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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (51 page)

Reinaldo tuvo que elegir entre ser entregado o humillado, vistiéndose con un saco y ceniza y rodando en el polvo ante el emperador cuando llegase, con lo que no tuvo gran opción.

Por desgracia, obtuvo el perdón del emperador a cambio de que devolviese el botín que le quedaba.

Uno podría imaginarse que cualquier hombre en su lugar habría reflexionado y se lo habría tomado con un poco más de calma a partir de ese momento. Pero Reinaldo, no.

Sólo dos años más tarde volvió a salir de incursión contra cristianos armenios y sirios, que por supuesto no se esperaban ser atacados por unos hermanos de fe. Fue un saqueo pingüe. También murieron muchos cristianos.

Con una pesada carga de botín y de camino de vuelta a Antioquia, fue capturado por Maj al-Din de Alepo y finalmente fue a parar donde se merecía, a una de las cárceles de Alepo.

Naturalmente, no había ningún cristiano que quisiera rescatar a un hombre como Reinaldo del cautiverio en Alepo, pues lo más seguro para todos era que siguiera allí. Y puesto que nadie quería liberar al criminal, la historia podría haber terminado con un final feliz.

Aquí el príncipe Bohemundo hizo una pausa en su narración, bebió con ironía a la salud de su amigo el conde Raimundo y explicó que en realidad todo era culpa de Raimundo.

El conde Raimundo se rió y sacudió la cabeza, pidió más vino, que Arn le entregó de inmediato, y dijo que eso de que fuera culpa suya era cierto pero no del todo.

Sucedió en la guerra de hacía diez años, explicó. Saladino estaba lejos de unir a todos los sarracenos y en cuanto a eso también se trataba de ponerle cuantos más impedimentos mejor. Entonces, en el año 1175, Saladino tenía un ejército a los pies de los muros de Alepo y otro a las afueras de Homs. Se trataba de asegurar que ambas ciudades no cayeran en sus manos. Por eso el conde Raimundo envió a su ejército desde Trípoli para intervenir en el asedio de Homs, y Saladino se vio forzado a dejar el asedio de Alepo y apresurarse hacia Homs. De ese modo, Alepo se salvó por muchos años del poder de Saladino.

Hasta este punto todo había ido sobre ruedas, suspiró exageradamente el conde Raimundo. Pero el loco y agradecido Gumushlekin de Alepo quiso mostrar su benevolencia hacia los cristianos, por lo que decidió soltar a algunos prisioneros. Flaco favor les hizo a los cristianos, y por otra parte, gran favor a Saladino, suspiró el conde Raimundo tan apesadumbrado y con tanta exageración que todos los presentes esperaban ansiosos la continuación. Pues entre los prisioneros que fueron liberados como acto de agradecimiento por la salvación de Alepo se encontraban Reinaldo de Châtillon y el inútil del hermano de Agnes de Courtenay, Joscelyn.

Los presentes se partieron de risa al oír el enorme favor que el atabeco de Alepo les había hecho a sus amigos cristianos.

Bueno, y el resto ya lo conocía todo el mundo, continuó el conde Raimundo. El entonces paupérrimo Reinaldo de Châtillon y profundamente despreciado por todos los hombres en sus cabales, acompañó a Joscelyn de Courtenay a Jerusalén y pronto todo les fue desmerecedoramente bien. Primero murió el rey Amalrik, de modo que Balduino IV se convirtió en rey a pesar de ser todavía un niño. Entonces su madre volvió a la corte donde le había sido prohibida la entrada por motivos que todo el mundo podía comprender desde hacia mucho tiempo. Su hermano Joscelyn pronto gozaba de su favor y, por tanto, Reinaldo no tardó en hallar, con ayuda de la malvada Agnes, una viuda rica, Stéphanie de Milly de Kerak y Montreal en Oultrejourdain. Pronto el canalla fue comendador y rico de nuevo.

La única cuestión era quién salía ganando en este juego de caprichos de la vida, ¿el diablo o Saladino?

Todos estuvieron pronto de acuerdo en que los dos por igual.

Aun así, los conspiradores reunidos aquella noche en el cuartel de los templarios pensaron que tenían a Reinaldo bien atado. Pues si el enfermizo rey Balduino no había tenido fuerza para intervenir contra las constantes rupturas de Reinaldo de todos los acuerdos de paz, y si el completo inútil de Guy de Lusignan, durante su breve período de regente, se había mostrado igual de incapaz de actuar, el conde Raimundo aseguró muy excitado que con él como regente otro gallo cantaría en Jerusalén.

Hablando de inútiles y malhechores, quedaba la cuestión de dónde se había metido Gérard de Ridefort. Había abandonado Trípoli y el servicio del conde Raimundo, ofendido y furioso por no haber recibido exactamente la viuda rica que él quería, la que valía su peso en oro. Luego había jurado vengarse y se le había ocurrido unirse a los templarios, que eran, o al menos habían sido, rectificó el conde Raimundo mirando a Arn, sus peores enemigos. Pero eso ya se acabó. ¿Qué le había pasado a este calavera entre los templarios?

Arn respondió que el difunto Gran Maestre Arnoldo de Torroja había convertido al hermano Gérard en comendador de ChastelBlanc.

El conde Raimundo frunció el ceño diciendo que eso le parecía un cargo bastante importante para alguien con tan poco tiempo de servicio. Arn estuvo de acuerdo con eso pero explicó que, según tenía entendido, ése era un precio que Arnoldo de Torroja había estado dispuesto a pagar para mantener a Gérard de Ridefort lo más alejado posible de Jerusalén, pues parecía que Gérard también había tenido tiempo de buscarse a algunos amigos poco convenientes en la corte, por lo que sería sensato mantenerlo alejado de ellos.

La alegre conversación prosiguió hasta que el día empezó a despuntar, a pesar de ser la temporada más oscura del año, cuando amanecía más tarde.

Aquella noche pareció como si Tierra Santa pudiera ser salvada de la desgracia en la que los chapuceros, archipecadores e intrigantes se habían esforzado tanto en sumirla.

El rey Balduino IV murió poco después, tal y como todo el mundo había previsto. El conde Raimundo ocupó el cargo de regente en Jerusalén. Pronto reinaba la paz en Tierra Santa, los peregrinos volvían a acudir y con ellos los muy ansiados ingresos.

Realmente parecía como si todo hubiese cambiado para mejor.

El nuevo Gran Maestre de la orden de los templarios, Gérard de Ridefort, desembarcó en San Juan de Acre. Venía en barco desde Roma, donde la orden de los templarios se había reunido en capítulo y en presencia de una cantidad suficiente de hermanos de alto rango, entre ellos el Maestre de Roma y el Maestre de París.

Gérard de Ridefort traía consigo desde Roma el grupo de nuevos altos hermanos que ahora tomarían el mando de los templarios en Tierra Santa. Se dirigieron de inmediato hacia Jerusalén.

El Maestre de Jerusalén, Arn de Gothia, recibió la noticia acerca de sus altos invitados con sólo unas horas de antelación. Habló un poco con el padre Louis sobre la desgracia que había tenido lugar, rezó larga e intensamente en su habitación más apartada y privada, que era como la celda de un monasterio cisterciense. Pero por lo demás sólo tuvo tiempo de ultimar los preparativos necesarios para la llegada del Gran Maestre a Jerusalén.

Cuando arribaron a Jerusalén el Gran Maestre y su alto séquito, en el que casi todos los caballeros tenían una raya negra a lo largo de las protecciones laterales de los caballos y en sus mantos, fueron recibidos por dos filas de caballeros vestidos de blanco colocados desde el pórtico de Damasco hasta el cuartel de los templarios, donde grandes linternas iluminaban la entrada y un fantástico banquete esperaba en la gran sala de caballeros.

Arn de Gothia los recibió fuera, delante de la gran escalera, se arrodilló e inclinó su cabeza antes de tomar las riendas del caballo del Gran Maestre para demostrar que él mismo no era más que un mozo de establo ante Gérard de Ridefort. La Norma lo establecía así.

Gérard de Ridefort estaba radiante, satisfecho de su recibimiento. Al sentarse en la sala de caballeros en el lugar del rey y dejarse servir de inmediato por sus altos hermanos, habló mucho y en voz alta de la placentera gracia de volver a estar en Jerusalén.

Sin embargo, Arn no estaba de tan buen humor y le costaba mucho no demostrarlo. Lo que le parecía peor no era que ahora tuviese que obedecer la más mínima voluntad de un hombre que por todos era descrito como analfabeto, vengativo e indigno y que no había servido como templario ni la mitad de los años que Arn; lo peor era que los templarios tenían ahora a un enemigo jurado del regente conde Raimundo, con lo que nubes de preocupación encapotaban el cielo de Tierra Santa.

Después de la comida, cuando la mayoría de los invitados habían sido alojados, el Gran Maestre ordenó a Arn y a otros dos hombres que éste no conocía que lo acompañasen a sus aposentos privados. Seguía estando de muy buen humor, casi como si hallase un placer especial en los cambios que ahora pensaba introducir sin demora.

Se sentó satisfecho en el lugar habitual de Arn, juntó las puntas de los dedos y observó en silencio a los tres hombres. Los otros permanecieron de pie.

—Dime, Arn de Gothia… me parece que es así como te llamas… Dime, tengo entendido que tú y Arnoldo de Torroja erais buenos amigos, ¿me equivoco? —preguntó al fin con una voz tan exageradamente suave que podía percibirse el odio.

—No. Gran Maestre, no os equivocáis —respondió Arn.

—¿Entonces puede suponerse que fue por eso por lo que te ascendió a Maestre de Jerusalén? —preguntó el Gran Maestre alzando contento las cejas como si acabase de verlo claro.

—Sí, Gran Maestre, puede haber influido. Un Gran Maestre de nuestra orden puede designar a quien le apetezca —contestó Arn.

—¡Bien! Muy buena respuesta —repuso el Gran Maestre, satisfecho—. Lo que le apetecía a mi antecesor es también lo que me apetece a mí. Aquí a tu lado está James de Mailly, ha servido de comendador de Cressing en Inglaterra y, como puedes ver, lleva el manto de un comendador.

—Sí, Gran Maestre —contestó Arn, inexpresivo.

—Entonces sugeriría que os cambiéis los mantos, ¡parece que usáis casi la misma talla! —ordenó el Gran Maestre, conservando el tono alegre.

Siguiendo la costumbre templaría, habían comido con los mantos anudados al cuello y por eso resultaba ahora cosa de un momento inclinarse ante el Gran Maestre en señal de sumisión e intercambiarse el manto, y con ello, rango y posición dentro de la orden de los templarios.

—¡Así, ahora vuelves a ser comendador! —constató Gérard de Ridefort con satisfacción—. A tu amigo Arnoldo le apeteció enviarme a la fortaleza de Chastel-Blanc. ¿Qué opináis acerca de asumir mi antiguo cargo?

—Lo que mandéis obedeceré, Gran Maestre. Pero preferiría retomar mi antiguo cargo como comendador de Gaza —dijo Arn en voz baja pero firme.

—¡Gaza! —exclamó el Gran Maestre, entretenido—, Pero si es un poblacho en comparación con Chastel-Blanc. Aunque si es eso lo que quieres, te concederé tu deseo. ¿Cuándo puedes abandonar Jerusalén?

—Cuando a vos más os plazca, Gran Maestre.

—¡Bien! ¿Digamos mañana después de laudes?

—Sí, como vos ordenéis, Gran Maestre.

—Excelente, entonces puedes retirarte. El Maestre de Jerusalén y yo tenemos algunos asuntos importantes que resolver. Te bendigo y te deseo una buena noche.

El Gran Maestre le dio de inmediato la espalda a Arn, como si esperase que éste se desvaneciera en la nada. Pero Arn se quedó dudando y entonces el Gran Maestre fingió descubrirlo, sorprendido, haciendo un gesto de interrogación hacia Arn.

—Es mi deber transmitiros algo, Gran Maestre, una información que no puedo transmitir a nadie más que a vos y a quien sea Maestre de Jerusalén, es decir, al hermano James —anunció Arn.

—Si Arnoldo te ha dado esas instrucciones, las anulo de inmediato, un Gran Maestre vivo sustituye a otro muerto. Así que, ¿a qué se refiere el asunto? —preguntó Gérard de Ridefort con claro desprecio en la voz.

—Las instrucciones no provienen de Arnoldo, sino del Santo Padre de Roma —contestó Arn en voz baja y con cuidado de no responder al tono de desprecio.

Por primera vez el Gran Maestre perdió su gran seguridad en sí mismo, miró dudoso a Arn durante un breve rato antes de comprender que hablaba en serio y entonces hizo señas con la cabeza al tercer hermano para que abandonase la habitación.

Arn se dirigió hacia el archivo que estaba unas habitaciones más allá y buscó la bula papal que informaba de que el patriarca era un sicario pero también de cómo debía conservarse ese secreto. Al regresar desenrolló el texto y lo colocó delante del Gran Maestre, sobre la mesa, hizo una reverencia y dio un paso atrás.

El Gran Maestre echó un vistazo a la bula y reconoció el sello papal pero también comprendió que no podía leer el texto, pues estaba en latín. Por tanto, no tenía elección, debía humillarse y pedirle a Arn que lo leyese y lo tradujese, ante lo que Arn no mostró la más mínima sorpresa.

Tanto el Gran Maestre como su nuevo Maestre de Jerusalén, James de Mailly, perdieron de repente su buen humor al tomar parte de la mala noticia. Heraclius era el hombre que más que nadie había actuado dentro de la Iglesia para que Gérard se convirtiera en Gran Maestre. En consecuencia, el nuevo Gran Maestre estaba ahora en deuda con un maldito asesino por envenenamiento.

Arn recibió un ademán como despedida y abandonó de inmediato al Gran Maestre con una profunda reverencia. Luego se fue con una inesperada sensación de alivio a buscar refugio nocturno en las habitaciones para invitados, pues recordó de repente que ya le quedaba sólo poco más de un año de la penitencia que le había sido impuesta. Había servido casi diecinueve de los veinte años por los que le había jurado fidelidad a la orden de los templarios.

Era una idea nueva y extraña. Hasta ese preciso momento en que fue despachado por el nuevo Gran Maestre Gérard de Ridefort y por última vez pasaba por las salas más altas del cuartel de los templarios en Jerusalén, había evitado contar los años, los meses y los días. Quizá porque lo más probable siempre había sido que fuese enviado al paraíso por el enemigo mucho antes de que tuviera tiempo de servir sus veinte años.

Pero ahora le quedaba sólo un año y además había un acuerdo de varios años de paz con Saladino. No había ninguna guerra a la vista, por tanto, podría sobrevivir y viajar a casa.

Nunca antes había sentido un deseo tan intenso de volver a casa. Al principio de su experiencia en Tierra Santa, los veinte años habían parecido tan infinitos que era imposible imaginarse el tiempo más allá de esa frontera. Y los últimos años había estado demasiado ocupado en su sagrada tarea como Maestre de Jerusalén como para imaginarse otra vida diferente. Aquella noche, en especial aquella noche que había estado sentado en las habitaciones que ahora ocupaba Gérard de Ridefort, hablando del futuro de Tierra Santa con el conde Raimundo, el príncipe Bohemundo, Roger des Moulins y los hermanos d'Ibelin, todo el poder de Tierra Santa y de Outrerner había estado en esa habitación y el futuro había parecido claro. Juntos habían podido firmar la paz con Saladino.

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