al fin estaba abierto el camino a Jerusalén.

Los caballeros seglares que habían sido capturados eran tratados, como era habitual, de forma diferente. Cuando Saladino hubo disfrutado un rato contemplando a templarios y sanjuanistas que, uno tras otro perdían sus cabezas, regresó a su pabellón de victoria, donde había invitado a los prisioneros más valiosos, entre ellos el desgraciado rey Guy de Lusignan y el más odiado de los enemigos de Saladino, Reinaldo de Châtillon, que se había sentado al lado del rey. A su lado estaba el Gran Maestre de los templarios, Gérard de Ridefort, que posiblemente no tendría demasiado valor como prisionero. Pero Saladino opinaba que no podía estar seguro sin intentarlo primero. Algunos hombres que antes se habían mostrado valientes y honorables se transformaban de la forma más lamentable al enfrentarse a la muerte.

Sin embargo, uno de los nobles y valiosos prisioneros francos no podía esperar compasión alguna. Saladino había jurado ante Dios que mataría a Reinaldo de Châtillon con sus propias manos y, efectivamente, ahora lo hizo con su espada. Luego se apresuró a asegurarles a los demás prisioneros que evidentemente no serían tratados del mismo modo, y se encargó personalmente de repartir agua para todos ellos.

Fuera del pabellón, donde tenía lugar la decapitación, se habían reunido muchos soldados sarracenos que ahora disfrutaban de una gran diversión. Un grupo de eruditos sufíes había acompañado al ejército de Saladino, pues se les había ocurrido que podían convertir a los cristianos a la fe verdadera. A modo de broma grotesca, algunos emires pensaron que podían intentarlo con los monjes guerreros, los sanjuanistas y los templarios.

Por eso podía verse ahora a estos no del todo felices hombres de fe yendo de templario a sanjuanista preguntando si estaban dispuestos a renunciar a la falsa fe cristiana y a convertirse al islam a cambio de que se les perdonase la vida. Recibían siempre un no por respuesta y se las veían y se las deseaban para intentar realizar la decapitación por su cuenta. Eso produjo mucha diversión entre el público, pues pocas veces una cabeza era cercenada de forma correcta. Al contrario, normalmente los eruditos defensores de la fe tenían que golpear varias veces antes de lograrlo. Cuando por casualidad se realizaba con éxito alguna decapitación, el público gritaba entusiasmado. Se reían, hacían notar su impaciencia y gritaban buenos consejos.

Con el agua que había recibido, Arn había recobrado el suficiente conocimiento como para comprender lo que estaba sucediendo. Pero tenía la cara cubierta de sangre y sólo veía por un ojo, de modo que le era difícil ver lo que estaba sucediendo más abajo en la fila.

Tampoco le interesaba demasiado. Rezaba y se preparaba para entregar su alma a Dios, y le preguntó a Dios con toda la energía que pudo reunir cuál podía ser Su intención. Porque ese día era el 4 de julio de 1187. Justamente ese día habían pasado veinte años desde que prestó su juramentó a los templarios; a partir de la puesta del sol de aquella noche sería libre. ¿Cuál podía ser el propósito de dejarlo vivir hasta el último momento de su servicio y luego quitarle la vida? ¿Y por qué dejarlo vivir hasta ese preciso día en el que la cristiandad perecía en Tierra Santa?

Se descubrió a sí mismo siendo egoísta. No era el único que iba a morir y ese último instante de su vida debía ser dedicado a algo mejor que a hacer preguntas acusadoras a Dios. Ahora que había terminado con su vida empezó a rezar por Cecilia y por la criatura que pronto sería huérfana de padre.

Cuando el sudoroso y exaltado grupo de ensangrentados sufíes llegó hasta Arn, le preguntaron resignados si estaba dispuesto a renunciar a su falsa fe y a convertirse a la fe verdadera si con eso se le permitía vivir. Por su modo de preguntar, no parecía que guardaran demasiadas esperanzas en su conversión y ni siquiera se aseguraron de que los hubiese comprendido.

Entonces Arn alzó la cabeza, que ya había agachado, y les habló desafiante en el idioma del Profeta, la paz lo acompañe:

—En el nombre del Clemente y el Misericordioso, escuchad las palabras de vuestro propio sagrado Corán, tercer sura, verso quincuagésimo quinto —empezó a decir y respiró hondo para reunir la fuerza suficiente para proseguir, a la vez que los hombres a su alrededor enmudecían, sorprendidos—, «Y Dios dijo: Jesús, te elevaré hacia Mí y te libraré de las acusaciones que quienes no creen dirigen hacia ti. Y colocaré a quienes te sigan por encima de los que renieguen hasta que llegue el día de la resurrección; entonces todos volveréis a Mí y juzgaré entre vosotros sobre aquello en lo que discrepabais.»

Arn cerró los ojos y se inclinó en espera del golpe de gracia. Pero los sufíes a su alrededor habían quedado paralizados al oír las palabras de Dios de boca de uno de sus peores enemigos. Al mismo tiempo, un emir alto se abrió paso y proclamó que habían encontrado a Al Ghouti.

Aunque nadie podría haber reconocido ya a Arn, pues tenía la cara destrozada, todo el mundo sabía que sólo un enemigo era conocido por poder expresar las propias palabras de Dios de forma tan pura y clara.

Y Saladino les había advertido con severidad a todos que si Al Ghouti era encontrado entre los vivos no se le podría tratar mal bajo ningún concepto, sino como un respetado huésped.

X

L
a tarde del último día en que se cumplían los veinte años de penitencia de Cecilia Rosa, ésta estaba sentada al lado de uno de los estanques de Riseberga completamente sola. Era una tarde calurosa y apacible, poco después de San Pedro, cuando el verano justo pasaba por su punto álgido y pronto iniciarían la cosecha en Götaland Occidental, aunque aquí en el bosque del Norte aún no la habían empezado.

Había asistido a misa dos veces y había comulgado, plenamente consciente de que había logrado sobrevivir, con la ayuda de Nuestra Señora, todo ese tiempo que, cuando fue condenada, le había parecido toda una vida. Por fin era libre.

Aunque en realidad no lo era, porque al llegar la hora de la libertad no hubo la más mínima señal que lo indicase y fue como si nada hubiese cambiado. Todo era como siempre, como cualquier otro día de verano.

Comprendió que seguramente se había hecho ilusiones infantiles pensando que Arn, cuya hora de libertad tal vez llegaba en el mismo instante que la suya, aparecería de inmediato cabalgando de la nada, a pesar de que en realidad le quedaba un largo viaje por delante. Decían quienes lo sabían que se podía tardar un año en ir o venir de Jerusalén.

También podía ser que hubiese apartado de su mente cualquier pensamiento relativo a ese futuro momento de felicidad porque en lo más profundo de su interior había sospechado que sería exactamente así, nada especial. Ahora tenía treinta y siete años y no poseía nada excepto las ropas que llevaba, y por lo que sabía, su padre estaba en la casa de Husaby, paralizado, con poco dinero y en manos de los Folkung de Arnäs en lo referente a ingresos. A él no le alegraría demasiado que ella volviera a casa y exigiera ser mantenida.

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